Una historia antes de la Ley Olimpia Sol Yucatán

Por: Ericka Contreras Pérez

Hay historias que se quedan grabadas para siempre, no porque queramos recordarlas, sino porque nos obligan a reconocer lo mucho que duele la indiferencia.

En la adolescencia tuve una amiga con quien compartí colegio, risas y complicidades propias de la preparatoria. Era alegre, sensible, con una curiosidad enorme por aprender y con características físicas que podríamos encajar en muy atractivas. Un semestre ya no regreso, sus papás habían descubierto tenía novio y decidieron enviarla a la pequeña ciudad donde viviría con sus abuelos.

Ahí su vida cambio. Pasó un tiempo hasta que, de manera inesperada, me llamó. La escuché llorar y entre sollozos me confesó que había un video de ella donde aparecía con varios hombres, compañeros de su nueva escuela. Su declaración me sorprendió porque no era algo en lo que yo pudiera imaginarla. Era 2005 y aquel archivo ya circulaba en su ciudad. Al relatar lo sucedido, me dijo que había salido a un antro siendo menor de edad, que había consumido alcohol o alguna sustancia que no supo identificar y que los menos de tres minutos que se veían en la grabación eran, en realidad, un abuso sexual.

Cuando su familia se enteró, en lugar de protegerla, la juzgó. Especialmente algunas tías y abuelos le atribuyeron la culpa: confirmaban el motivo de su mudanza y sus problemas porque era “noviera”.

En aquel entonces, la violencia digital no tenía nombre. No existía la noción de que difundir o compartir un video íntimo sin consentimiento era un delito. Nadie hablaba de revictimización ni de consentimiento. Las instituciones educativas tampoco contaban con protocolos; la familia solía reaccionar con prejuicios antes que con protección; y la sociedad prefería el morbo al acompañamiento. Todo ese vacío la rodeó, la hundió en un silencio que no merecía y que terminó por marcarla para siempre

Teníamos 17 años, yo tenía la misma edad y no contaba con las palabras que hoy me da la experiencia. Y la realidad social era otra. Solo pude escucharla y decirle que no importaba. Pero sí importó, y demasiado. Tiempo después supe que no continuó con sus estudios superiores. El último mensaje que recibí de ella fue que esperaba un bebé. Años más tarde me enteré de que, tras perder a su hijo, también decidió no continuar en esta vida. Tenía apenas 23 años.

Muchas veces me he preguntado qué habría pasado si aquella historia hubiera ocurrido en otro tiempo, no en la primera década de los dos mil. ¿Qué habría pasado si en aquel momento hubiera existido la Ley Olimpia?

Ley que nace gracias a la valentía de Olimpia Coral Melo, quien después de vivir la difusión sin su consentimiento de un video íntimo, decidió no quedarse callada. En vez de cargar sola con la vergüenza que la sociedad suele imponer, levantó la voz y luchó para que ese tipo de violencia tuviera nombre y se castigara. Su historia, que pudo haber quedado reducida al morbo, trascendió a que miles de mujeres en México que hoy pueden decir: “esto que me pasó también es violencia, y no es mi culpa”.

Hoy se reconoce como delito la violación a la intimidad sexual, que consiste en divulgar, compartir, distribuir o reproducir imágenes, audios o videos de carácter íntimo sin consentimiento de la persona involucrada. Las sanciones pueden ir de tres a seis años de prisión y multas significativas. Además, las reformas han obligado a instituciones y plataformas a tomar medidas más activas para prevenir la difusión y a garantizar el derecho de las víctimas a denunciar.

Imagino a mi amiga en un escenario legal y social distinto. Imagino que, en lugar de ser señalada, alguien le habría dicho: “No tienes la culpa, fue violencia, y la ley está de tu lado”. Imagino también que su familia habría reaccionado con apoyo en lugar de con prejuicio; que quizá, como la familia de Olimpia, hubieran podido decirle algo como: “Es algo normal, muchos lo hacen, la diferencia es que a ti te grabaron”. Imagino, por último, que su escuela habría contado con protocolos de atención y no habría permitido que un rumor se convirtiera en una sentencia social.

Esta ley da un mensaje claro: la intimidad no es terreno de burla ni de control, sino un derecho humano. Y, en consecuencia, las víctimas no son culpables: son sobrevivientes de una forma de violencia que merece sanción y justicia.

A veinte años de esa historia, pienso en lo mucho que cambió el lenguaje y en lo mucho que falta por transformar. Porque, aunque la Ley Olimpia es un logro histórico, aún persisten las actitudes que culpan, los juicios familiares, las risas crueles, los silencios institucionales. Y mientras esas actitudes sobrevivan, la ley no será suficiente.

Ella tenía 17 años. Lo que la apagó no fue un video: fue la violencia de ser reducida a él. El juicio hacia ella y no a los abusadores.

Contar esto es un llamado para que, cada vez que alguien se burle de un contenido íntimo que circula sin permiso, recordemos que detrás hay una vida que puede romperse. Para que, cada vez que una adolescente se atreva a contar su historia, encuentre a alguien que la escuche y que la acompañe. Para que ninguna tenga que cargar sola el peso de una violencia que ya sabemos nombrar y que, como sociedad, no podemos volver a normalizar.

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