Por: Caitlin GuntherEn una soleada mañana de junio en París, Guillaume y yo salimos a dar un paseo en bici desde nuestros departamentos del noveno distrito.
Él tomó la delantera en una elegante bicicleta color carbón de aspecto costoso y escandinavo.
Yo iba detrás en una voluminosa bicicleta urbana verde.
Pasamos por la guardería donde antes llevábamos a nuestra bebé francoestadounidense y nos dirigimos hacia el Sena.
Sobre dos ruedas, Guillaume se movía como un tiburón en el agua: sin esfuerzo.
Alguna vez fue mensajero en bicicleta.
Nos detuvimos en el semáforo en rojo cerca del Chipotle donde lloré frente a una canastita de plástico con tacos suaves la noche que Guillaume me dijo que iba a solicitar el divorcio.
“Ve más despacio”, le dije.
“Vas a hacer que me mate”.
Se rio.
“Te lo prometo”.
Íbamos rumbo a la estación de policía con el fin de pedir autorización legal para que nuestra hija de 5 años pudiera viajar fuera de Francia.
No se le permite tomar vuelos internacionales sin aprobación burocrática previa.
En el momento más difícil de nuestro divorcio, lo había acusado de salir de fiesta de manera desenfrenada.
Él había dicho que yo representaba una amenaza de secuestro para nuestra hija.
En las separaciones litigiosas, la verdad suele estar en algún punto intermedio.
Cuando aún éramos una familia, rara vez andaba en bicicleta por París, salvo por alguna salida ocasional los domingos.
Me parecía demasiado arriesgado, y de todos modos rara vez me aventuraba más allá de mi barrio en la ribera derecha del Sena.
Pero tras el divorcio y la sentencia del tribunal francés de custodia compartida, me encontraba en un territorio extranjero de largas horas sin mi hija.
A medida que mi vida parisina se ampliaba, la bicicleta se convirtió en una forma práctica de explorar la ciudad y, al hacerlo, también redescubrí la sensación juvenil de alegría: atravesar a toda velocidad el tráfico, con el celular fuera de mi alcance.
El semáforo se puso en verde y continuamos.
Pasamos delante de la “brasserie” donde una vez nos sentamos al aire libre y pedimos ostras sobre hielo antes de mudarnos aquí, cuando todavía vivíamos en Brooklyn y solo estábamos de visita.
Entonces, cada marquesina roja, cada silla Gatti y cada camarero con pajarita me seducían: “Este podría ser tu hogar”.
Pensé en aquellos días, cuando el futuro parecía inundado de posibilidades, mientras pasábamos por la escalera oculta que conduce al silencioso Palais Royal.
Mis ojos vagaban entre las calles, atentos a los baches, y la curva de los omóplatos de Guillaume bajo una camiseta color gris.
No pensaba en el propósito de nuestro paseo.
En lugar de eso, mi mente se desvió hacia la bicicleta que recargó en el andén del metro de Brooklyn la noche en que nos conocimos.
“¿Puedes decirme qué sentido va a Manhattan?”, preguntó.
Su bici tenía una rueda pinchada.
Señalé el andén de los trenes que van hacia el oeste.
Cuando el tren entró en la estación, volteé a verlo.
Él no había dejado de mirarme.
Le guiñé un ojo e hice un gesto con la cabeza hacia nuestro tren.
Sentí un cosquilleo en la piel cuando entró con su bicicleta en el vagón detrás de mí.
Conservamos esa rueda pinchada como recuerdo.
Pensé en otro recuerdo de un momento ocurrido un poco después en el mismo andén.
Me sonrojé y empecé a apartarme de él.
Me tomó la cara entre las manos y me besó suavemente las mejillas.
Me hizo creer que no era malo sentir el mundo con tanta intensidad.
Pasamos pedaleando por el Louvre, con mi bicicleta voluminosa que rebotaba sobre los adoquines.
Pensé en la vez que cruzamos el puente de Manhattan en una motocicleta tipo scooter.
.
.
¡Ni siquiera llevábamos casco! El cielo estaba totalmente negro y Guillaume me hablaba de su familia: que su madre era de Mallorca y que era muy cercano a su hermana.
Le rodeé la cintura con los brazos, le rocé la espalda con la nariz y me imaginé conociendo a esas personas.
No me planteé que él acabaría fracturando la familia que formamos juntos.
En la sala de espera de la estación de policía había una zona de juegos con coloridas pilas de libros y dos máquinas expendedoras, una de café y otra de jugo de naranja recién exprimido.
Nos sentamos en una banca de madera.
Desde nuestra separación dieciocho meses atrás, esos viajes a la estación de policía eran los únicos momentos en los que estábamos juntos a solas.
La guerra había terminado y había sido sustituida por las conversaciones triviales.
Hablábamos de trabajo: de mis ambiciones literarias, de sus frustraciones en su empleo de oficina (antes había tenido un negocio de remodelaciones).
“¿Estás saliendo con alguien?”, le pregunté con la respiración entrecortada.
“No”, respondió él.
“¿Y tú?”.
“Estaba saliendo con una persona, pero no es nada serio”, le dije.
“Está algo deprimido por una ruptura difícil”.
