DOMINGA.
– La tercera vez que Bogart mató a un hombre se dio cuenta de que eshomosexual.
Cuando baja la mirada –lo que hace cuando quiere concentrarse– trae al presente esa tarde.
Su víctima estaba acompañado por su hijo, quien lo esperaba pacientemente en el asiento del copiloto frente a un banco en Naucalpan: el cabello castaño sujetado por una gorra deportiva, unos ojos grandes y tiernos que miraban por la ventana y un pecho atlético bajo un jersey azul.
Bogart disparó dos veces con su Glock 9 milímetros contra el padre.
Antes de huir en motocicleta, recuerda, escuchó el alarido del chico de unos 20 años que veía su mundo desplomarse.
En los días siguientes, el sicario no soñó al muerto, como todos en el cártel le dijeron que pasaría, sino con el rostro del hijo, su cabello, ojos y pecho.
Hasta que entendió el origen de su obsesión: aquel chico se convirtió ese día en su amor platónico.
Conocí a Bogart en una iglesia cristiana en la colonia Portales.
Antes, supe de su hermano mayor, Erick, a través de una organización que trabaja con “niños sicarios” en el exilio del crimen.
“¿Qué es lo que más te gusta de un hombre?”, le pregunto a Bogart y él vuelve a bajar la mirada.
“¿Físicamente? Me gustan como ese chavo, así flaco, bonito, fresón.
Y ya en otro plan, pues que sea protector, tierno, cariñoso… todo lo que yo no soy”.
Él se autodescribe violento, cabrón y maleado.
Son las secuelas de trabajar entre los 12 y los 22 años, para una organización criminal en el Estado de México que se separó del clan de los Beltrán Leyva y que recluta a adolescentes como él, ahorcados desde niños por la pobreza.
Otras palabras que lo retratan son: un homosexual criado en el seno del crimen organizado mexicano.
Exsicario y gay.
“No ‘era’ sicario, lo sigo siendo”, me interrumpe cada vez que hablo de su ‘oficio’ en pasado, porque una vez que eres asesino a sueldo, dice, siempre lo serás, como los alcohólicos.
Sólo estás en pausa y resistiendo un día a la vez el impulso de volver a excitarte con la sangre.
A sus 28 años, su vida está dividida en dos grandes momentos: el día en que decidió parar su racha homicida y el día en que salió del clóset con su hermano mayor y le dijo que amaba a los hombres.
El primer capo abiertamente homosexual del narcoLa relación entre el crimen organizado y la diversidad sexual poco a poco ha salido del clóset.
El nuevo milenio comenzó y en el año 2000, la película Traffic –que aborda el fracaso de la guerra contra las drogas entre México y Estados Unidos– eligió como uno de sus personajes principales al policía Javier Rodríguez (interpretado por Benicio del Toro), quien para atrapar a un importante pistolero delCártel de Tijuana debe seducirlo en un bar gay.
Ese mismo año se estrenó La Virgen de los sicarios, una adaptación al cine del libro homónimo escrito por el colombiano Fernando Vallejo, quien cuenta la vida de un escritor homosexual que se enamora de varios adolescentes asesinos en Medellín.
En esa ciudad colombiana el capo Pablo Escobar aprendió a eludir los intentos de asesinato de su rival Hélmer Francisco Herrera, quien llegó a ser el tercero al mando en el Cártel de Cali.
Además de ser conocido por su sadismo y fortuna, “Pancho Herrera” se ha vuelto un referente en la cultura popular por ser el único capo de su época en ser abiertamente homosexual.
Tras años de ser ignorado como un personaje central en el narcotráfico, su vida ya aparece en series como Pablo Escobar: El Patrón del Mal, El Cártel de los Sapos y Narcos: México, entre otras, donde se le respeta ‘a pesar’ de su orientación sexual.
En México, no hay casos de capos famosos fuera del clóset, le digo a Bogart, y él se encoge de hombros.
“No es [que] no haya gays en el negocio, es que nadie lo dice.
Si te quemas tú sólo, ya no puedes crecer”, me dice y es inevitable pensar que ese techo de cristal también es inquebrantable en empresas ilegales.
