Después de cada elección presidencial, los periodistas se apresuran a escribir libros sobre la campaña que acaba de terminar: informan de las primarias y las convenciones, los votantes y las encuestas, las estrategias y las luchas internas.
Pero los libros sobre la contienda de 2024 también suscitan una nueva variación de la pregunta de Baker: ¿qué sabían los demócratas sobre el deterioro físico y mental de Joe Biden, y cuándo lo supieron? Y, si la apropiación histórica permite un corolario: una vez que lo supieron, ¿por qué no hablaron públicamente más de ello?La respuesta a la primera pregunta, una vez más, parece ser: bastante y casi desde el principio.
La respuesta a la segunda es más complicada e implica una mezcla de negación, partidismo, cálculo político y la peculiar ceguera que resulta de la tradición familiar y la mitología política.
El resultado es una categoría única de libro de campaña, sobre la contienda que fue hasta que de repente dejó de serlo, y sobre un partido político ansioso por encontrar un chivo expiatorio en la forma de un tal Joseph Robinette Biden Jr.
para sus problemas electorales.
Original Sin de Jake Tapper y Alex Thompson ya es el gran libro político del momento, incluso antes de su publicación oficial el 20 de mayo.
(Para un resumen, véase el subtítulo: “President Biden’s Decline, Its Cover-Up, and His Disastrous Choice to Run Again” o, en español, “El deterioro del presidente Biden, su encubrimiento y su desastrosa decisión de volver a postularse”).
Los autores describen un Partido Demócrata, un personal de la Casa Blanca y una campaña de Biden que, aunque eran conscientes en diversos grados de la debilidad, el olvido, la confusión y la incoherencia que aquejaban a Biden, guardaron en gran medida silencio al respecto, optando en su lugar por adaptarse y justificarlo.
Y describen a un presidente y a su círculo íntimo tan enamorados de la mitología de Biden —desafiante contra todo pronóstico, resistente ante la adversidad, el único capaz de derrotar a Donald Trump— que se prohibió cualquier escepticismo.
En una nota de los autores, Tapper y Thompson destacan las 200 fuentes del libro —muchos legisladores y personas de dentro de la campaña y el gobierno—, la mayoría de las cuales accedieron a hablar con ellos solo después de las elecciones.
“Algunos hablaron con nosotros lamentándose por no haber hecho más o por haber esperado tanto”, escriben Tapper y Thompson.
“Muchos estaban enfadados y se sentían profundamente traicionados, no solo por Biden, sino por su círculo íntimo de asesores, sus aliados y su familia”.
En los libros de campaña, la culpa, la culpabilización y la autoexculpación son impulsos habituales del bando perdedor.
Original Sin no da respuestas definitivas a cuándo empezó el empeoramiento de Biden, salvo para decir que las señales fueron frecuentes, abarcaron varios años y a menudo parecían empeorar en torno a periodos de agitación familiar.
Para algunos, todo empezó en serio en 2015, con el fallecimiento del hijo mayor del presidente.
“La muerte de Beau lo destrozó”, dice a los autores un alto asesor de la Casa Blanca.
“Murió una parte de él que nunca volvió tras la muerte de Beau”.
Los problemas legales posteriores que rodearon a Hunter, el hijo de Biden —sobre todo el fracaso de un acuerdo en 2023 por cargos fiscales y de posesión de armas— también supusieron un “punto de inflexión”, escriben Tapper y Thompson, citando a ayudantes de Biden, “en el que el presidente decayó repentina y abruptamente”.
Los momentos de deterioro de Biden abarcan grandes partes de Original Sin.
En 2019, durante una gira en autobús por Iowa, Biden tuvo problemas para recordar el nombre de Mike Donilon, un estratega de campaña y asesor de la Casa Blanca que había trabajado con él durante casi cuatro décadas.
En marzo de 2020, Biden olvidó las palabras de la Declaración de Independencia.
(“Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres y mujeres han sido creados por el, ya saben, ya saben cómo va”).
Un día, en la Casa Blanca en 2022, no pudo recordar los nombres de su asesor de seguridad nacional (Jake Sullivan, al que llamó Steve) y de su directora de comunicaciones (Kate Bedingfield, a la que llamó Press, “prensa” en español), que estaban de pie cerca de él.
Y en una recaudación de fondos en Hollywood en 2024, Biden no reconoció a George Clooney —uno de los rostros más famosos del planeta— y hubo que recordarle quién era.
Estos son solo algunos de los numerosos ejemplos de los que informan Tapper y Thompson, todo ello antes de la titubeante y confusa actuación de Biden en su debate con Trump del 27 de junio de 2024.
“Lo que el mundo vio en su único debate de 2024 no fue una anomalía”, escriben Tapper y Thompson.