“Aléjate de ahí”, me sugirió.
A propósito o no, su aparente espíritu protector hizo que me palpitara el corazón.
Habló de la madre recién divorciada que lo tomó por el codo en la fiesta de fin de curso del colegio.
Se me revolvió el estómago.
Le hablé del padre soltero que a menudo se quedaba esperando en la puerta cuando dejaba a nuestra hija.
“Por favor, no salgas con ninguna madre del colegio”, le dije.
“Y tú, por favor, no salgas con ninguno de los padres”, contestó.
“Trato hecho”.
La recepcionista pronunció el apellido de Guillaume, y me dolió recordar que ya no era el mío.
Salimos de la estación de policía con las autorizaciones firmadas en la mano y nos enfrentamos a la luz atenuada de última hora de la mañana.
Cada vez que nos separábamos, me sentía obligada a decir algo significativo.
.
.
para tantear sus sentimientos o quizá solo para ganar algo de tiempo.
“¿Quieres un café?”, preguntó.
“Claro”, respondí agradecida por la media hora extra juntos.
Nos sentamos hombro con hombro en sillas tejidas y contemplamos el barullo del sexto distrito.
Mientras él daba caladas a un cigarrillo electrónico, hablamos de nuestra hija, intercambiando anécdotas divertidas de nuestros momentos de monoparentalidad con ella.
A pesar de todo lo que hicimos mal, ella siempre sería nuestro mayor logro mutuo.
De vez en cuando, flotaba fuera de mi cuerpo y observaba la escena: así es estar divorciado y compartir la custodia.
No pensé en las llamadas rechazadas a las 6 de la mañana, cuando me sentía desesperada por saber por qué no había vuelto a casa.
No pensé en los gritos cuando por fin se metía a hurtadillas en el departamento después del amanecer.
En vez de eso, pensé en lo inevitable e interminable que alguna vez me pareció su amor.
Pensé en lo bien que lo había pasado —en lo generoso que podía llegar a ser— y en cómo las inseguridades se habían acumulado para arruinarlo todo.
Hoy en día, solo me juzgo duramente a mí misma.
“A veces me pregunto cómo serían las cosas si hubiéramos podido ser quienes somos ahora cuando estábamos juntos”, le dije.
“Yo, independiente y feliz.
Tú, estable y con una rutina sólida.
Me pregunto si podría funcionar”.
Apenas consideró mis palabras.
“No estábamos bien juntos”.
Algunas personas son muy buenas segmentándolo todo.
Yo no soy así.
Podía ver lo bueno que desechamos junto con lo malo, aunque tergiversara las proporciones.
Pero no lo contradije.
Hacía tiempo que me había liberado de la necesidad de tener la razón.
Mientras marcaba el código en el candado de su bicicleta, otra parte de su intimidad de la que yo ya no tenía la contraseña, me quedé cerca, con el corazón volviendo a su ya conocida carrera.
Las palabras se me agolpaban en la garganta.
Ya no pude contenerlas.
“Solo me gustaría poder verte y no amar cada parte de ti”, le dije.
Él pudo haber dicho cualquier cosa, pero no lo hizo.
Así que miré hacia abajo.
“Ni siquiera tus pies gordos.
No quiero amar tus pies gordos”.
Mientras más lágrimas resbalaban de mis ojos, ambos nos reímos.
La intimidad de nuestros chistes locales nunca podría borrarse.
“No creo que vuelva a sentir lo mismo por alguien”, dije.
Estabilizó la bicicleta entre nosotros.
“Algún día lo harás”, respondió.
“Así será.
Solo dale tiempo”.
Me enamoré de él por última vez: por su bondad, por su sensibilidad, por su convicción de que yo podía ser amada, aunque ya no fuera él quien lo hiciera.
Ese mismo verano, arrastraba cuesta arriba dos maletas gigantes por mi calle.
Después de un vuelo nocturno desde Nueva York seguido de un largo viaje en taxi, brillaba de sudor bajo el sol de agosto.
Guillaume se había reunido conmigo al pie de la colina para que le pasara el testigo: nuestra hija.
Nuestras vacaciones habían terminado y empezaban las suyas.
Esa tarde tomarían un vuelo a Mallorca.
Cuando por fin llegué a mi puerta, pensé en la ceguera voluntaria de los viajes, algo que podía hacer libremente con mi hija desde que Guillaume y yo habíamos ido juntos a la estación de policía.
Debemos olvidar las molestias de los viajes: la incomodidad del asiento del medio y el tedioso paso por el control fronterizo; los trenes perdidos y las malas comidas; el trayecto agotador del aeropuerto.
Dejamos de recordar esas cosas y nos concentramos en los recuerdos felices porque, si no lo hiciéramos, nunca volveríamos a viajar.
Puede ocurrir lo mismo con el amor: elegir ver tus relaciones fallidas a través de unas gafas de color rosa para disminuir el dolor y la agonía porque la voluntad de amar es más fuerte.
Mientras metía las maletas en el fresco interior de mi edificio sintiéndome agotada, sin rumbo y libre, pensé: claro que volveré a viajar, claro que volveré a amar.
El dolor es un pequeño precio por el viaje.
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