Acaso, el caso más célebre se reduce a un rumor: la historia de Antonio Olalde, alias Broly Banderas, a quien entre 2013 y 2014 le llamaban “el sicario más famoso de las redes sociales” por sus transmisiones por Facebook y posteos sobre su vida como pistolero para Los Caballeros Templarios.
El subordinado de Servando Gómez, La Tuta, subía en su perfil fotografías con armas, autos de lujo, su afición a la caricatura Dragon Ball y poses cariñosas tanto con mujeres y hombres.
Los rumores sobre su orientación sexual se dispararon cuando en los chats en vivo evitaba responder a las preguntas sobre su supuesta bisexualidad.
Sus rivales, Los Zetas, iniciaron una campaña de “desprestigio” con una lista de sus supuestos novios dentro de la organización, mientras que sus seguidores lo defendían argumentando que sólo era vanidoso y le gustaba la atención de quien viniera.
Sus amores pasaron de misterio a mito tras su desaparición en marzo de 2014.
“La homofobia y la misoginia son componentes ideológicos imprescindibles del dispositivo sexo-genérico que es esta modalidad de crimen organizado denominada narcotráfico.
Estas ideologías están presentes en toda la sociedad: el Estado, la Iglesia, la familia y las fuerzas armadas que combaten a los grupos criminales”, escribieron en 2016 los investigadores Guillermo Núñez y Claudia Esthela Espinoza para El Colegio de México.
Y cuando leo ese párrafo a Bogart, él ahora hace una cara de disgusto.
“Es que sí… vale madres… no puedo ser gay tampoco en el ejército ni en la policía ni en el futbol ni en la iglesia, ¿entonces para dónde me hago?”, responde con fastidio.
Niños sicarios o "adolescentes en conflicto con la ley"Bogart y Erick fueron reclutados por el crimen organizado que a 19 años de la “guerra contra el narco” sigue un manual que se ha vuelto predecible: su padre los había abandonado desde pequeños y su madre tenía dos trabajos –cajera de supermercado y vendedora de ropa de segunda mano– para solventar los gastos de la casa.
Crecieron en la calle y ahí los adoptó un jefe de plaza que buscaba adolescentes para que transportaran droga en sus mochilas.
Es la historia de siempre: pasaron de mulas a halcones, luego a vendedores de droga y terminaron como sicarios.
Como pistoleros tenían más dinero que todos los padres de sus amigos juntos, pero también episodios de ansiedad que los sumieron en la adicción al alcohol.
Un día los tirotearon juntos cerca del centro comercial Mundo E y salvaron la vida sólo porque al sicario rival se le encasquilló el arma en el momento preciso.
Ambos lo tomaron como una señal divina para detener su conteo de asesinatos: Erick llevaba seis homicidios en su lista; Bogart, cinco.
Después de ahogar el susto con vodka y refresco de cola, huyeron esa noche hacia la Ciudad de México.
Primero me presentaron a Erick en la organización civil Reinserta, que trabaja con una población que la gente conoce como “niños sicarios” y que la burocracia llama pomposamente “adolescentes en conflicto con la ley”.
Hasta ahí había llegado por recomendación de un pastor de la Iglesia Cristiana Interdenominacional.
Luego Erick me presentó a Bogart, pero era obvio que no quería hablar con alguien.
Sentado en un rincón de la iglesia, con los audífonos puestos y la mirada hacia abajo, estaba inmerso en un mundo propio que no extendía invitaciones.
“Me acostumbré a no hablar con nadie desde que me di cuenta que soy gay.
Me daba miedo decir algo y que me descubrieran.
O moverme de cierto modo y que se dieran cuenta.
Desde niño me decían ‘maricón’, ‘joto’, cosas así, y yo más ganas le metía a hacer maldades para que vieran que no.
Y, pues, ese día en la iglesia peor… se parece mucho a ‘la empresa’ (el cártel) porque en los dos lugares te expulsan si eres gay”, cuenta.
Dos años después de nuestro encuentro, Bogart me buscó.