“No fue un resfriado; no fue alguien poco preparado o demasiado preparado.
No fue alguien que estaba un poco cansado”.
Los autores señalan a un estrecho círculo de ayudantes de alto rango de Biden —Donilon y Steve Ricchetti, entre otros— por insistir en que el presidente estaba bien o en que su salud no era un problema grave.
Cuando Biden se postuló a las elecciones en 2019 y 2020, los asesores de alto rango trataron su edad “simplemente como una vulnerabilidad política, no como una limitación grave de sus capacidades”, escriben Tapper y Thompson.
Cuatro años después, se dijeron a sí mismos que incluso un Biden reducido sería mejor que un Trump reempaquetado.
“Biden, su familia y su equipo dejaron que su propio interés y el miedo a otro mandato de Trump justificaran el intento de poner a un anciano a veces confundido en el Despacho Oval durante cuatro años más”, escriben los autores.
Cualquiera que cuestionara o incluso preguntara sobre la competencia física o mental de Biden se enfrentaba a una intensa represión por parte de la Casa Blanca.
Cuando una reportera de un medio de comunicación nacional empezó a preguntar sobre los olvidos y la confusión del presidente, Ricchetti, que fue consejero de Biden, la llamó y le dijo que la historia era falsa, y que él lo sabía porque estaba en constantes reuniones con el presidente.
La reportera, a la que los autores no identifican, dedujo que si seguía con la historia la tacharían de mentirosa.
(“La amenaza tácita funcionó”, escriben Tapper y Thompson).
Y cuando David Axelrod, antiguo estratega de Barack Obama, planteó públicamente la edad de Biden como un lastre, recibió una airada llamada telefónica de Ron Klain, jefe de gabinete de Biden.
“¿Quién va a vencer a Trump? El presidente Biden es el único que lo ha hecho.
Más vale que tengas muchas certezas sobre otro candidato antes de decir que el presidente debe hacerse a un lado.
¡El futuro del país depende de ello!”.
Es una lógica retorcida —apegarse a un candidato defectuoso y deteriorado precisamente porque su victoria es esencial—, pero tenía sentido si uno asumía que los defectos del oponente de Biden, y no los del propio Biden, resultarían decisivos.
“Biden tenía la mentalidad de que lo que decía Trump era tan atroz y tan estúpido que si el pueblo estadounidense los veía uno al lado del otro se daría cuenta de que Trump no era el adecuado”, escriben Tapper y Thompson.
Lo que Biden y su equipo no parecían comprender era que la campaña se estaba convirtiendo en un referendo solo sobre Biden, y que dos cifras —el precio de los comestibles y la edad del candidato— iban ambas en la dirección equivocada.
Cuando el pueblo estadounidense consideró a los dos hombres uno al lado del otro, fue Biden quien parecía cada vez más incapaz de desempeñar el cargo.
Tapper y Thompson relatan las muchas formas en que la campaña de Biden y la Casa Blanca ocultaron el estado del presidente, incluso cuando las señales eran cada vez más claras.
Estas son algunas de las partes más convincentes de su historia, que muestran cómo los esfuerzos de ocultamiento no se planifican necesariamente; a veces simplemente suceden.
Por ejemplo, los redactores de discursos de la Casa Blanca empezaron a simplificar los textos que preparaban para el presidente.
“Todo se hizo más corto: los discursos, los párrafos, incluso las oraciones”, señalan Tapper y Thompson.
“El vocabulario se redujo”.
No se trataba de un mandato desde arriba; los redactores de discursos “también se estaban adaptando lentamente a las disminuidas capacidades de Biden”.
Biden empezó a depender más de teleapuntadores y tarjetas de notas incluso para reuniones sencillas.
Los miembros de su gabinete recuerdan reuniones “espantosas” e “incómodas” y “muy guionizadas”, incluso al principio de su mandato.
“Era como hablar con tu abuelo”, dijo un antiguo dirigente de un país europeo que vio a Biden en 2021.
Y durante un viaje con el presidente en 2022, un miembro del gabinete de Biden descartó la posibilidad de la reelección mientras charlaba con otro: “Es imposible.
Es demasiado viejo”.
La fuerza de Original Sin radica en su incesante recopilación de escenas internas —las admisiones, los arrepentimientos y las recriminaciones dentro de la Casa Blanca y la campaña— mientras el presidente seguía tambaleándose.
En Fight: Inside the Wildest Battle for the White House, publicado el mes pasado, Jonathan Allen y Amie Parnes ofrecen un énfasis complementario, yendo más allá de lo que ocurrió y centrándose en el porqué.
Para Allen y Parnes, que también son coautores de libros sobre las elecciones presidenciales de 2016 y 2020, los motivos de Biden para permanecer en la contienda tanto tiempo como lo hizo eran más bien egoístas.
