En marzo de este año, tres trabajadoras de una guardería en Forsyth, Georgia, fueron arrestadas tras descubrirse que habían administrado Benadryl —un antihistamínico de venta libre con efecto sedante— a niños pequeños para que se durmieran durante la siesta. Lo hacían sin indicación médica. El objetivo era simple y brutal: que no molesten.
Este no es un hecho aislado. También lo vemos en los consultorios, relatado incluso por madres y padres como una práctica normal. Casos donde, muchas veces desbordados o mal aconsejados, han llegado a administrar benzodiacepinas disueltas en mamaderas, o jarabes con efecto sedante para que sus hijos duerman. Estas prácticas no solo son peligrosas: son constitutivamente una forma de maltrato infantil. No hay justificación posible para medicar a un niño con el fin de apagar su vitalidad. Hacerlo sin indicación médica y con el objetivo de evitar el llanto o el movimiento, es un delito. Y, sin embargo, sucede.
La práctica tiene nombre: sumisión química. Y aunque solemos asociarla, especialmente luego del caso Pelicot, a la violencia sexual o a contextos extremos, su banalización cotidiana debería alarmarnos. Porque revela una verdad difícil de asumir: vivimos en una sociedad que no tolera a la infancia cuando interrumpe, cuando grita, cuando llora. Incluso el arte, en esa vieja canción, ya lo denunciaba: “niño, deja ya de joder con la pelota, niño, que eso no se hace, eso no se dice, eso no se toca...”, cantaba Joan Manuel Serrat, apuntando con precisión al deseo adulto de una infancia dócil, silenciada.
Es cierto que se ha avanzado en la visibilización de los derechos de la infancia: hay más espacios de crianza compartida, mayor circulación de contenidos pedagógicos y una creciente conciencia sobre la necesidad de tratar a los niños como sujetos de derecho.
Pero estos avances conviven con una cultura que, en paralelo, insiste en que todo lo que da trabajo, incomoda o demanda sacrificio, debe ser minimizado, silenciado o controlado. Y allí, nuevamente, los niños quedan atrapados.
No es suficiente frente a lo que circula en foros como Reddit o ciertos espacios virtuales donde se expresa abiertamente un desprecio hacia la infancia. Una se pregunta si esa narrativa —que promueve un mundo sin interrupciones, sin gritos, sin demandas— no alimenta también otras formas más sutiles, pero igualmente crueles, de violencia hacia los niños. Lo nuevo no es el rechazo, porque siempre hubo formas de silenciar a la infancia. Lo nuevo es este deseo sistemático de no verlos, de eliminarlos simbólicamente del paisaje social, de vivir como si no existieran.
La historia tiene raíces largas. En la Inglaterra victoriana, un jarabe conocido como Godfrey’s Cordial —mezcla de opio y alcohol— se vendía libremente para “calmar” a los bebés de familias trabajadoras. Pero no estaba solo: el cordial de Godfrey (también llamado Amigo de la Madre) y el carminativo de Dalby —una mezcla de opio y alcohol utilizada especialmente para calmar cólicos e irritabilidad infantil— se encontraban entre los medicamentos patentados más utilizados para bebés y niños tanto en Inglaterra como en Estados Unidos durante finales del siglo XVIII y principios del XIX. Se administraban, casi siempre sin consejo médico, para síntomas que iban desde la irritabilidad hasta la diarrea sanguinolenta.
A pesar de sus nombres inofensivos, eran preparados siniestros: el Cordial de Godfrey contenía un gramo de opio por cada 60 mililitros; el carminativo de Dalby, un cuarto de gramo en la misma cantidad. Thomas Sydenham, uno de los padres de la medicina moderna, llamó al opio donum Dei —regalo de Dios—.
Pero esa exaltación sin advertencias condujo a una arrogancia letal: muchos bebés murieron por envenenamiento con opio a principios del siglo XIX, generalmente como resultado de su uso subrepticio por parte de las enfermeras para mantenerlos en un estado de sueño profundo y, por lo tanto, no interrumpieran su descanso.
A estos preparados se sumaban otros medicamentos infantiles a base de opio ampliamente usados en el siglo XIX: el conservante Royal Infants de Atkinson, los polvos de Steedman, el jarabe calmante de Mrs. Winslow, el paregórico de Stickney y Poor. Todos tenían un mismo fin: garantizar que los niños no perturbaran.
La novelista Charlotte Yonge retrató esta práctica en Daisy Chain (1856), donde el bebé de Flora Rivers muere tras ser medicado con cordial de Godfrey por una niñera. El Dr. May, al observar los síntomas de la niña, dice: “Este es el efecto del opio”, y señala el frasco que la enfermera, sollozando, intenta minimizar.
La escena no solo retrata la tragedia doméstica, sino que denuncia una práctica extendida y fatal en su tiempo. La literatura de la época lo dijo sin eufemismos: dormían a los niños para que no molesten. Para que dejen de llorar. Para que no interfieran en la comodidad adulta.