Su hermano mayor le contó de un documental sobre sicariato al que lo habían invitado y en la conversación se coló que yo también soy homosexual, además de futbolero e interesado en el crimen organizado.
“Te busqué porque no tenía con quien hablar”, recuerda de aquel mensaje que me envió en secreto.
“Soy el único gay de mi círculo social”.
El día que nos reencontramos, Bogart purgó sus miedos.
No fue una entrevista, sino una confesión: desde niño intuía que le gustaban los chicos, pero lo ocultaba tras una cortina de falsa admiración a sus amigos.
Luego, aprendió que el único momento en que podía demostrar afecto a otro hombre era el de una borrachera, así que comenzó a beber vodka con la sed de un náufrago.
Y también a replicar los mismos chistes y comentarios homofóbicos que contaban los demás miembros del cártel, aunque se sintieran como un balazo en el pecho.
Mantuvo en secreto el amor platónico que sintió por el hijo de su tercer asesinado –un abogado que incumplió la promesa de excarcelar al hermano del jefe de plaza– y cuando aceptó calladamente su homosexualidad comenzó a pasearse por cines porno para tener sexo con otros hombres en las penumbras.
Sus reglas eran simples: no caricias, no besos y no intercambiar ningún dato personal.
“Coger y ya”, resume.
“Al principio estaba chido.
Me daba una adrenalina como la de matar, pero después se volvió bien solitario.
Salía hecho una basura de esos lugares.
Y empecé a ver series en Netflix de morritos que se enamoraban a los 12 años, que tenían sus noviecitos, que se iban de viaje juntos, vivían juntos, y pensé que quería eso para mi vida… y la única forma era salir del clóset”.
Así que un día de 2022, Bogart fue al supermercado, compró vodka, refresco de cola, unos cigarros y esperó a que dieran las seis de la tarde.
Erick apareció puntual en la sala del departamento que comparten en una ubicación que no puedo revelar.
Y antes de que la conversación divagara hacia el clima o el tráfico, Bogart le dio un trago enorme a su vaso y vomitó su secreto a la persona más importante de su vida.
“Carnal, soy gay”.
Nunca enamorarse de un sicarioUno de los episodios más célebres sobre la homosexualidad en la narcocultura es también, seguramente, mitad verdad y mitad mentira.
Un momento ahora imposible de corroborar, pero que aparece en algunos libros y varias series televisivas: una supuesta reunión en 2007 entre Joaquín El Chapo Guzmán y Heriberto Lazcano, El Lazca, quienes buscaban zanjar una enemistad a muerte y transformarla en una improbable alianza.
Al encontrarse, para intimidarlo, el líder del Cártel de Sinaloa se le habría plantado de frente al jefe de Los Zetas.
“Si fuera puto, ya te habría cogido”, supuestamente le soltó El Chapo y Lazcano, en vez de ofenderse, soltó una carcajada.
La anécdota retrata dos verdades: la admiración que sentía el sinaloense por los cuerpos atléticos de los soldados de élite y que, en contextos hipermasculinizados las relaciones sexuales entre hombres sólo son válidas si se llevan a cabo para ejercer dominio.
O, como lo dijo Oscar Wilde, todo en la vida trata de sexo, excepto el sexo.
Sexo es poder.
Esa frase le hace sentido a Bogart.
Lo noto en su mirada.
Cuando algo le interesa, agacha ligeramente la cabeza y se pierde en un laberinto de pensamientos.
Está hurgando cuántas veces otros integrantes de su organización criminal se enteraron que alguien era gay en el barrio, se burlaron, pero en secreto se citaban en algún motel y luego amenazaban a ese chico con matarlo, si contaba ese encuentro a alguien.
Ahora, a los casi 30, tiene claridad sobre sus encuentros fugaces en los cine porno: le gustaban porque sentía que salía victorioso de esas salas.
Le excitaba domar a hombres de mirada dura y a chicos del barrio que probablemente tenían novias.
Los lastimaba a propósito, los despreciaba al terminar.
Imitaba lo que aprendió en el crimen organizado: el sexo gay sólo sirve para aplastar, igual que en las cárceles o en las academias militares.
