No sé cuál fue el cuadro de aquella tragedia que me impresionó más: si el del enorme boquete, como agujero de bomba, en la fachada de una casa, o el del camión amarillo que cayó del cielo, con las patas apuntando al cielo, en el traspatio de otra vivienda.
Pienso mientras voy caminando las calles de Altos de Santa Teresa y Santa Rosa, en Ciudad Acuña, dos de las colonias por donde, la mañana del 25 de mayo de 2015 pasó, mejor dicho, arrasó el tornado.
Entonces esto no estaba así como ahora: un barrio de casas tipo Infonavit, unas bajas, otras de dos plantas, que el gobierno mandó reconstruir, luego que aquel poderoso tornado las convirtiera en ruinas, mejor dicho, en escombros.
Entonces esto parecía una zona de guerra: cascarones de cemento sin ventanas, sin puertas, sin techos; sus dueños, un matrimonio, una familia, afuera, sentados sobre los cascotes, mejor dicho, las cenizas de su morada, en la calle, rumiando su desgracia.
Más allá, en una especie de baldío, el cementerio de automóviles, los coches volcados, partidos en dos, partidos en mil pedazos, que había levantado a 30 metros del suelo la fuerza de los vientos que soplaron a 200 kilómetros por hora.
Y más allá la imagen de una niña, de otra niña, de unos niños, de un hombre, de un anciano, de una familia, en medio de la devastación, como esperando algo, vaya a saber qué.
ZONA DE DESASTREQue una zona de guerra, me digo, y la verdad es que yo nunca he estado en una guerra, pero me imagino que así ha ser: como una catástrofe de tornado.
Hoy, 10 años después, he vuelto al punto cero del ciclón que dejara más de mil viviendas dañadas, 110 en pérdida total; más de 200 personas lesionadas y 14 muertos, aunque la gente de acá jura que fueron más.
Esta vez, como en aquella, me he hecho acompañar del fotógrafo Omar Saucedo, que apenas y entramos en la colonia evoca la escena de los soldados tumbando lo poco que quedaba en pie de los hogares golpeados por el tornado que aquí no dejó piedra sobre piedra.
Y se pregunta Omar, ¿cuál de todas estas casas nuevas será la del boquete en la pared?, porque dice quiere retratar el antes y el después de esta historia que pocos quieren recordar y menos contar.
Al tiempo que yo me voy preguntando, ¿cuál de todos estos será el hogar donde vi aquel bus amarillo botado con las llantas hacia arriba en el patio trasero, y cuya escena me quedaría grabada para siempre en la retina?Unos días después de la catástrofe y durante nuestra cobertura, ciego como estoy, me había trepado, no supe ni por dónde, a una azotea, para tomar con mi cámara la foto del camión patas arriba y la tomé.
Al rato había perdido el camino de regreso a tierra, hasta que un vecino del barrio viéndome en apuros, regaño de por medio, “¿cómo se subió?, ¿quién le dio permiso?, ¿por qué?”, trajo una escalera y solo así pude bajar.
A la sazón habría aparecido una nota firmada por este reportero en Vanguardia con una cabeza que decía “Llovieron camiones amarillos”, en alusión a los transportes ambarinos que llevan a los trabajadores a las maquiladoras de Acuña, y que al momento de la tormenta fueron tragados por la tormenta, remolineados y escupidos en techos, patios, la avenida.
Luego me enteraría de que los choferes, y algunos de sus acompañantes, habrían muerto aplastados o prensados por el impacto de los buses en las casas.
No podía entender cómo el viento había conseguido cargar, cual hoja de un árbol, con aquellos armatostes que, según me han dicho, pesan unas cuatro toneladas.
Y menos me explicaba cómo era que el viento podía agujerear y derribar paredes, desprender y volar los techos de las casas, como si nada, como si tal cosa.
MUCHOS SE FUERONOmar y yo vamos andando las aceras, tocando puertas, entre las calles de Altos de Santa Teresa que, a esta hora, las 4:00 de la tarde, se revuelven a 43 grados de calor.
Los vecinos me cuentan que mucha gente de aquel tiempo ya se ha mudado de aquí, que la mayoría de las casas son de renta o han sido vendidas a terceros, que hay muchas familias nuevas, muchas.
“Es que yo no estaba ese día”, “es que a mí no me tocó”, “es que yo no vivía aquí”, oigo de algunos colonos.
