México entre altares y pizarrones: la tensa convivencia entre devoción popular y Estado laico MPV

Mientras la Constitución proclama un Estado laico, en las escuelas, oficinas públicas y calles de México la vida cotidiana sigue marcada por estampitas, rosarios y altares improvisados.

En el papel, México es tajante: el artículo 40 de la Constitución establece que el país es una república laica y el 130 fija la separación histórica entre el Estado y las iglesias.
Sobre el escritorio, en cambio, suele haber una Virgen de Guadalupe enmarcada, un crucifijo discreto o un escapulario colgando del retrovisor de la patrulla. Esa es, la verdad, una de las paradojas más visibles de la vida pública mexicana: la distancia entre el diseño jurídico de la laicidad y la profunda religiosidad popular que se expresa, sin pudor, en los espacios compartidos.
La laicidad mexicana no nació para perseguir la fe, sino para evitar que el poder religioso se confunda con el político. De hecho, la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público y la propia Constitución insisten en que el Estado es laico, pero reconoce y protege la libertad religiosa de las personas.
Sobre el papel, la fórmula parece clara: un gobierno neutral y ciudadanos libres de creer, no creer o creer de manera distinta. El problema aparece cuando esa libertad se quiere colgar en la pared de una oficina pública o se convierte en mural gigante en el patio de una escuela.
En el ámbito escolar, la tensión es especialmente sensible. La educación pública debe ser laica, lo que implica que los contenidos, los libros de texto y la práctica institucional se mantengan neutrales frente a cualquier credo.
Sin embargo, en la vida diaria no es raro encontrar maestras que llevan un rosario visible, directores que colocan una imagen guadalupana en la dirección o grupos de padres que organizan rezos antes de un evento escolar. Y es que para muchas familias, la fe no es un accesorio, sino parte de la identidad que quieren transmitir a sus hijos.
Ahí se abre un dilema incómodo: ¿dónde termina la libertad personal del docente y dónde empieza la obligación institucional de neutralidad? Estudios sobre la laicidad educativa muestran que, desde hace décadas, la escuela ha sido un campo de disputa entre Estado, jerarquías religiosas y comunidades locales.
A veces, la solución ha sido tajante —prohibición total de símbolos—; otras, se ha optado por mirar hacia otro lado mientras las imágenes se vuelven “tradición” en ciertas escuelas. El resultado es una aplicación desigual del principio laico, que depende tanto de la región como de la cultura interna de cada plantel.
En las oficinas públicas el contraste no es menor. Jurídicamente no existe una prohibición explícita y detallada sobre tener imágenes religiosas en los escritorios, pero desde hace años autoridades federales han recomendado reservar ese tipo de expresiones para el ámbito privado, apelando al “espíritu de respeto a la laicidad del Estado mexicano”.
Aun así, cualquiera que haya hecho fila en una ventanilla conoce la escena: un santo junto a la impresora, un calendario con la Virgen, un pequeño altar en la esquina de la oficina. Para algunos servidores públicos es una fuente de consuelo frente a las jornadas extenuantes; para otros, un gesto de identidad compartida con los usuarios.
Sin embargo, no todos se sienten incluidos en esa iconografía. Personas de otras religiones —o sin religión— pueden percibir esos símbolos como un recordatorio de que el espacio público tiene dueño cultural, aunque jurídicamente sea de todos. Y es que la laicidad no solo protege al creyente mayoritario, sino también al ateo, al agnóstico, al que practica un culto minoritario o al que simplemente quiere hacer un trámite sin ser recibido por una figura sagrada que no reconoce como propia.
Donde la devoción popular se impone sin resistencia es en la calle. En muchas ciudades mexicanas, los muros convertidos en altares, las imágenes de la Virgen de Guadalupe en bardas y esquinas, o los pequeños nichos iluminados con veladoras forman parte del paisaje urbano. Investigaciones sobre la religiosidad popular muestran cómo estos altares callejeros se han vuelto un paradigma de “sacralización” del espacio urbano: la colonia, la cuadra, el mercado se vuelven territorio protegido bajo la mirada de una imagen devocional.
Basta pensar en las peregrinaciones del 12 de diciembre hacia la Basílica de Guadalupe: millones de personas en tránsito, avenidas cerradas, vendedores ambulantes y una mezcla de fiesta, sacrificio, cansancio y emoción que ocupa literalmente la ciudad. La devoción guadalupana se ha descrito como un “hogar común” que trasciende clases sociales, edades y regiones; un símbolo que une tanto al devoto practicante como a quien solo se reconoce culturalmente en la Virgen.
Aquí, la laicidad no prohíbe ni pretende regular: la calle es espacio público, pero también escenario de expresiones colectivas donde el Estado se limita, en el mejor de los casos, a garantizar seguridad y movilidad.
Es por ello que, más que un choque frontal, lo que se vive en México es una convivencia tensa y llena de matices entre el marco jurídico laico y una religiosidad popular que desborda iglesias y templos. En las escuelas y oficinas, el reto es encontrar un equilibrio que permita a las personas expresar su fe sin que la institución parezca adoptar un credo. En la calle, el desafío pasa por reconocer que las manifestaciones devocionales son parte del tejido social, pero sin olvidar que también hay quienes no se identifican con ellas.
Al final, la pregunta de fondo no es si México es laico en el papel —porque lo es—, sino cómo se traduce esa laicidad en la vida diaria de quienes hacen fila en una ventanilla, llevan a sus hijos a la escuela o caminan frente a un altar improvisado en la esquina. La respuesta, todavía en construcción, exige algo más que leyes: requiere una cultura cívica capaz de entender que un Estado neutral es precisamente el que hace posible que la fe —o su ausencia— se viva en libertad, sin imponerse desde el poder ni desaparecer del espacio público que compartimos.