Velas, arbolitos y procesiones: la Inmaculada Concepción como puerta de entrada a la Navidad latinoamericana MPV

En buena parte de América Latina, el 7 y 8 de diciembre no son solo fechas marianas: funcionan, en la práctica, como el “botón de encendido” de la temporada navideña, donde devoción, familia, turismo y consumo se entrelazan bajo la mirada de la Inmaculada Concepción.

Cada 8 de diciembre, la Iglesia católica celebra la solemnidad de la Inmaculada Concepción, dogma proclamado por Pío IX en 1854, según el cual María fue preservada del pecado original desde el primer instante de su existencia.
Lo que en principio es una definición teológica terminó, con el tiempo, saliendo de los documentos pontificios para instalarse en las plazas y en las casas de buena parte del continente. Hoy, para millones de latinoamericanos, esa fecha marca algo muy concreto: “ya empezó la Navidad”.
En Colombia, quizá el ejemplo más visible, la Noche o Día de las Velitas, la víspera del 8 de diciembre, es reconocida como el inicio “oficial” de las fiestas decembrinas. Familias enteras encienden velas y faroles en aceras, parques y balcones, en una tradición que hunde sus raíces en la celebración del dogma mariano de 1854, cuando los fieles iluminaron la noche con cirios y antorchas.
 Hoy, sin embargo, junto al gesto religioso conviven el plan turístico, los conciertos, el encendido de alumbrados municipales y la lógica de la ciudad-espectáculo: basta ver cómo alcaldías como la de Cali sincronizan el encendido de luces con el Día de las Velitas y lo integran a su agenda cultural y comercial de fin de año.
Más al sur, en Argentina, el 8 de diciembre se ha consolidado como la jornada para “armar el arbolito”. Medios, campañas publicitarias y hasta calendarios escolares asumen ese día como el inicio práctico de la Navidad: se desempacan adornos, se montan el pesebre y las luces, y se inauguran los primeros brindis. Esta costumbre está directamente asociada a la fiesta de la Inmaculada Concepción, patrona del país, y refuerza la idea de que el calendario religioso sigue marcando, aun en sociedades secularizadas, los ritmos emocionales y comerciales de diciembre.
En Centroamérica la escena es igual de elocuente, pero con acento propio. Nicaragua celebra la Purísima y, en particular, “La Gritería”, la noche del 7 de diciembre, cuando multitudes recorren las calles entre altares, cohetes y cantos, respondiendo al grito “¿Quién causa tanta alegría?” con el clásico “¡La Concepción de María!”.
Lo que nació como expresión de piedad popular es hoy además un signo identitario nacional: se exporta a comunidades nicaragüenses en el exterior, dinamiza el comercio local y funciona, de hecho, como la apertura del tiempo navideño en el país, entre pólvora, dulces repartidos y casas engalanadas.
Algo similar ocurre en ciudades y pueblos andinos donde la procesión de la Inmaculada, el 8 de diciembre, congrega a fieles, turistas y comerciantes. En Cusco, por ejemplo, las fiestas en honor a la Inmaculada Concepción combinan misas, procesiones, danzas típicas y ferias gastronómicas que se prolongan varios días y que enlazan la devoción mariana con el inicio de un ciclo festivo que culminará en Nochebuena y Año Nuevo.
¿Qué nos dice todo esto sobre el “sentido contemporáneo” de la Inmaculada Concepción en América Latina? En primer lugar, que sigue siendo un punto de referencia simbólico poderoso, incluso para quienes ya no se identifican plenamente con la práctica religiosa. El 7 y 8 de diciembre no solo remiten a una doctrina sobre María; son, en la vida cotidiana, una excusa para encender la casa, reunirse en familia, estrenar decoraciones o simplemente sentir que el año empieza a despedirse.
En segundo lugar, que la frontera entre lo sagrado y lo profano se ha vuelto mucho más porosa. La misma noche en la que se reza el rosario frente a un altar mariano se publican selfies con velitas en redes sociales, se lanzan campañas de descuentos navideños y se inauguran alumbrados patrocinados por grandes marcas. La Virgen convive con el patrocinio, el pesebre con el centro comercial. Esto puede leerse como banalización, pero también como la capacidad del imaginario mariano para seguir habitando espacios nuevos sin desaparecer.
Y, finalmente, que estas fiestas funcionan como un recordatorio, tal vez discreto pero persistente, de la dimensión comunitaria de la Navidad. Antes que el frenesí del regalo, viene el gesto compartido: encender una vela en la puerta, colgar juntos las luces del árbol, salir a la procesión del barrio. Muchos latinoamericanos quizá no sabrían explicar en términos precisos el contenido del dogma de 1854, pero sí podrían contar —con brillo en los ojos— cómo cada año, en esos días de diciembre, la calle de su infancia se llenaba de luces y de vecinos.
La verdad es que, en un continente marcado por la desigualdad y la incertidumbre, no es poca cosa que una fecha religiosa de hace más de siglo y medio siga ofreciendo un lenguaje común para hablar de esperanza, de comienzos y de luz. Es por ello que, más allá de las discusiones teológicas, el 7 y 8 de diciembre continúan funcionando como lo que muchos sienten intuitivamente: la puerta simbólica que nos deja entrar, una vez más, en el clima afectivo de la Navidad.