“Cuando estábamos buscando nos tocó ver gente despedazada”, me dice por fin don Ricardo Veloz, recargado en la reja de su casa del Fraccionamiento Santa Rosa, el lugar por donde, señalaron los reportes meteorológicos, entró el tornado como un ladrón en la noche, tomó el Libramiento Surponiente y agarró por el ala derecha colonias arriba, arrasando con cuanto tenía delante.
Los vecinos aventuraron que en cuestión de seis o siete segundos.
Don Ricardo había llegado a su casa de dejar a su chavalo más chico en la guardería y a su mujer en la maquila.
De repente se fue la luz y se escuchó un silbido de viento que se mezcló, como en una licuadora, con el estallido de los truenos, la explosión de miles de vitrales, el golpeteo de las ramas, las piedras, los blocks, los pedazos de losa, que el ciclón levantó y estrelló contra cientos de hogares.
Unos dicen que era las 5:45 de la mañana, otros que las 6:28, don Ricardo no lo recuerda.
“Ya cuando regresaba de dejar a mi señora y al chaval, me tocó tierra, granizo, pero no le di importancia”.
El mayor de sus hijos se hallaba con él en una habitación de la casa, recostado sobre la cama.
Impresionado por la tormenta don Ricardo abrió la ventana del cuarto para grabar un video con su celular, cuando una rama dio con todo en la protección.
“Y ya le dije yo a mi chavalo, ‘sabes qué, métete al baño y, oigas lo que oigas, no salgas’”.
Pasada la tempestad Ricardo salió a la calle y se estremeció ante la escena de carros volcados, árboles tumbados, el tendido eléctrico tirado sobre el asfalto y una pila de tinacos amontonada al exterior de su casa.
El cielo era un globo tenso y azul, con el sol por lo alto y unas nubes transparentes, como si nada hubiese pasado.
“Me tocó ver en aquella esquina que sacaran a una señora muerta con sus dos pequeños hijos también fallecidos”, narra don Ricardo.
Fue en una de las casas donde cayó uno de esos camiones amarrillos sobre el techo, que el techo colapsó y se desplomó encima de aquella familia.
La vivienda de Ricardo quedó tan cuarteada por el impacto del tornado, que las autoridades mandaron derribarla y construir otra.
Ese día, el día de la catástrofe, a José Daniel Pérez lo pescó una granizada de camino a su trabajo en una fábrica, pero como se había perdido la comunicación de radios y teléfonos, se enteró de la tragedia hasta que llegó a la planta.
“Me dijeron que había pasado un tornado, que se habían caído casas”.
Cuando regresó a la vivienda donde vivía con su madre y su esposa, lo primero que vio fue un carro dentro de su cuarto.
“Estaba un carro.
Se metió a la cama, estaba arriba de la cama el carro.
Yo me salvé de puro milagro porque me fui antes del accidente.
El carro era del vecino que vivía a dos casas”, cuenta Daniel como si aún no lo creyera.
Minutos antes de que llegara la calma, el tornado se había colado, quién sabe cómo, por toda la casa.
Arrastró el refrigerador hasta el cuarto de la mamá de Daniel, movió el televisor de un lugar a otro y alzó en peso a su señora.
“Mi esposa dice que la traía arriba, como está chaparrita, que la traía el aire a brinque y brinque.
A mi chavalo lo andaba sacando el viento ya por la ventana, nomás que mi jefa lo alcanzó a agarrar, si no.
.
.
se lo hubiera llevado”.
Me platica Daniel en la puerta de la vivienda situada en mitad del Libramiento Surponiente, hoy convertido en una avenida comercial muy transitada y adornada con un ancho camellón colmado de árboles y palmeras.
Más tarde sabré que, según datos oficiales, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, a través del Centro SCT Coahuila, destinó 5 millones de pesos al Programa de Mejoramiento de la Infraestructura Urbana en la zona devastada.
El camellón, el mismo sitio, recuerdo, que hace 10 años fue utilizado para amontonar los vehículos destruidos por el ciclón y donde creo haber visto amontonados muchos camiones amarillos.
“Eran bastantes, todo esto había camiones.
.
.
”, confirma Daniel.
La casa de su madre fue una de 2 mil 027 viviendas rehabilitadas y reconstruidas por el Infonavit, y en las que el Instituto invirtió 189 millones 231 mil pesos.
La pregunto a Daniel que si alguna vez en su vida había visto algo semejante a un tornado como el de Acuña, dice que no.
“Pos nomás las inundaciones que miraba uno aquí”.
LLUEVE Y VUELVE EL PÁNICOCada vez que llueve en Altos de Santa Teresa a doña Dolores Ramírez le viene el pánico y no puede evitar acordarse de cómo el viento cimbraba su casa, toda, la mañana del tornado categoría F3 que azotó a su colonia.
