La mañana en que Guillermo Domínguez confirmó su vocación estaba en el Hospital de Clínicas. Era un joven estudiante de sexto año de Medicina y le tocaba hacer una guardia en el internado rotatorio que la facultad había instaurado: los que estaban cerca de recibirse cumplían las mismas tareas de los residentes. Atendía un parto junto al doctor Tempone, residente de ginecología. De repente, él y su compañero sintieron temblar el edificio. Fue hacia la ventana y la abrió: vio tierra y humo. Eran casi las 9 del lunes 18 de julio de 1994. Una bomba había volado el edificio de la AMIA, pero él todavía no lo sabía. Pasaron unos pocos minutos, salió al pasillo y vio llegar corriendo a una mujer sangrando y con un bebé en brazos. “Nos dimos cuenta que venía desde cerca del hospital, bajamos a la guardia y nos ordenaron ir hasta el lugar. Éramos todos alumnos y trabajamos como pudimos, atendiendo gente hasta debajo de los escombros. Fue todo una locura, pero me ayudó a sentir que sería médico toda mi vida”.
Hoy Domínguez (miembro titular de la Asociación Argentina de Cirugía, MN90872) tiene 56 años, está casado con Juana Obarrio y es padre de tres: Tomás, de 26, estudiante de Administración de Empresas que colabora con él en su empresa, ImanLap; Valentina, de 21 y estudiante de Arte; y Camila, de 18, que estudia Hotelería. Hincha de Boca, jugador amateur de fútbol y de paddle, no sólo continúa siendo médico y cirujano como soñó, sino que inventó un método que poco a poco se expande entre sus colegas: la “cirugía sin huellas”. Es decir, sin dejar la cicatriz del tajo que producen el bisturí y los puntos de sutura. Cada paso que dio hasta este luminoso presente lo hizo sobre la ciénaga de la burocracia y algunas puertas que se cerraron a destiempo. Pero poco a poco, el barro se fue secando y el camino se allanó.
El cirujano nació en la localidad de Coronel Pringles, al sur de la provincia de Buenos Aires. Su padre, Antonio, era productor agropecuario. Su madre, Marta, ama de casa. Se crió allí, en el campo. Manejaba el tractor en las cosechas, sembraba, se levantaba a las cinco de la mañana para ordeñar las vacas. “Me acostumbraron a trabajar duro. Y era tan duro que después dije ‘más vale que estudie medicina, por lo menos voy a estar sentado tranquilito y sin tanto frío (ríe), porque en invierno me hacían romper los cascotes de tierra que se hacían en el arado”, repasa. Con ese bagaje, bien podría haber sido veterinario y cuidar la salud de los animales, pero no. El origen de su amor por la medicina llegó con una enfermedad, porque no había ningún médico en su familia. “Tendría ocho o nueve años y me tuvieron que operar del apéndice. Yo hasta ese momento veía una aguja y me desmayaba”, recuerda. La cirugía estuvo a cargo del cirujano del pueblo, Juan Sansó, que continúa trabajando. “Ahí me dije ‘que bueno es ayudar a otros que les duele como me dolía a mí’. Él me curó, y me hizo poner el foco en la medicina y en el deseo de ser cirujano”.
A los 17 años, Domínguez vino a Buenos Aires. Al principio, cuenta, le costó adaptarse. No conocía a casi nadie y vivía solo en un departamento de Arenales y Montevideo que era de su papá. Además, la carrera de Medicina se le hacía cuesta arriba. “Era muy exigente”, concede. Después de un tiempo dejó la facultad y comenzó a estudiar Producción Agropecuaria en la UADE. Hizo un año y llegó a la conclusión que no quería eso. Y retomó lo que hoy es su pasión. Con el tiempo, al departamento se sumó su hermana y un primo. Buenos Aires ya era su lugar en el mundo.
