Maestros somos … Heraldo de Aguascalientes

En los últimos años, he reflexionado con mayor frecuencia sobre el papel que desempeñan los maestros en la vida de sus alumnos. No sólo desde la perspectiva del aula, sino desde esa relación más profunda, más humana, que se construye en la cotidianidad escolar y que, con el tiempo, se convierte en memoria. La figura del maestro no se limita al transmisor de conocimientos, sino que se convierte en guía, referente moral y, muchas veces, en parte fundamental del relato que cada uno construye.

Hoy, desde mi experiencia como docente, reconozco con más claridad el valor de quienes, en distintas etapas de mi formación, me tendieron la mano, compartieron su sabiduría o creyeron en mí. Este texto trata de ser ese acto de gratitud y memoria.

Además, reconozco que la vida ha sido generosa conmigo. Una de las mayores oportunidades profesionales que he tenido —y que más me ha marcado— es ser profesor. Poder influir en la formación de jóvenes de preparatoria, universidad y posgrado no solo ha tocado profundamente mi corazón, sino que ha nutrido mi mente. Desde tener la experiencia de ser maestro rural, fundando dos planteles de Telebachillerato en la Sierra de Calvillo y en la zona rural de Aguascalientes, hasta llegar a dar clases en la máxima casa de estudios, mi alma máter, la Universidad Autónoma de Aguascalientes, he experimentado la enseñanza como una vocación que se transforma en privilegio. A ello se suma la responsabilidad —y el honor— de dar alguna clase en algún posgrado, a quienes hoy son grandes profesionales.

Pero también he sido formado por otros. A lo largo de mi camino académico, he tenido maestras y maestros que dejaron una huella indeleble en mí.

Recuerdo a la maestra Angélica, en la primaria Melquiades Moreno, que nos enseñaba con una ternura inagotable, colmando cada lección de afecto y, de vez en cuando, alcahueteando nuestras travesuras con una sonrisa cómplice. También tengo presente, con especial cariño, a la directora Esperanza Ramos, que siempre mostró una comprensión profunda y una generosidad sincera hacia nuestra situación familiar. Su apoyo a mi madre —muchas veces de formas que iban más allá de su función— dejó una huella de gratitud imborrable en nuestra historia.

En la Secundaria Técnica 20, a la maestra Marilú, quien impartía Ciencias Sociales con un estilo relajado, bromas espontáneas y una paciencia inusual. Fue ella quien nos hizo repetir tres veces la elección del jefe de grupo, enseñándonos con ello algo sobre democracia… y sobre su perseverancia. Cómo olvidar también a Juvenal, maestro de taller de electricidad, que sacrificaba sus fines de semana para llevarnos a campamentos donde teníamos contacto con la naturaleza y, sobre todo, relacionarnos con nuestros compañeros en un contexto distinto al del aula; y Félix, que su laboratorio era una especie de pulcro templo de la ciencia.

En la preparatoria, el contador Gilberto Ortega —fanático de los Beatles— nos abría una ventana al mundo profesional con sus anécdotas sabias y cargadas de humor. También estuvo Tere Malo, firme en el aula pero empática fuera de ella, o el maestro Tavárez, que a pesar de su edad tenía una nobleza como si fuera un alumno más. Y cómo no mencionar al profesor Basulto, de matemáticas, cuya fama de riguroso no le impidió darme una segunda —o quizá tercera— oportunidad.

Si algo lamento de mis años universitarios es no haber aprovechado más a mis maestros. Al realizar mis estudios de Ciencias Políticas y Administración Pública en la UAA, tal vez mi inmadurez me impidió dimensionar la calidad de quienes estaban frente a nosotros, dispuestos a compartir su conocimiento con generosidad. Hoy, como docente, volteo hacia atrás con una mezcla de gratitud y arrepentimiento.

El maestro Varona y su pasión por los clásicos, a Manuel Millor Mauri y sus lúcidas lecturas de la geopolítica contemporánea, a Kalman, un doctor húngaro que nos abrió la mente al estudio del Estado desde el contexto de su formación en un Estado comunista de la vieja Unión Soviética. También a la doctora Amalia Rubio, apasionada hasta el extremo, a quien posiblemente desesperaba el choque cultural con alumnos más relajados que los de su formación académica en la España franquista. Contrastando con Rogelio Ramírez, una especie de brillante tecnócrata. Mención especial merece el doctor Andrés Reyes Rodríguez: su cultura, su amor por la historia como herramienta para comprender la ciencia política y su rigor intelectual dejaron una marca profunda. Hoy tengo el privilegio de que sea mi director de tesis doctoral.

Seguramente olvido a varios, y pido disculpas por ello. La premura de escribir y los límites de la memoria pueden traicionar incluso al más agradecido. Pero a todos y cada uno de mis maestros y maestras, desde los más formales hasta los más entrañables, desde quienes me enseñaron con severidad hasta quienes lo hicieron con bondad, solo puedo decirles:

¡Gracias totales!