Citan a Donilon hablando con un destacado demócrata: “Nadie abandona esto.
Nadie abandona la casa, el avión, el helicóptero”.
Los autores señalan a Jill Biden, quien en 2004 había disuadido a su marido de postularse, pero ahora le costaba trabajo dejarlo marchar.
“Después de ocho años como segunda dama y casi dos más como primera dama, todo lo que acompaña a los niveles más elitistas del poder de Washington se había apoderado de ella”, escriben Allen y Parnes.
A ojos de algunos demócratas, ocultar la verdad sobre un Biden disminuido se convirtió en una necesidad política de autorrealización.
Tras el debate Trump-Biden, algunos aliados de Biden empezaron a preguntarse no solo si este debía continuar en la contienda, sino también si era siquiera apto para seguir como presidente.
“Pero si los funcionarios demócratas hablaban de esto último públicamente, si dijeran a los votantes que el presidente en funciones no estaba en condiciones de dirigir el país, seguramente perderían cualquier oportunidad de ganar en noviembre, ya fuera Biden u otro demócrata el que encabezara la candidatura”, escriben Allen y Parnes.
Es más lógica retorcida —¡si admitimos que no podemos dirigir el país, no nos dejarán dirigirlo!— y muestra cómo los imperativos del partidismo pueden poner en peligro a una nación.
(Como muestra de lo arraigada que se ha vuelto la desconfianza hacia los demócratas en este tema, incluso el diagnóstico de cáncer de próstata en estadio IV de Biden, anunciado el domingo, ha suscitado preguntas sobre cuándo se enteró el presidente de su enfermedad).
En Original Sin, Donilon aparece como villano principal; en Fight es Jennifer O’Malley Dillon, que fue presidenta de la campaña de Biden (y más tarde de la campaña de Harris) y quien “enfureció” a los donantes demócratas tras el fatídico debate de Biden, escriben Allen y Parnes, esquivando las preguntas sobre la competencia mental del presidente y sobre las posibles alternativas en caso de que este se marchara.
Tras el debate, la familia Biden ofreció excusas contradictorias, argumentando que los asesores habían dejado al presidente “no preparado” para el acto, pero también que el problema de Biden era la “sobrepreparación”, que “su equipo le había llenado la cabeza con tantos datos, cifras y líneas guionizadas que no podía procesarlo todo en tiempo real”, escriben Allen y Parnes.
(Tapper y Thompson ofrecen una explicación más sencilla: Biden dormía muchas siestas durante los días que había apartado para preparar el debate).
A finales de la campaña, cuando el presidente se planteaba si seguir en la contienda, Donilon continuó diciéndole que las encuestas seguían siendo ajustadas, que Biden seguía siendo competitivo, incluso cuando las encuestadoras de la campaña no estaban de acuerdo.
Tapper y Thompson cuentan que varios demócratas, entre ellos Obama, el secretario de Estado Antony Blinken y el senador Chuck Schumer, estaban preocupados porque Biden no estaba recibiendo buena información de su campaña sobre la preocupación del público por su actuación.
Las encuestadoras se quejaron de que entregaban sus datos a Donilon, quien les daba su propio giro positivo cuando los compartía con Biden.
Cuando Schumer le dijo a Biden a mediados de julio que las propias encuestadoras del presidente creían que solo tenía un 5 por ciento de probabilidades de ganar, Biden respondió con una sola expresión.
“¿En serio?”.
Es uno de los momentos más condenatorios que he encontrado en estos libros: los demócratas no solo ocultaron a Biden de la opinión pública, sino que también le ocultaron a Biden la opinión pública.
Hubo un argumento final que los demócratas utilizaron para mantener a Biden en la contienda, un argumento extraño teniendo en cuenta a quién apoyaría Biden más tarde como su reemplazo.
Sus aliados sostenían que los demócratas tenían que arriesgarse con Biden, porque su segunda al mando, Kamala Harris, no estaba a la altura del cargo.
“Los asesores de Biden no confiaban plenamente en ella”, escriben Tapper y Thompson, considerándola demasiado cauta, reacia a asumir tareas políticamente difíciles y complicando en exceso las más sencillas.
(Según los autores, antes de una cena en Washington con periodistas y miembros de la alta sociedad, los ayudantes de Harris estaban tan preocupados que organizaron un simulacro de fiesta con miembros de su personal en el papel de los invitados).
Así que los aliados de Biden hablaron mal de Harris con donantes recelosos, y algunas personalidades del partido como Nancy Pelosi y Obama expresaron en silencio sus recelos hacia la vicepresidenta prefiriendo un proceso abierto para decidir quién sería el candidato presidencial.
