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Paraíso Infernal
Quinta entrega

Invisibles

Por Eduardo De Luna

“Los reporteros somos de alambre”, me dijo una vez Julio Scherer mientras sorbíamos café con olor a pólvora y plomo en algún sótano del centro de la Ciudad de México, “Aguantamos frío y aguantamos hambre” remataba en aquella ocasión uno de los personajes más incómodos al poder en los años recientes de México, nunca lo olvidé, recordaba y aunque ahora escriba desde la humedad mugrosa de Playa del Carmen, no me cambié de trinchera, solo de frente de batalla, pensaba recurrentemente.


Me llamo Rebeca Chan, y si el infierno tuviera redacción, sería ésta: dos ventiladores viejos, una computadora que arranca a patadas, un archivo con más polvo que justicia y café, mucho café y tabaco para que las historias no se queden atoradas en el alma, aún hay guerra que dar. Y a veces —pocas veces— aparece un caso que vale cada línea.

Todo comenzó con dos mujeres que ni siquiera hablaban el idioma del patrón. Una venía de Sabán, con la mirada quieta y la piel marcada por el sol y el cloro. La otra, de las montañas de Chiapas, traída con promesas de “trabajo digno” y metida en un cuartucho sin ventilación. Las dos trabajaban de camaristas para un hotel boutique que cobraba 800 dólares la noche y no daba ni seguro social.

Las despidieron sin decirles por qué, sin finiquito, sin un papel. Nada. Como si no existieran. Nadie les hacía caso, ni en la junta local, ni en el sindicato blanco de los “turisteros”, ni en los juzgados donde nadie tiene tiempo de escuchar lo que no entiende.

El Abogado Valerio era de Guerrero. Traía la piel curtida por la Sierra y una voz pausada, firme. En su historial cargaba con triunfos importantes: logró que empresas coreanas indemnizaran a obreros esclavizados durante la construcción de la línea de gas natural Coatzacoalcos-Cadereyta. Nadie creía que ese hombre flaco, de huarache fino y camisa arrugada, podía derribar gigantes. Pero Valerio sabía esperar. Y conocía el lenguaje de los documentos, los sellos falsos, las auditorías a medias y los recibos sin RFC. Escuchó a Ixchel y a Mariana a través de un traductor medio borrachín, que hacía ceremonias mayas inventadas a cambio de chelas. Entendió lo suficiente. Era hora de pelear.

Y debajo de cada una, salían ratas.

Por eso, cuando Valerio tocó su puerta con el caso, ella supo que tenía entre manos dinamita. Entrevistó a las señoras en una cocina prestada, con ayuda del traductor que, entre risas, iba intercalando palabras verdaderas con rezos de su invención. Pero bastó con ver los ojos de Mariana, las manos agrietadas de Ixchel, y el eco común del silencio impuesto. Rebeca no necesitaba entender el idioma para saber que ahí había verdad.

El caso era tan absurdo como valiente: dos mujeres que no hablaban español, un abogado idealista, un traductor borrachín que hacía rituales mayas falsos, y todo el aparato laboral del estado girando en torno al primo del gobernador: Mauricio Marrufo, procurador corrupto, cobrador de favores y asesino de expedientes.

Era una historia que olía a sangre. Justo como me gustan, pensó Rebeca mientras tomaba notas.


Voces prestadas

“¿Cómo se dice miedo en maya?”, le pregunté a la más joven. Candelario, el traductor, se rascó la cabeza, buscó en el aire como si las palabras volaran, y luego dijo:

—Tu’ux tu’ux k’áat chi’, pero no es igual… es más como cuando se te enfría el alma sin saber por qué.

Ixchel bajó la mirada. Mariana apretó los labios. Las dos habían dejado su casa con promesas y habían terminado limpiando vómito de turistas en cuartos sin ventanas.

Estábamos sentados en el frente de la oficina de Gerardo Valerio, que más que oficina era una casa vieja con olor a humedad y libros vencidos. Él servía café de olla en jarros de plástico, mientras Candelario, el traductor borrachín, mascaba un chicle de canela con aire ceremonioso, Chan fumaba sus delicados con filtro.

—No las escucharon porque no querían escucharlas —me dijo Gerardo, con su acento de Guerrero que arrastra las erres como machete.
—¿Quién las contrató? —pregunté.
—Un outsourcing fantasma que nadie quiere rastrear. Nunca firmaron nada. Solo las subieron a una van en Sabán y las trajeron directo al hotel. El mismo patrón les daba comida, alojamiento y los uniformes. A cambio, dieciséis horas diarias sin descanso. Y si decías algo, te regresaban en la noche, sin un peso.

