¡¡¡Los criminales de los gobiernos de Morena!!! Elarsenal.net
Raúl Flores Martínez.
La frase de que el crimen organizado tiene aliados dentro del gobierno se repite desde hace décadas, casi como un lamento nacional. Pero lo que hoy vemos ya no es infiltración, sino presencia abierta.
No son favores desde la sombra ni policías a sueldo. Son funcionarios instalados en oficinas públicas, con nombramientos oficiales, que conviven con el poder político mientras construyen sus propias redes delictivas. Y eso, sinceramente, debería quitarnos el sueño.
Ahí está el caso de Hernán Bermúdez Requena. En 2019 fue presentado con aplausos como Secretario de Seguridad Pública de Tabasco, designado por Adán Augusto López Hernández. Años después, ese mismo funcionario terminó detenido y es señalado por autoridades como líder del grupo “La Barradora”.
El contraste es brutal. Un hombre con mando policial, encargado de proteger a una población entera, terminó acusado de dirigir una estructura criminal. Es un golpe que exhibe algo incómodo: el crimen no toca la puerta del gobierno, entra por la alfombra roja.
Otro episodio, igual de preocupante, surgió en el Estado de México. Christian Jesús N, sexto regidor del municipio de Chalco, Estado de México, conocido como el “Gimmy”, fue detenido en el marco de la Operación Caudal.
La Fiscalía mexiquense lo identifica como figura relevante del llamado “Sindicato 22 de octubre”, grupo ligado, según la investigación, a delitos relacionados con la extracción ilegal de agua. Un servidor público participando en una cadena delictiva que opera a plena luz del día en uno de los estados más vigilados del país. Esto no es infiltración, es complicidad institucional.
La pregunta cae sola, aunque moleste: ¿de quién debe cuidarse un ciudadano? Porque el relato oficial sigue repitiendo que las autoridades combaten al crimen, mientras la realidad muestra que algunos de sus integrantes se organizan con él.
Y no se trata de excepciones aisladas. Son señales constantes. Casos que aparecen en estados distintos, con partidos distintos, bajo administraciones distintas. La tendencia es clara y, peor aún, normalizada.
El discurso político intenta tapar estas grietas, pero los hechos no se borran. Allí están las investigaciones, las detenciones, los expedientes que salen como piedras que el gobierno intenta patear sin éxito. Y mientras tanto, la línea que separa al poder público del poder criminal se vuelve tan delgada que casi desaparece.
Se supone que el Estado debe proteger a la ciudadanía, no asociarse con quienes la dañan. Sin embargo, seguimos descubriendo funcionarios que operan para intereses paralelos.
¿Cuántos casos más harán falta para que aceptemos que el problema no está sólo afuera, en la calle o en la sierra, sino dentro de los gobiernos, en escritorios con sellos oficiales y sueldos públicos?
El crimen organizado encontró en la política un terreno fértil. Y nosotros, los ciudadanos, seguimos siendo el último eslabón, los que pagan los platos rotos de un sistema que tolera, encubre o se hace el ciego. El país no puede seguir actuando como si esto fuera normal. Porque lo verdaderamente peligroso no es que existan criminales, sino que existan criminales con credencial de funcionario.
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