¿Narcoterrorismo o cambio de tablero? La nueva doctrina de Washington en el Caribe MPV

La presión de EE. UU. sobre Venezuela y sus efectos en la izquierda latinoamericana

Desde inicios de septiembre, Washington ha ejecutado una serie de ataques contra embarcaciones que señala como parte de redes de narcotráfico vinculadas a Venezuela, en el marco de un despliegue militar sostenido en el Caribe. La secuencia ya acumula al menos media docena de golpes letales y un inusual parte: por primera vez, se reportaron sobrevivientes en uno de ellos. La Casa Blanca, bajo Donald Trump, los justifica como acciones de autodefensa contra “narcoterroristas” en rutas marítimas internacionales; Caracas lo denuncia como ejecuciones extrajudiciales y ha pedido al Consejo de Seguridad de la ONU pronunciar su ilegalidad. 
El ángulo jurídico es más que una nota al pie. Estados Unidos invoca el artículo 51 de la Carta de la ONU para extender la noción de autodefensa a operaciones letales contra presuntos traficantes en alta mar; Venezuela califica esa tesis de expansiva y peligrosa para el derecho internacional. La tensión aumenta cuando el propio Trump sugiere haber autorizado operaciones de la CIA en territorio venezolano y, al mismo tiempo, admite barajar un ataque terrestre. No es retórica menor: es un marco que normaliza el uso de la fuerza con un objetivo que trasciende lo policial. 
Aquí es donde la pregunta de fondo se asoma: ¿estamos ante una campaña que busca secar, por la vía militar, economías criminales asociadas al régimen de Nicolás Maduro o, además, ante un movimiento para reconfigurar el mapa político de la izquierda latinoamericana? La verdad es que ambas dimensiones se tocan. Por un lado, Estados Unidos mantiene desde 2020 causas penales y sanciones vinculadas a narcotráfico contra jerarcas venezolanos, mientras que en 2025 reforzó su narrativa sobre el llamado “Cartel de los Soles” y sus conexiones con redes como el Tren de Aragua. Por otro, el timing y la escala del despliegue sugieren una presión que excede el ámbito de interdicción y aspira a torcer correlaciones de poder. 
Maduro, por su parte, llega a este pulso con una legitimidad erosionada por denuncias de fraude y la opacidad en actas de escrutinio—un dato que, más allá de la polémica, ha marcado la conversación pública en la región. A esa debilidad se suma la asfixia económica: el Fondo Monetario Internacional proyecta para 2025 una inflación anual de 269,9%, una cifra que por sí sola explica el desgaste social y la desprotección del ingreso. Es por ello que cada golpe a las cajas extrafiscales del poder—oro y drogas—tiene efectos políticos inmediatos. 
Sobre el oro, los indicios son robustos. Informes recientes describen un entramado de extracción ilegal en el Arco Minero del Orinoco, con control compartido entre élites militares, grupos armados y bandas transnacionales; se estima que la mayor parte del metal se comercializa por fuera de circuitos formales y se blanquea en plazas internacionales antes de reingresar a mercados legítimos. No es un fenómeno aislado ni un secreto a voces: organizaciones especializadas y centros de investigación han documentado flujos, rutas y vacíos regulatorios que permiten convertir ese oro en financiamiento político y operativo. La precisión forense de esos vínculos específicos puede discutirse; la magnitud del negocio, difícilmente. 
En este contexto, la presión militar de EE. UU. persigue—y es que conviene decirlo sin rodeos—dos fines que se retroalimentan: cortar rentas ilícitas que sostienen al régimen y, al mismo tiempo, encarecer y desordenar los canales de financiamiento que nutren a redes políticas de izquierda en la región. Lo segundo, por ahora, lo planteamos como una presunción sólida: los reportes periodísticos y de sociedad civil no siempre nombran campañas o partidos con precisión jurídica, pero sí muestran patrones de dinero oscuro, operadores comunes y beneficiarios políticos difusos. El mensaje estratégico de Washington resulta claro incluso para los aliados “morales” de Caracas: nadie quiere quedar atrapado en una escalada directa con EE. UU., menos si la caja del oro pierde lubricación y las rutas marítimas se vuelven vulnerables. 
El fin de Maduro no sería solo un relevo en Miraflores: vaciaría la “caja negra” que ha lubricado su poder y reordenaría el tablero geopolítico en detrimento de las izquierdas que orbitan bajo su paraguas financiero. Al desmontarse esos flujos —oro opaco y rentas del crimen organizado— las maquinarias partidistas perderían músculo, los intermediarios quedarían expuestos y la retórica “antiimperialista” se vería reducida a un eslogan sin combustible. La consecuencia sería doble y casi inmediata: menor liquidez política y mayor escrutinio internacional sobre redes, donantes y destinos del dinero. Derrocado el proveedor de fondos y de símbolos, el costo de sostener ese ecosistema ideológico se dispararía; y con él, su capacidad real de disputar poder en la región.

En términos llanos: la caída de Maduro reduciría, de forma visible y medible, el peso geopolítico de esas izquierdas en América Latina.

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