Cerrajero sin ganzúa (cuento) / III Partidero.com

Cerrajero sin ganzúa (cuento) / III

Mel Toro

Tercera parte:

Entramos a El Chante. El pueblo parece siempre estar muy solitario, porque no camina nadie por sus calles. En el jardín vimos un puesto de refrescos y el cerrajero le pidió al chofer que le comprara una gaseosa, como para calmar los nervios. Ya bebida la infusión, nos dirigimos a la finca de la novia por raptar. Estaba todo escueto. No se oía la voz de una sola alma a la redonda.

_ Órale, muchachos. Parece que no va a haber peligro. Aquí está el carro y como que a nadie le importa nuestra presencia.

Ricardito me pidió que le ayudara a salir, para realizar su tarea. Le notaba un ligero temblor en las manos. Tras haberlo acercado a la unidad, le acerqué también el cajón de las herramientas. Los dos fuereños, de común acuerdo, nos dejaron solos en la chambita y se fueron a parapetar como guardias, uno en cada esquina.

El cerrajerito era muy perspicaz. A la hora de sacar sus tornos y fierros, se dio cuenta de que no traía la ganzúa tan necesaria para estos jales. Pero no se arredró. Con un alambre delgadito pudo introducir la guía hacia el tapón, con el que se aseguran las puertas. La llegó y logró hacerlo saltar. Le abrí la puerta, se metió y se sentó en el sitio del chofer.

Ensayó a encender el carro. La dificultad no estaba salvada. Ciertamente estaban pegadas las llaves en el enchufe, pero no accionaba el encendido. Con la habilidad ganada por la práctica, pudo extraer la chapa del enchufe. Le dio unos tallones y ajustes. Volvió a instalar todos los aditamentos en el cerrojo. Ensayó de nuevo a encenderlo y, tras dos o tres intentos, la máquina respondió.

La parte de la tarea que le tocó al cerrajerito estaba concluida con satisfacción. Me había pedido que abriera el cofre, para revisar el motor. No hubo necesidad de nada más. A su orden, cerré el cofre del auto y volví al lado de Ricardito, para ayudarle a recoger la herramienta y poder retirarnos del lugar, antes de que se presentaran imprevistos inesperados o de mal fario.

El galán sinaloense no se movía de la esquina. Miraba con atención lo mismo que su automóvil estaba listo para arrancar, como la casona, de donde se suponía que saldría la muchacha por raptar. Nada se movía en la casona. Al fin, después de un buen rato, salió una chica muy bonita, veinteañera, con un tambache de ropa en la mano. Se vino directita al carro. Los dos hombres corrieron a su encuentro, abandonando la guardia.

La chica no hizo aspavientos ni ruidos. Cuando llegó al carro, su galán ya le esperaba y le abrió la puerta. Se acomodaron ambos en el asiento delantero y se dispusieron a emprender el viaje. El guarura hizo lo propio. Trepó a la unidad en que habíamos venido. Le dio unos cuantos acelerones al carro ya reparado y también se dispuso a arrancar. De la casona salió una mujer mayor, no muy vieja.

_ Tuvieron suerte – le dijo a la pareja de enamorados -. Váyanse, antes de que aparezca tu papá. Ya ves, mija, que es de pocas pulgas. Luego me buscas y me hablas. Pero pélenle. No vaya a llegar.

La pareja le obedeció y arrancó calle abajo. El guarura, siempre silencioso, nos hizo una mueca de inteligencia. La entendimos como señal para que nos trepáramos a su carro. Le hicimos caso, pues no nos quedaba de otra. Ya trepados nosotros, al auto alcanzó al de su patrón. Salimos con toda la calma del lugar. Rodamos sin urgencia aparente rumbo a nuestro pueblo, a la cerrajería de donde nos habían recogido.

En el camino busqué la forma de hacer hablar al gañán. Quise saber bien de dónde venían. El para qué ya nos había quedado tanto a Ricardito como a mí completamente claro. Sin en auxilio de mi buen amigo, quién sabe cómo hubieran resuelto su dificultad.

_ Somos de Mochis – dijo el hombre, rompiendo su mutismo -. La muchacha, que llevamos, viene siendo hermana de la esposa del jefe. No quieran saber más. Ella está de acuerdo. Hasta la mamá, ya vieron. Pero el cabrón es el suegro. Como que no le parecía que mi jefe le quitara una segunda hija. Ya se la quitamos.

Cuando llegamos al pueblo, el gañán nos condujo directitos a la cerrajería. Ayudé a Ricardito a salir de la unidad y lo llevé cargando hasta su equipal de costumbre, una vez que abrí el establecimiento para poner todas las cosas en su sitio. Llegó el novio.

_ Todo nos salió muy bien, muchachos. Devuélvanme las pistolas y los cargadores. Les felicito. Son muy buenos en su talacha. Y a usted, muchachito – le dijo al Caldito, mirándole fijamente a los ojos – no le voy a dar los doscientos pesos que me pidió. Aquí tiene ochocientos, porque ya veo que andando con usted nos sonrió la diosa fortuna. Les agradezco todo y espero que me disculpen haberlos metido en mis tranzas, sin deberla ni temerla. ¡Nos vemos!

Se subió al auto, seguido de su guarura. Enfilaron con rumbo al poniente, para coger la salida a Guadalajara. Yo volví la vista a la ventanilla del auto, tan sólo por la curiosidad de mirar a la chica raptada y si valía la pena haber corrido semejante peligro. Una sonrisa de muchacha coqueta fue el obsequio de su despedida. Agité mi mano derecha y les deseé buen viaje. Se lo merecían.

Fin

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