“Yo soy muy miedosa, a mí sí me dan miedo las lluvias y a partir de esa fecha más.
Estaban muy feos los truenos, los relámpagos”, dice a la entrada del taller de reparación de bicicletas de su marido.
Quiero saber, le digo a Dolores, si ha visto al psicólogo, dice que no.
Y a mí me vienen las instantáneas del último sábado que estuvimos en Acuña, luego de la tragedia, que acudimos al surponiente para cubrir una macrobrigada del DIF.
Era todavía de mañana cuando el cielo se oscureció por completo, se soltó un viento frío y unos truenos tempestuosos, la gente empezó a correr y a gritar como desquiciada, en medio de una lluvia torrencial.
El día del tornado Dolores se encontraba con dos de sus hijas, cuando escuchó cómo un pedazo de losa, proveniente de una casa vecina, se estrellaba sobre el techo de su vivienda, y sintió que todo se estremecía a su alrededor.
“Vibró todo”, relata.
En cosa de pocos segundos, Dolores volvió a sentir que algo así como un terremoto cimbrando los muros de su morada.
Cuando hubo pasado la tempestad miró que una de las paredes del fondo estaba cuarteada y el techo despegado del muro, era como si el viento hubiera tratado de arranar de cuajo el cielo de la vivienda.
“Como que quiso levantar la losa y ésta volvió a caer en su lugar”.
Además, el viento había quebrado las ventanas y arrancado las puertas.
Dolores cuenta que el Infonavit se negó a tumbar la casa para levantarla de nuevo, solo repuso las ventanas y las puertas y mandó resanar el techo que al final quedó craqueado.
“Quedó como boludo y como humedecido.
Desde que entregan las casas ya traen defectos, daños.
Cuando a mí me la entregaron no me salía agua en ninguna llave ni en la taza del baño ni en la regadera ni en el lavabo ni en el fregadero, de ninguna llave salía agua”.
En tanto seguimos el recorrido Omar rememora la escena de una vivienda que derrumbó el tornado y en la que su dueño pintó con saña sobre lo que quedaba de pared una leyenda que decía “No sirvo tírame”.
Unas cuadras más abajo me veo charlando con Claudia Leticia López, otra vecina de los Altos, para quien lo más horrible fue descubrir, tras el paso del tornado, las casas derrumbadas y los cristianos muertos, tirados ahí, en lo que habían sido las cachas de la colonia, también en el sitio donde estuviera el arco de entrada al sector y que se tragó el ciclón.
Claudia me habla de una de las historias que más conmovieron a Ciudad Acuña, y es la de un padre y su hijo que murieron cuando se dirigían a la escuela de este último y la tormenta de viento, lluvia y rayos los agarró.
El hombre era, además, he visto en YouTube, el abuelo de un bebé de meses que desapareció durante el ciclón y fue hallado sin vida días más tarde.
Claudia dice que su familia se libró del tornado gracias a que, como tantas familias, se arrecholó en el baño de la casa.
“Fue un momento, pero bien horrible, el escándalo, el gritadero bien feo”.
UN MILAGRO EN LA TEMPESTADFrancisco Javier Rocha es un sobreviviente del tornado, y al que los vecinos del barrio rescataron luego de que la pared de su cuarto se le viniera encima.
El derrumbe le había ocasionado una herida profunda en el chamorro derecho, y fractura en tres costillas del lado izquierdo que lo mandaron al hospital.
“Muchos vecinos me ayudaron a quitarme los escombros, al hospital llegué desmayado, ya se me estaba acabando el aire”, cuenta.
Francisco se disponía a salir de su casa para ir a trabajar en la limpieza de un terreno, cuando el viento intempestivo hizo explotar los vidrios de las ventanas y el muro de la pieza donde estaba lo sepultó.
A lo largo de mi recorrido por la zona, donde hace una década fue el desastre, he visto que a la gente, a pesar de los pesares, le gusta platicar de sus milagros.
Pardeando la tarde doña Juanita Salazar Dávila, otra vecina de la colonia Santa Rosa, se duele de cómo el tornado aniquiló por completo el negocio de su hijo, un asadero de pollos.
“Él y la muchacha que en ese tiempo era su esposa nomás se quedaron con los que traiban puesto, perdieron absolutamente todo.
.
.
”.