En 1985 fue parte del primer Ciclo Básico Común (CBC) que se dictó en la Universidad de Buenos Aires. Ahora sí, agarró firmes los libros y a los 26 años se recibió de médico. Un poco antes sucedió el atentado a la AMIA, lo que reafirmó su vocación por ayudar a los demás. A los 27 empezó la residencia de cirugía en el Hospital Durand. Al mismo tiempo se contactó con el Dr. Vizotti (el padre de la ministra de Salud), que lo invitó a colaborar con los traumatólogos, obstetras y cirujanos en el Sanatorio Agote y en el Mitre. “Quería definir qué especialidad iba a seguir. Y me enfoqué en la cirugía”.
Desde el primer momento, Domínguez pareció saber adónde quería apuntar. “Ya en ese entonces no me gustaban las grandes heridas, siempre busqué la mínima invasión. Apunté a la laparoscopía, que todavía no era un método tan conocido como ahora”.
Luego de hacer la residencia en el hospital Durand viajó a México para participar de un congreso de laparoscopía en Cancún. Y le cambió la cabeza por completo: “Escuché a un cirujano mexicano, Fausto Dávila, que habló de ‘cirugía sin huella’. Hasta ese momento, todos los cirujanos operamos con cuatro heridas. Una para poner la cámara y ver dentro del abdomen, y las otras tres, una más grande y dos más chicas, para introducir pinzas por unas cánulas y exponer lo que necesitamos ver, porque los órganos ‘se esconden’, digamos. Si hay que hacer una colecistectomía de vesícula, por ejemplo, hay que dar vuelta el hígado. Y alguna vez esas heridas que provocamos tuvieron algún problema de sangrado, dejaron un dolor crónico o una infección. Entonces vi como ese señor hacía una sola incisión y otras punciones tipo acupuntura. Era avanzado para la época. Era increíble que no dejara cicatrices. Usaba una cámara especial en vez de la tradicional de laparoscopía, y por ahí se podía pasar una pinza y evitar una herida. Lo fui a ver a su clínica en Poza Rica, Veracruz. Me formé con él y dije ‘tengo que llevar este método a la Argentina’.
Aquí, Dominguez trabajaba con otro cirujano, que se fue a vivir a Los Ángeles. Le dejó el consultorio y los pacientes. Con poco tiempo para desarrollar su propio método, decidió abandonar la práctica hospitalaria y concentrarse en lo que vislumbró “el futuro”. “Usaba agujas para mover los órganos. Una de las primeras operaciones que hice fue a Valeria Saldaño, la hija del boxeador. Se tenía que operar de la vesícula y me pidió que no le dejara heridas porque sino le iban a apuntar a la zona hepática. No le quedaron marcas. Volvió a boxear y salió campeona en España”.
Pero eso sucedió en el 2006, no había llegado la hora de su gran invento. “Comenzamos a reemplazar varias de las cosas que traje de México. Me reuní con ingenieros porque quería evitar el uso de fuerza humana y las pinzas, y no hacer incisiones. Me dijeron de usar sopapas, hasta que uno propuso utilizar la fuerza magnética, los imanes. Me gustó. Nunca había escuchado nada similar y me puse en contacto con gente de biomagnetismo, empecé a hacer cursos. Con un ayudante mío que era instrumentador y estudiaba ingeniería compramos un torno y una fresadora. Yo sabía metalmecánica por mi experiencia en el campo, podía soldar. Los fines de semana íbamos a trabajar a San Miguel. Empecé a escribir la patente. Y en el año 2007 ya tenía los prototipos listos”.
Pero hacer el desarrollo y la patente le insumió más dinero del que disponía. Su padre era el único que lo apoyaba. Pero falleció, y como dice Guillermo, “me quedé sin sponsor”. Para colmo, desde el Estado no apostaron a él. “Estuve sentado hasta con De Vido. Y nada. Cero apoyo. Eso fue por el 2008 o el 2009″. Entonces tomó una drástica decisión. “Hablé con mi esposa, le dije que ésto era el futuro pero había que arriesgar e invertir. No podía hacer cirugías todo el tiempo y no usarlo para desarrollar mi idea. Nuestros hijos eran chiquitos, pero ella me bancó. Vendimos la linda casa que teníamos en el barrio Los Aromos de San Isidro. Después, en el 2010, gané el premio Innovar, y conseguí el certificado de ANMAT. El dispositivo se desarrolló perfectamente”. Luego de alquilar durante 15 años, Guillermo y Juana pudieron comprar una nueva casa.