Ixchel contó, con ayuda de Candelario, que una vez se desmayó por limpiar una suite con cloro sin guantes ni mascarilla. La jefa de camaristas, una venezolana pintada como vitrina, le gritó que dejara el show y siguiera trabajando. Nadie hizo nada.
Mariana mostró una cicatriz en el antebrazo. Dijo que un huésped la empujó cuando intentó sacar una charola rota. Nadie reportó el incidente.

Gerardo sacó una carpeta con fotos, capturas de WhatsApp, mensajes de voz. Estaba armando el caso como si fuera una bomba artesanal.

—Ya pasé por esto antes —dijo, con una sonrisa seca—. En Coatzacoalcos, las coreanas de la línea de gas le rompieron la espalda a cincuenta trabajadores. Quisieron callarlos con promesas. Yo les gané tres juicios. Me quisieron comprar. Me quisieron matar. Pero aquí estoy.

Las mujeres no entendieron sus palabras, pero sintieron el tono. Ixchel lo miró con respeto. Mariana asintió, lenta.

Yo tomé nota, con ese hormigueo en los dedos que me da cuando la historia es buena. No por morbosa, sino por justa. Porque si no les prestamos voz, ¿quién lo hará?

—Esto se va a poner feo —dijo Gerardo—. Ya tocaron la puerta anoche. Me dijeron que “no convenía remover mierda del pasado”.

—¿Y qué hiciste? —pregunté.
—Les dije que si la mierda estaba fresca, todavía apestaba.

Nos reímos, aunque por dentro todos sabíamos que esto apenas comenzaba.


La oferta

El restaurante del hotel estaba vacío, pero encendido. Un aire acondicionado polar y un piano en loop simulaban elegancia. El abogado Gerardo Valerio se sentó al borde de una silla tapizada, incómodo. Frente a él, con camisa blanca planchada por otras manos y un habano sin encender entre los dedos, estaba Ramiro Aguirre, dueño de “El Jardín del Caribe”, un hotel boutique de cuatro pisos con fachada verde y dandys vigilando cada pasillo para llevar la contabilidad de los clientes que llegaban por ratos de visita.

—Mira, licenciado —dijo Ramiro con tono suave, pero afilado—, aquí no estamos para hacer circo. Ya le pagué a Marrufo lo que había que pagarle. Este asunto que traes no llegará a ningún lado, no pierdas tu tiempo..

Gerardo apretó la mandíbula. No bebió el café que le sirvieron.

—Las trabajadoras tienen derecho a un proceso limpio. Y a que se escuchen sus denuncias.

Ramiro soltó una risa seca. Golpeó suavemente la mesa con los nudillos, como si marcara el ritmo de una danza antigua.

—¿Tú crees que esas… “damitas de los trapos” entienden lo que es un juicio? Una no habla ni español, la otra se asusta si le alzan la voz. Las traje para darles trabajo, techo, comida. ¿Y así me lo pagan? ¿Con demandas?

Gerardo no respondió. Aguirre lo miró con repulsión disimulada, como se mira a una plaga inesperada en un jardín bien cuidado.

—Te lo digo claro, Guerrero. No pienso pagar ni un peso más de lo que ya me costó su silencio. Que Marrufo se ponga los pantalones, y tú, si quieres seguir vivo en esta ciudad, aprende las reglas: aquí la justicia se negocia, no se litiga.

Se recostó, cruzando las piernas.

—Te respeto por lo de los coreanos, en serio. Muy valiente. Pero esto no es el sureste industrial. Esto es la Riviera Maya, cabrón. Aquí todo huele a coco, pero por debajo hay mierda. Y si la remueves mucho, no solo apesta… se te pega.

Gerardo se levantó sin decir una palabra. El sol de la calle lo golpeó como un recordatorio de lo real.

Mientras caminaba por la acera, recordó una frase que le dijo su madre de niño, en un pueblo de Guerrero: “El que camina entre puercos no sale limpio, pero puede aprender a no revolcarse”.

Y eso haría.


El escándalo

El abogado no tuvo que hacer ningún anuncio. Bastó una foto filtrada por alguien en la Junta Local de Conciliación: dos mujeres indígenas, de pie y con la cabeza agachada, a las afueras del tribunal, flanqueadas por un hombre flaco con cara de profesor rural y un cartel escrito a mano: “Nos usaron y nos tiraron como trapos. Queremos justicia.”

La foto se volvió pólvora.