Han pasado dos siglos y cambiaron las sustancias, pero no la lógica. Pareciera que se siguen prefiriendo niños quietos, dóciles, dormidos. Que no interfieran en la productividad, que no interrumpan el descanso adulto, que no demanden demasiado.
Pero hay algo aún más oscuro en esta práctica: el uso creciente de la sumisión química en contextos de violencia sexual infantil. A medida que se ha avanzado en el reconocimiento y la escucha de las víctimas, muchos pederastas comenzaron a utilizar fármacos para anular el recuerdo, borrar huellas. Para que no puedan recordar.
Un estudio forense realizado en la provincia de Alicante, España, analizó 256 casos de violencia sexual en menores y halló que en el 6,7% existía sospecha de sumisión química, siendo más frecuente en adolescentes.
Incluso se documentaron casos en los que se administraron benzodiacepinas a niños de 10 y 11 años para abusar de ellos repetidamente. Este dato, aunque limitado, muestra una tendencia creciente que debe alarmar: la química como medio para facilitar el abuso y borrar la memoria del crimen.
Esta forma de violencia no solo vulnera el cuerpo, también busca desactivar la memoria, el relato, la posibilidad de justicia. Se trata de un control absoluto sobre la subjetividad infantil, donde la química no solo silencia: intenta borrar el crimen mismo.
La medicalización temprana de la infancia tiene consecuencias psíquicas cuando no responde a una necesidad clínica genuina, sino a la comodidad o exigencia adulta.
Aunque faltan aún estudios sistemáticos sobre los efectos de la sumisión química en niños, investigaciones en adolescentes han documentado síntomas como confusión, desinhibición, conductas regresivas, pérdida de conciencia durante el episodio, lagunas de memoria, vergüenza, irritabilidad, y miedo persistente.
El uso indebido de sedantes puede afectar el desarrollo emocional, interferir con la capacidad de registro del malestar y dificultar la construcción de vínculos de confianza. El mensaje que reciben muchos niños no es solo que molestan, sino que deben apagar su cuerpo para ser aceptados.
Recuerdo a una madre que sentaba a sus hijos sobre la mesada de la cocina para darles de comer. Les ofrecía una cucharada por turno, sosteniendo un repasador por debajo para que no ensuciaran. Había algo en ese gesto algo tan cruel, deshumanizado y patológico, que uno podía leer en esa escena las secuelas.
Hay una narrativa social cada vez más extendida que presenta a los niños como una molestia, como un obstáculo para la satisfacción inmediata, la realización personal y el culto al bienestar sin interrupciones. En estos tiempos donde todo lo que implica esfuerzo o sacrificio por otro parece vivirse como una pérdida, los niños y niñas, con sus demandas, su presencia vital, su necesidad de cuidado— se vuelven irritantes para una sociedad que no los quiere ver ni oír.
Esta lógica no circula solo en los hogares o instituciones de cuidado: también se expresa en foros y redes sociales, donde proliferan discursos de odio hacia la infancia. Comentarios que van desde el fastidio por ver niños en espacios públicos hasta comunidades virtuales donde se celebra abiertamente no tener que lidiar con el ruido, el desorden o las demandas de los niños.
Incluso en foros como “childhaters” en Reddit pueden leerse frases como “I hate seeing, hearing, or even smelling kids. They are gross” (Odio ver, oír o incluso oler niños. Me dan asco), o “I just want them FAR away from me” (Quiero tenerlos bien lejos). Aunque no conforman aún una manosfera estructurada —una red de espacios digitales que expresan hostilidad organizada hacia un grupo específico, como ocurre con las mujeres en la manosfera tradicional—, o tal vez sí y no queremos verlo.
Quizás estemos en los albores de una infantosfera, un entramado incipiente pero cada vez más visible de rechazo hacia los niños, con los mismos mecanismos: ridiculización, deshumanización, y deseo de expulsión simbólica del espacio social. Estas voces digitales refuerzan una narrativa en la que la sola existencia de los niños es vivida como una amenaza al confort adulto. Frases como “odio verlos y oírlos”, “me arruinan la paz” o “me dan asco los niños” no son casos aislados, sino expresiones sintomáticas de una época que desprecia todo lo que no es útil, rentable o controlable. Y nada es más libre, más imprevisible y más demandante que un niño.
Porque esa incomodidad con la vitalidad infantil, ese deseo de que se callen, de que no lloren, de que no irrumpan ni desorganicen adopta muchas formas. Algunas son químicas y otras simbólicas. Pero todas comparten un mismo impulso: que los niños existan, pero no como niños. Que se comporten como adultos pequeños. Como si su presencia solo pudiera tolerarse si se adapta a la lógica adulta del orden, el silencio y la eficiencia.
Es una inversión perversa de los roles: adultos que exigen a los niños lo que ellos mismos no practican —esperar, sostener, renunciar al placer inmediato—, mientras se permiten el capricho de no ser interrumpidos. Se infantiliza la adultez y se adultiza a la infancia. Y en ese doble gesto, se despoja a la infancia de su derecho.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
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