“A la banda le gusta decir que se cogieron a un sicario”, dice Bogart.
“Pero no enamorarse de uno”.
En la serie de Netflix El Chapo el ambicioso secretario de Gobernación, Conrado Sol (Humberto Busto), una especie de Genaro García Luna que crece políticamente pactando con el Cártel de Sinaloa, asesina a su novio para garantizar que el secreto de su homosexualidad no salga a la luz y le impida ser presidente de México.
La escena recuerda que a los homosexuales en el narcotráfico se les impone un doble pacto de silencio: deben callar sobre los amantes y sobre las operaciones de la organización criminal.
Hablar de más siempre puede llevarte a la tumba; es especialmente riesgoso poner en duda la heterosexualidad de un compañero, o sacarlo del clóset, ya que es tanto como cuestionar su autoridad y matarlo socialmente.
Y en las mafias, la muerte con muerte se paga.
“Yo aprendí a callar todo el tiempo.
En este negocio, de por sí, hay que aprender a cerrar la boca y siendo yo, pues más.
Una vez a una morra trans se le salió en una fiesta decir que se besó con un güey y el tipo la mandó matar.
Yo no sé si alcanzó a huir o sí la mataron, pero me dijeron que la estética sigue cerrada con todas las cosas adentro”.
“En mi mundo ser gay se corrige, no se acepta”“Yo ya tenía lista mi maleta y la dirección de un hotel donde puedes quedarte a vivir un rato.
Estaba seguro que mi carnal me iba a correr de la casa, porque el güey ahora es bien cristiano”, cuenta Bogart.
“Y que se para, me abraza y me dice ‘ya sabía’”.
Esas dos palabras cambiaron para siempre a Bogart.
En cuanto las escuchó, lloró como un niño, como hace años que no lo hacía.
También Erick.
La noche fue larga e inolvidable: pasaron del llanto a las risas recordando episodios de la infancia y confesándose amores platónicos.
“Pensé que me iba a mandar a la iglesia con el padre, a un anexo o me iba a sacar de la casa.
En mi mundo, ser gay se corrige, no se acepta.
Te lo quitan a madrazos.
A las lesbianas, por ejemplo, los batos las violan ‘para ver si se les quita’ y eso es normal, se ve bien, es como un favor”, dice sobre esas agresiones que los especialistas llaman “violaciones correctivas”, un crimen de odio para “curar” a las mujeres de su orientación sexual.
Con su salida del clóset, cuenta, la vida se volvió liviana.
O, al menos, tanto como puede ser para alguien que tiene cinco asesinatos a cuestas.
Por eso, Bogart no tiene aplicaciones de citas.
Le da terror que alguien lo reconozca y llame a la policía.
A veces, sueña que se encuentra a su amor platónico, aquel chico que dejó huérfano, y él lo reconoce y lo llevan a prisión, donde deberá volver a ocultar su homosexualidad.
Así que prefiere pasearse por bares gays con un nombre inventado y encontrar ahí alguien con quien pasar la tarde y la noche.
No es difícil para él ligar: su cuerpo delgado y marcado por las barras del parque atrae miradas, especialmente cuando usa playeras entalladas.
Cuando tiene la atención de un chico, le sonríe con una coquetería que parece experta y le habla de todo eso de lo que no podía hablar de adolescente: desde música pop hasta películas románticas donde la noche se convierte en una boda y un “felices para siempre”.
Ahora, dice, ya besa a sus ligues.
Incluso, a algunos les ha dicho “amor”.
Es su forma de reconciliarse consigo mismo, tras años de ocultarse.
Una manera de reivindicar que, bajo toda esa furia de adolescente sicario, había un chico tierno que sólo necesitaba las condiciones correctas para aflorar.
“Siento que cuando los acaricio, no sé, como que se borra todo eso malo que soy”, me dice y se echa a reír “por su cursilería”.
Si eres gay dentro del crimen organizado, no hay rendición posibleEl 24 de marzo de 1962, el boxeador de peso wélter Emile Griffith ganó una de las peores peleas en su vida: en su tercer encuentro contra el pugilista cubano Benny Paret, durante el doceavo round le propinó 29 golpes seguidos a su contrincante.