El ciclón, del cual se dice, no hay precedente, al menos en la historia reciente de Ciudad Acuña, saqueó el negocio de Jesús Vázquez Salazar, el hijo de doña Juanita, y cargó con los refrigeradores que almacenaban la carne, el pollo, los refrescos.
“Todo se llevó, no quedó nada, nomás el puro piso”, dice Jesús.
La tormenta voló también la estructura metálica donde despachaba la pollería, derribó la mitad del techo de la casa de Juanita, hizo estallar los vidrios de todas las ventanas y dejó un boquete en una de las bardas traseras de la vivienda.
“Haga de cuenta como si usted hubiera agarrado un mazo, una barra y tumbara la parte de atrás de la recámara”.
Juanita refiere que aquella mañana había salido al patio con su canasto de ropa para lavar.
En esas escuchó unos estruendos que provenían de afuera.
“Pensé luego, luego que era una balacera.
Suelto el canasto y cuando me paro a la orilla de la ventana explotaron los vidrios”.
De milagro no le pasó nada.
El día de la demolición apenas y la máquina rozó una de las paredes de la casa de Juanita que era parte de la pollería, se desmoronó como una galleta.
El gobierno había determinado tirarla y levantar otra en el mismo sitio, toda vez que pagó a Jesús la cantidad de siete mil pesos como reparación por los 70 mil que había perdido en mobiliario.
“Pasaban dejando ayudas y a él no lo ayudaban, que no tenía necesidad, si tenía negocio cómo lo iban a ayudar.
Un día me molesté con unas personas, les dije ‘es que tú no sabes.
Si a mí me vas a dejar, déjaselo a mijo, porque él necesita’”.
Juanita dice que desde esa fecha funesta del tornado tanto ella como su esposo salieron con diabetes y presión arterial.
“Yo fui a dar al seguro, me sacaron en la ambulancia, duré todo el 25, 26 y 27 de mayo.
Me desmayé del susto”, suelta.
La odisea que vivió Efigenia Agüero, en Altos de Santa Teresa, se parece mucho a la de Juanita.
Efigenia recién se había levantado, asomó por la ventana y miró en cielo oscuro de nubarrones oscuros, como un cono que se aproximaba a toda velocidad desde el horizonte.
“Miré que se formó el cono, empezó a llover y luego escupía así, bien feo”.
Efigenia se hincó en la cama, cerró los ojos, le pidió a Dios que la cubriera, agarró una almohada grandota que tenía y con ella se tapó la cabeza.
Cuando abrió los ojos sintió un golpe en la espalda, pegó un grito, pero ya todo había pasado.
Lo del golpe fue un sartén que había salido disparado desde la cocina, como otros tantos objetos de la casa.
Había pedazos de vidrios por todas partes.
“No, muy feo, muy feo.
A mí me dejó el azúcar de recuerdo.
.
.
”.
La vivienda que habitaba entonces sufrió algunos daños y fue rehabilitada, pero ya no quedó bien.
“Dejaron bien fea la casa, se llovía, se filtraba el agua, hasta aún se filtra, la casa quedó bien fea.
.
.
”.
TODO SE LO LLEVÓEl día que pasó el tornado por la casa de Marbella López ella no se encontraba, había salido temprano para la maquiladora donde trabaja.
Su hijo Alexis fue quien le llamó para avisarle del desastre.
Cuando regresó, Marbella vio su casa hecha una ruina y a su hijo ensangrentado por los golpes de los escombros y el explotadero de vidrios.
“Yo andaba trabajando, me acababa de ir, si me hubiera quedado no lo estuviera contando.
Yo miraba a mi hijo como muy fuerte o no se agüitó por no dañarme a mí más, ‘no, - dice -, yo estoy bien, yo estoy bien’.
Cada vez que yo veo esto en el feis empiezo a llorar porque a mí me tocó, ahora sí como dicen, lo peor.
.
.
Se cayó toda la casa”, me dice Marbella en el porche de su nueva vivienda en la Santa Rosa que ahora es un negocio de ropa usada.
Arriba de su casa, sobre el techo, había caído, llovido, una troca.
De sus muebles no consiguió rescatar ninguno, todo se llevó el remolino.
“¿Y le digo una cosa?, yo soy madre soltera.
Nadie me ayudó, dicen que el gobierno, que Sedesol, que la presidencia, nadie, nadie me ayudó.
Me decían ‘ya vienen los refrigeradores’, y fui yo aquí a la presidencia, pedí una estufa, un hornito, aunque fuera de luz, para cocinar, y nada.
Nadie me ayudó, nadie me trajo una mesa, un horno, nadie, yo como pude empecé otra vez, de cero”.