Hoy, Domínguez tiene la patente argentina hasta el 2028. Lo que no pudo hacer fue patentar su invento en los Estados Unidos, con todo lo que eso significa en dinero. “Me quedé sin plata. Cuando estaba con el trámite de patente, veía que los abogados en Estados Unidos me cobraban 400 dólares la hora. Me iba a fundir muy rápido y lo dejé”. También debió declinar la posibilidad en México y Perú, por ejemplo.
El que aprovechó ese hueco fue un médico chileno, que tomó el invento de Domínguez y con algunas variantes lo patentó como suyo en Estados Unidos durante 2013. “Ese está cobrando y mucho”, dice Domínguez, entre la ironía y la bronca. “Lo logró con mi idea, porque tengo una foto y el dispositivo es muy parecido. Tomó la idea al escucharme en algún congreso y tuvo la viveza de conseguir los medios”. Mientras acá a Domínguez le dieron la espalda, al trasandino, dice, lo sostuvieron: “Mi colega pidió apoyo al gobierno de Chile. Le dieron algo así como un millón de dólares. Con eso dejó la práctica y se fue a Silicon Valley y ahí consiguió 20 o 30 millones más”.
“Es un invento mío, absolutamente -concluye-. No hay ningún antecedente del chileno, por ejemplo. Había algo con imanes de unos cirujanos de Texas, que son también conocidos míos, pero ninguno sabía lo que hacía el otro. La primera cirugía a nivel mundial fue mía, en 2007, un caso que presenté en un congreso de México, donde me vieron como 500 personas. Capaz que entre ellos estaba el chileno…”
De todas formas, no pierde tiempo en lamentarse: “Yo tengo una mente bastante creativa. Dije ‘me copiaron esto, pero seguiré haciendo cosas’. A través de mi empresa, ImanLap, ya tengo más de 25 diseños propios de instrumentos que sirven para distintas situaciones. Logramos cómo entrar y salir del ombligo para que no se note la herida y varias cosas más. A mi colega lo he cruzado, pero después se me pasó”.
Su primera paciente con el sistema de “cirugía sin huella” a través de imanes llegó en 2007. “Era una chica que había tenido un bebé hacía poquito, un mes, y estaba con muchos dolores por piedras en la vesícula y cólicos. Se llama Karina López Colli y lo aceptó. No podíamos creer que los órganos se movieran por fuerzas magnéticas”, recuerda.
Domínguez explica que el método (que aplica hoy en la Fundación Hospitalaria, ubicada en Nuñez) es así: “Un imán adherido a un brazo se maneja por fuera del cuerpo, y uno o dos imanes, de acuerdo al caso, se introducen a través del ombligo con una cámara para colocarlos donde desee el cirujano. Los imanes que van por dentro son como el dedo índice y el pulgar. Agarran algo y eso mueve el órgano en la dirección que el cirujano lo necesite y lo sostiene con el imán de afuera. Es como mover un cuadro desde el otro lado de la pared. La única incisión, de un centímetro, es en el ombligo, que es una zona muy noble, porque ya tenemos una cicatriz de fábrica ahí y no sangra mucho. Aparte es algo muy seguro. En nuestro grupo internacional de ‘cirugía sin huellas’ operamos a más de 10 mil pacientes y no hay ni una sola reparación por alguna lesión en la vía biliar, algo que puede pasar en la laparoscopía. Estamos felices porque se evitan muchas complicaciones, el dolor es menor, no hay herida muscular ni daño de nervios”.
Aún hoy, la “cirugía sin huellas” y con imanes es una novedad. Él mismo ha intervenido a más de 140 niños. Y a través de ImanLap, formó más de 120 cirujanos -muchos que hacen cirugías bariátricas- en Argentina y países de América Latina como El Salvador, Chile, Bolivia, Venezuela, Colombia, y en España.
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