Ante la embestida, el referí interrumpió la pelea y declaró ganador a Griffith por nocaut técnico.
Los médicos revisaban a un desvanecido Paret, quien moriría diez días después en un hospital en Nueva York por una hemorragia cerebral.
Cuando los medios indagaron sobre la furia del nortamericano encontraron que, minutos antes de subir al ring, Paret lo había llamado “maricón”.
Años más tarde, Griffith salió el clóset con una frase que se volvió referente para exhibir la ruptura de la brújula moral de la sociedad: “Mato a un hombre y la mayoría lo entiende y me perdona.
Sin embargo, amo a un hombre y esa misma gente lo considera un pecado imperdonable”.
Una reflexión similar aparece en el documental Imperdonable, producido por el medio salvadoreño El Faro, que narra la vida en prisión de Geovany, un brutal sicario de la pandilla Barrio 18, que mientras exterminaba hombres fue admirado y respetado por sus homies, pero cuando se enamoró de otro pandillero debió ser aislado con su pareja para que los otros pandilleros e internos no los asesinaran por su orientación sexual.
“Yo pienso que matar a una persona, sí, es malo, pero no es tan difícil.
Pero amar a otro hombre es algo fuera de lo natural”, dice Giovanny en la película y le pregunto a Bogart si él cree que su orientación sexual es “natural” o si la percibe como un defecto congénito, como le han hecho creer en su organización criminal.
“¿La verdad? Ya no sé.
Desde morrito me lo dicen: que está mal, que no es natural, que se me va a quitar haciéndome más cabrón.
Y ya hice muchas chingaderas, incluyendo matar gente, y no se me quita, ¿qué más hago? ¿Suelto una bomba? Lo que más me enoja es que digan que es pecado, porque me lo dice gente que no tiene de otra más que irse al infierno y se hacen los santos”, suelta.
La representación en medios poco importa, asegura.
Si eres gay y estás dentro del crimen organizado, el mundo te dice que no hay rendición posible.
Pecado doble.
Ninguna escalera al cielo; todas las serpientes llevan al averno.
Por ejemplo, en la película El Infierno, dirigida por Luis Estrada, el único personaje gay es el hijo del jefe del cártel y termina asesinado durante una orgía.
Y en la polémica cinta Emilia Pérez, de Jacques Audiard, la protagonista es Emilia Pérez (Karla Sofía Gascón), una mujer trans cuya identidad antes de una cirugía de afirmación de género era la de Juan Manitas del Monte, un sanguinario líder de un cártel de las drogas.
A pesar de su conversión en activista, Emilia Pérez muere en un vehículo que explota en un despeñadero.
Historias similares hay en series o películas con temática de crimen organizado que incluyen personajes de la diversidad sexual.
En la serie dramática de HBO The Wire, uno de los personajes más queridos, ‘Omar Little’ (Michael K.
Williams), es asesinado por un niño, a pesar de que ya se había retirado del crimen organizado para vivir con su novio Renaldo en Puerto Rico.
Y en Ozark, de Netflix, el rudo Russ Langmore vive con vergüenza su amor por un agente del FBI e, incluso, se convierte en su informante para enderezar su vida… sólo para ser asesinado por una persona de toda su confianza.
Y así sucede desde antes y hasta ahora.
Desde el final trágico de "Manuela" en El lugar sin límites, de Arturo Ripstein hasta las nuevas series, no hay escapatoria.
“La gente ha de pensar de que, si soy malandro, pues todo el tiempo ando de maldoso, pero pienso que me gustaría tener un novio, una familia, una casa, cosas así.
Ya sé que yo mismo elegí estar de cábula y que por eso la felicidad no debería ser para mi”, dice Bogart.
“Pero quiero intentarlo, sería muy bonito enamorarse y matar mi pasado”.
Entonces, baja la mirada y se fija en sus zapatos.
Escondida debajo de los calcetines está una pulsera con los colores del arcoíris.
La promesa hecha a sí mismo de que un día ganará el amor presente a la oscuridad de su vida pasada como sicario.
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