Marbella que de pronto no tuvo dónde vivir, pasó a formar parte de las 334 familias beneficiadas con el programa del Infonavit “Apoyo a la Renta”, en tanto le entregaban su casa, siete meses después.
La de Graciela Vázquez fue una de las tantas casas sobre las que llovieron del cielo los camiones amarillos de maquiladora.
Ella y su marido se habían levantado para ir a trabajar, pero de ver cómo se había puesto el tiempo prefirieron no salir a la calle.
“Nos volvimos a recostar, pero no nos dormimos, empezamos a oír muy feo el aire, se oía feo, se cimbraban muy feo las ventanas”, narra.
Justo cuando su hijo cruzaba la puerta de su habitación, que se hallaba al fondo de la vivienda, se oyó un estruendo que sacudió hasta el corazón de Graciela.
“Fue donde cayó un camión de maquiladora y tiró por completo el cuarto”.
Su niña, que se había quedado a dormir en un sofá, estuvo a punto de ser devorada por el meteoro, si no es porque su hermano la alcanzó a pescar.
“Cuando vimos que el viento iba a sacar el sofá nos movimos para el rincón de la sala y ahí nos hicimos montoncito”.
De pronto todo se oscureció y en un segundo se hizo la luz.
“No podíamos salir porque había mucho mugrero, bloques”.
LA TRAGEDIA EN TESTIMONIOSConforme me interno en lo que hace 10 años fue la zona cero de la tragedia, conozco testimonios como el de Érika García, una niña hoy de 17 años, que sobrevivió, de milagro, después que una lámina, venida vaya a saber de dónde, entró por la ventana abierta de su cuarto y cayó sobre su estómago mientras ella dormía.
“No me pasó nada, nomás me rocé”, me dice.
Su madre, que entonces estaba embarazada, habría perdido al bebé tras enredarse por los pies con una cobija y tropezar cuando corrió para poner a salvo a Érika y a su hermano.
Testimonios como el de don Mauro Ortiz Díaz, que esa mañana fue despertado por el ruido estruendoso de los truenos que trajo el ciclón.
“No se oían ni tus pensamientos, lo que pensabas no se oía, ni eso se oía”.
Le pregunto a don Mauro que si rezó.
“No me acordé de ningún santo oye.
.
.
”.
El techo de su casa se craqueó y el de la cochera de plano se vino abajo, después que los muelles de una combi se precipitaron sobre él.
Seis meses vivió Mauro en la calle, de renta en una casa que, asegura, estaba peor que la suya.
Testimonios como el de Yolet Guadalupe Ramírez Robles, que entonces tenía nueve años y miró a su padre puchando la puerta de la casa, luchando contra el tornado, para evitar que entrara y acabara con todos.
“Era como un zumbido, un chiflido.
.
.
”.
Yolet, su madre y sus hermanos se habían guarecido en una pieza del fondo, sentados sobre una esquina de una cama, aguardando con temor que pasara la tormenta.
O testimonios como el de Claudia Patricia Tovar que pudo rescatar a su bebita de meses, antes de que media barda de su casa se derrumbara encima de la cama donde la niña yacía recostada.
O como el de Edmundo García, cuya madre se libró de morir gracias a que un árbol, plantado en el patio exterior de la casa, impidió que un taxi que fue lanzado por el ciclón diera con la ventana de la calle detrás de la cual dormía la señora.
“Bajamos ese taxi, lo sacamos.
Ese árbol lo tuve conmigo como unos siete años.
No lo corté, lo cuidé, hasta que se secó solito.
Me decían ‘hey, quita ese árbol’, ‘no lo voy a quitar, por ese árbol se salvó mi mamá’”.
Y testimonios como el de Ángel Montoya otro adolescente al que le sorprendió no reconocer su colonia, luego que regresó de la casa de sus abuelos, donde él y su hermano se habían refugiado en tanto pasaba la conmoción del tornado.
“Asustado porque no reconocía nada.
Antes me acordaba que entraba y veía siempre el arco, de la nada desapareció.
El parquecito también todo destruido.
No había muchos juegos, me acuerdo que había una resbaladilla grande.
.
.
”.
Escuchando estas historias recuerdo la mañana que hicimos un ejercicio con los niños damnificados del sector surponinte de Acuña, y que consistía en que dibujaran sobre una libreta cuadriculada cómo querían que fuera su casa en adelante.
La mayoría pintó palacios imponentes, con árboles, flores, soles, manzanas, pasto, nubes, gaviotas, coches y dentro.
.
.
su familia.
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