¡Maestro! Heraldo de Aguascalientes

Entró rengueando el maestro Panchito a nuestro salón de clases, el cual era un cuarto oscuro, hecho de adobes y en el que la poca claridad que entraba era por la puerta de madera. Cada mañana que llegaba el maestro Panchito al salón, lo primero que hacía era escribir en el pizarrón: “Niños, en el mundo no hay imposibles”; y mientras los alumnos leíamos lo escrito en el pizarrón, el maestro Panchito se paseaba frente a nosotros, rengueando.

Un día de mayo, a la hora de recreo, los alumnos salimos del salón y nos pusimos a jugar en el patio, en grupitos, a lo que más nos gustaba. El maestro Panchito aprovechó el momento para ir por unos libros a la casa donde vivía, que estaba cerca de la escuela. Toribio, que era un compañero nuestro muy travieso y corajudo, en lugar de ponerse a jugar regresó al salón; después de algún tiempo volvió a salir del aula y permaneció parado y pensativo junto a un poste, hasta que nos indicaron que el recreo había terminado y que entráramos al salón para continuar con las clases.

Cuando todos ya estábamos en el salón, con sorpresa leímos lo que estaba escrito en el pizarrón; el escrito decía: “Maestro, si como dices que en el mundo no hay imposibles, ¿por qué no te enderezas esa pata que la tienes chueca?” Todos nos quedamos atónitos al leer el escrito, pensamos en el enojo del maestro y en los severos castigos que nos impondría. En eso entró al salón el maestro Panchito y, al darse cuenta del escrito, lo leyó detenidamente; todos esperábamos ver el enojo, el coraje, la ira en su cara y en sus ojos; sin embargo, el maestro no cambió su rostro sereno, tranquilo, amable, afable y cariñoso. Borró lo que estaba escrito en el pizarrón y, rengueando, fue a donde estaba Toribio sentado. Con la mano derecha acarició su cabeza y le dijo pausadamente: “Voy a estar más atento contigo, mi hijo, para que aprendas más y mejor; cada vez que tengas dudas o no entiendas una clase, acércate conmigo y, personalmente, te explicaré la lección hasta que la entiendas.”

A partir de entonces, Toribio se convirtió en su alumno predilecto. Le explicaba pacientemente y con cariño lo que se le dificultaba, pero sin descuidarnos a los demás, pues el trato cortés, afable, sereno y generoso a todos eran las virtudes propias del maestro Panchito. Desde el día del escrito en el pizarrón, el maestro dejó de anotar: “Niños, en el mundo no hay imposibles”, pues era rengo de nacimiento.

El siguiente ciclo escolar, el maestro Panchito quiso regresar a nuestra escuela para seguir trabajando con nosotros. El primer día de clases, el maestro Panchito entró al salón caminando derecho, agarró el gis y escribió en el pizarrón: “Niños, en el mundo no hay imposibles”, y caminaba derecho frente a nosotros, como diciéndonos: “En el mundo no hay imposibles.” Semanas después, supimos que el maestro pidió un préstamo en la federación y aprovechó las vacaciones finales para operarse el tobillo izquierdo y enderezar su pie, para poder caminar derecho.

Cuántas maestras y maestros, en la historia de la educación, han tenido que superar adversidades, como el maestro Panchito, con el fin de dar ejemplos de vida, de perseverancia y de vocación en la enseñanza. Gracias a ellas y a ellos, hoy existen excelentes doctores, abogados, ingenieros, arquitectos, contadores, maestros, periodistas y sinnúmero de profesionistas; así como también hay excelentes madres y padres de familia, trabajadores y ciudadanos ejemplares; y seguirán existiendo maestras y maestros, como Panchito: afables, amables, atentos, cariñosos, ecuánimes y perseverantes, hasta lograr que sus alumnos aprendan y se formen buenos técnicos, buenos profesionistas y buenos ciudadanos.Feliz Día del Maestro.