Algunos titulares en redes y medios locales fueron:

@PlayaDenuncia: “Indígenas explotadas en hotel boutique de lujo en Playa del Carmen: ni contrato ni salario justo. ¡Ya basta de esclavitud moderna!”

@RivieraSinFiltro: “Hotel El Jardín del Caribe acusado de trabajo forzado a mujeres que no hablan español. ¿Y la autoridad? Callada.”

@RebecaChanOficial:
“Dos mujeres sin voz. Un abogado con agallas. Un sistema podrido. Y un patrón que cree que el dinero borra la ley. Crónica desde el infierno tropical. #JusticiaParaIxchelYMariana”

La manera en que las mujeres describían la situación y la afilada pluma de Chan 0ara presentar el caso, no pasaron desapercibidas.

Cadenas nacionales al día siguiente:

FORO M: “Caso de explotación laboral en hotel de Playa del Carmen indigna al país. Trabajadoras indígenas fueron traídas sin papeles y obligadas a laborar bajo amenaza.”

TeleDía: “El rostro de la esclavitud en el paraíso: autoridades cómplices, trabajadores invisibles. ¿Dónde está el Estado?”


Y en Facebook, las imágenes del día:

Una veintena de personas afuera del hotel. Cartulinas fosforescentes. Tambores. Gritos.

“NO MÁS TRATA EN NOMBRE DEL TURISMO”
“¡LOS MAYAS NO SOMOS MUCAMAS DE LUJO!”
“SI NO HAY JUSTICIA PARA EL PUEBLO, QUE NO HAYA PAZ PARA LOS RICOS”

Un señor con sombrero gritó frente a las cámaras:
—¡Un mexicano es el peor enemigo de otro mexicano cuando se pone a esclavizar como asiático sin alma! ¡Esto no es Corea, carajo, esto es tierra indígena!

El dueño del hotel no salió en todo el día. Marrufo tampoco. La tormenta apenas comenzaba.



El Procurador habla

La sala de prensa improvisada en la Procuraduría del Trabajo olía a sudor, papel viejo y desconfianza. No había aire acondicionado, solo un par de ventiladores viejos girando con desgano. Afuera, el sol caía como castigo.

Mauricio Marrufo entró escoltado por dos achichincles, vestido con una guayabera blanca impoluta que contrastaba con su piel brillante de humedad. Llevaba lentes oscuros, un rosario colgando discretamente del cuello y un portafolio de cuero que parecía más un símbolo de poder que un instrumento de trabajo.

Se plantó frente al micrófono con el tono de quien está acostumbrado a fingir solemnidad.

—La Procuraduría del Trabajo del Estado reprueba cualquier forma de abuso, discriminación o trata de personas. Estamos tomando cartas en el asunto. Se ha iniciado una investigación, y de confirmarse irregularidades, se aplicará la ley con todo el peso que amerite.

Un periodista local se atrevió:

—¿Qué opina de las acusaciones contra el hotel “El Jardín del Caribe”? ¿Y del video donde el abogado Valerio dice que usted ha recibido pagos para congelar denuncias?

Marrufo sonrió con media boca. Se quitó los lentes y habló con voz sedosa:

—No responderé a calumnias. En este estado, la justicia no se dicta en redes sociales ni en marchas improvisadas. Aquí se trabaja con pruebas. Las mujeres… las “damnificadas”… ni siquiera han podido declarar con claridad lo ocurrido. No hablan el idioma. ¿Quién está hablando por ellas? ¿Con qué intención?

Los murmullos aumentaron. Rebeca Chan, desde atrás, alzó la voz:

—Habla usted de “intenciones”. ¿No es cierto que usted tiene un primo hotelero y que ha firmado contratos millonarios con Aguirre y su grupo en años recientes?

Marrufo bajó la vista, fingió revisar sus notas y luego soltó:

—Yo soy funcionario. No familiar de nadie. Y si alguien quiere jugar a la guerrilla, que se prepare para enfrentar las consecuencias. El estado no se gobierna con panfletos, se gobierna con orden.

Era una amenaza. Tan vulgar como su sonrisa.

Al salir, le dijo a uno de sus hombres, sin bajar la voz:

—Dile a Ramiro que se tranquilice. Le mando a unos inspectores de pantalla y le congelamos las quejas por “falta de elementos”. Al abogado ese… lo empapelamos con cualquier cosa: desacato, injurias, lo que caiga. Y a la negrita esa del periódico… que se acuerde que aquí no está en Veracruz.

No sabía que Rebeca lo había escuchado. Ni que eso, justo eso, lo acabaría enterrando.