Según Allen y Parnes, Obama imaginó emparejar a la gobernadora Gretchen Whitmer de Míchigan para la presidencia y al gobernador Wes Moore de Maryland para la vicepresidencia, “una combinación que seguiría permitiendo a los demócratas unirse en torno a una mujer y una persona de color”.
El perdurable resentimiento de Biden contra Obama —por preferir a Hillary Clinton en 2016, por no respaldarlo en las primarias de 2020— puede explicar en parte por qué Biden apoyó a Harris como su sustituta.
Sí, la unidad del partido en torno a una vicepresidenta negra fue un factor, pero la parte “más satisfactoria” de la elección de Biden fue que socavaría a su antiguo jefe, escriben Allen y Parnes.
“En ese momento, tienes muy pocas cosas que controlar, y esa es la única cosa sobre la que él tenía control, y eligió desafiar a Obama”, dijo a los autores una persona cercana a ambos hombres.
Sobre tales mezquindades se eligen las candidaturas y se trastoca la historia.
En su día, Biden se imaginó a sí mismo como un “puente” hacia una nueva generación de líderes demócratas.
Como dicen Allen y Parnes, “al final, Biden fue, de hecho, un puente: de un mandato de Trump al siguiente”.
Esta es una conjetura, implícita o explícita, que subyace en estos libros: que al esperar demasiado para abandonar la contienda, o simplemente al buscar un segundo mandato, Biden “entregó las elecciones directamente en manos de Trump”, como dicen Tapper y Thompson.
Pero si Biden hubiera abandonado antes el escenario, ¿habrían conservado necesariamente los demócratas la Casa Blanca? No es difícil imaginar que el partido se rompiera de algún modo en unas primarias rápidas.
Cualquier candidato demócrata podría haber sufrido mucho bajo el peso del historial de Biden en materia de inflación, fronteras y Afganistán.
Quizá las fuerzas contrarias a los demócratas de todo el mundo habrían vencido igualmente a los demócratas, independientemente de que Biden o Harris o Whitmer o Josh Shapiro o Pete Buttigieg o Gavin Newsom o Inserte Cualquier Demócrata de Fantasía Aquí hubieran sido los candidatos.
“Biden nos fastidió mucho como partido”, dice David Plouffe, quien dirigió la campaña presidencial de Obama en 2008 y asesoró la de Harris el año pasado, en Original Sin.
Puede ser.
Pero culpar a Biden de todo es demasiado simple —Trump hace prácticamente lo mismo con cualquier cosa que vaya mal en su segundo mandato— y libera al resto del partido con demasiada facilidad.
Durante demasiado tiempo, los demócratas se han identificado principalmente como el partido anti-Trump, pregonando aquello de lo que están en contra más que explicando aquello de lo que están a favor.
Las campañas de las primarias suelen ofrecer la oportunidad de celebrar debates políticos clave y de autodefinirse ideológicamente, pero los demócratas parecen poco dispuestos a llevar a cabo ese proceso.
En 2020, Biden apenas representó las nuevas ideas, la energía o el futuro de su partido; perdió estrepitosamente en Iowa, Nuevo Hampshire y Nevada antes de resucitar su campaña en Carolina del Sur.
Pero ganó la nominación porque los líderes del partido se unieron, desesperados, en torno a alguien que pensaban que podía vencer a Trump.
Era el tío Joe, fiable y conocido, y no un socialista cascarrabias de Vermont.
Cuatro años después, cuando Biden renunció a soñar con la reelección, su partido volvió a desaprovechar la oportunidad de aclarar cuál era su postura, limitándose a ceder el testigo a la mano tendida más cercana.
“Ella no había pasado los cuatro años anteriores ejercitándose, participando en entrevistas duras y enfrentándose a votantes que podrían inclinarse a ver con escepticismo a una elegante mujer de San Francisco”, escriben Tapper y Thompson sobre Harris.
“Nunca hizo el trabajo de borrar las posiciones de extrema izquierda que había adoptado para ganar la nominación en 2020”.
Como dicen Allen y Parnes, Harris carecía de “una causa central para su candidatura”.
En cambio, su campaña giró en torno a los riesgos que planteaba Trump: “No vamos a volver atrás”.
Los estadounidenses saben ahora lo que es volver a un gobierno de Trump, pero es menos evidente lo que piensan de su oposición demócrata.
La victoria de Biden en 2020 permitió a los demócratas ocultar sus diferencias, y su implosión en 2024 les permite hacerlo de nuevo.
Después de todo, es más fácil encontrar un chivo expiatorio que una identidad.
Pero la autodefinición es un reto crítico para un partido que debe ofrecer algo más que un ferviente anti-Trumpismo, por muy crucial que se sienta hoy la resistencia.
La pregunta vital a la que se enfrenta el partido de Biden no es sobre el expresidente.
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