La caída lenta

El audio salió publicado un lunes a las 7:00 a.m., hora exacta de tráfico en la selva digital. Lo subió Rebeca Chan a la página de su medio, con un encabezado breve, contundente, sin florituras:

“EXCLUSIVA: Procurador Marrufo acuerda encubrimiento de explotación laboral con empresario hotelero”

El archivo de audio, de apenas 3 minutos, fue un balazo al centro del pecho de la impunidad. Se escuchaba con nitidez la voz de Marrufo, ese tono meloso de predicador costeño que intenta sonar decente mientras escupe lodo:

> —Dile a Ramiro que se tranquilice. Le mando a unos inspectores de pantalla y le congelamos las quejas por “falta de elementos”. Al abogado ese… lo empapelamos con cualquier cosa: desacato, injurias, lo que caiga. Y a la negrita esa del periódico… que se acuerde que aquí no está en Veracruz.

El escándalo no tardó. Noticieros, influencers, periodistas independientes. El audio fue replicado en estaciones de radio, en podcasts, en reels furiosos.


Los medios nacionales que ya estaban pendientes del caso, no la suavizaron:

@Reforma: “Procurador de Quintana Roo ordena frenar investigaciones a hotel señalado por esclavitud moderna. Exigen su destitución inmediata.”

@AnimalPolitico: “Filtración revela red de complicidad entre empresarios hoteleros y autoridades laborales. #CasoIxchelYMariana”

@PropuestaSur:
“Llaman ‘negrita’ a periodista afromexicana que destapó red de trata en la Riviera Maya. Marrufo se hunde en racismo y corrupción.”


Mientras tanto, las señoras —Ixchel y Mariana— comenzaron a recibir llamadas anónimas. A la tzotzil le hablaban en español atropellado, palabras como “cuidado”, “accidente”, “pueblo”, “familia”. A Ixchel, desde un número con lada de Yucatán, alguien le dijo que recordara que los cenotes también se tragan gente.

Las dos mujeres estaban refugiadas en una casa de seguridad organizada por una colectiva feminista de Cancún. El abogado Valerio no se despegaba de ellas.

—Están asustadas —le dijo a Rebeca en una llamada de madrugada—. Pero no se van a rajar.

Rebeca fumaba junto a la ventana de su casa, rodeada de papeles, post-its, y una botella a la mitad.

—Nosotras tampoco —respondió—. Le acabamos de dar la mordida al tiburón. Ahora va a sangrar. Que lo huela todo el océano.

A las 48 horas, Marrufo pidió “licencia temporal por motivos personales”. El gobernador no lo defendió. La calle olía a pólvora.

Pero el hotel seguía abierto. Y los turistas seguían bajando a la playa con sus mojitos en la mano, sin saber —o sin querer saber— que bajo las sábanas planchadas se libraba una guerra invisible.


Todo arde, nada cambia

Una mañana de abril, el gobernador apareció en una rueda de prensa con voz solemne y ojos de quien lee sin comprender. Anunció que, en un acto de sensibilidad y compromiso con los derechos humanos, el Gobierno del Estado asumiría las compensaciones laborales de las trabajadoras afectadas.

—Este gobierno no tolera abusos —dijo, sin nombrar ni a las víctimas, ni al hotel, ni al procurador.

Ramiro Aguirre no soltó un solo peso. La escritura pública con la que su hotel se protegía había sido blindada desde hacía años. Tenía amigos en todas las notarías y fantasmas en cada contrato. Siguió abriendo reservas por Booking como si nada.

A Marrufo no lo volvieron a ver. Dicen que se fue al Bajío a poner una consultora laboral. Otros dicen que sigue aquí, pero sin nombre, moviendo cosas por teléfono desde una palapa de lujo en Playacar.

Y Rebeca Chan recibió una carta sellada con el membrete del periódico al que le había dado diez años de su vida: “Por motivos de reestructuración editorial, agradecemos su valiosa contribución a esta casa informativa…”.

La respuesta fue inmediata. Rebeca creó su propia página en Facebook: La Chan Informa. En una semana, tenía el doble de seguidores que el medio que la despidió.

Ese mismo día, subió una foto de su máquina de escribir vieja, un café humeante con un cigarro y un machete colgado en la pared.

Y escribió la frase con la que cerró todo este infierno:

“Aquí el poder nunca pierde… pero a veces, le cuesta un huevo que lo dejemos ganar.”

Este texto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares, organizaciones, eventos y situaciones descritos son producto de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con personas reales, vivas, fallecidas o con hechos reales, es pura coincidencia.

El post Invisibles fue publicado en De Luna Noticias.


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