La ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz estuvo marcada este miércoles por una ausencia que, lejos de diluir el mensaje, subrayó su significado. María Corina Machado no pudo asistir al acto en Oslo debido a las restricciones de desplazamiento que enfrenta desde Venezuela, pero su voz estuvo presente a través de su hija, Ana Corina Sosa Machado, quien leyó íntegramente el discurso preparado por la galardonada.
Desde el Ayuntamiento de Oslo, el mensaje de Machado resonó como una defensa firme de la democracia y una advertencia al mundo sobre su fragilidad. En sus palabras, la líder opositora venezolana vinculó la paz con la vigencia del Estado de derecho y llamó a las sociedades democráticas a asumir que la libertad exige determinación, constancia y sacrificio.
A continuación, el discurso completo de María Corina Machado, Premio Nobel de la Paz, leído por su hija durante la ceremonia oficial en la capital noruega.
Oslo, 10 de diciembre de 2025.
Sus Majestades, Altezas Reales, distinguidos miembros del Comité Nobel, ciudadanos del mundo, mis queridos venezolanos:
He venido a contarles una historia, la historia de un pueblo y su larga marcha hacia la libertad. Esa marcha me trae hoy aquí, como una voz entre millones de venezolanos que se han levantado una vez más para reclamar el destino que siempre les ha pertenecido.
Venezuela nació de la audacia, moldeada por una fusión de pueblos y culturas. De España heredamos una lengua, una fe y una cultura que se hermanaron con nuestras raíces ancestrales indígenas y africanas. En 1811 escribimos la primera constitución del mundo hispano, una de las primeras constituciones republicanas de la Tierra. Allí afirmamos una idea radical: que cada ser humano posee una dignidad soberana. Esa constitución consagró la ciudadanía, los derechos individuales, la libertad religiosa y la separación de poderes.
Nuestros antepasados cargaron la libertad sobre sus hombros. Cruzaron un continente entero, desde las orillas del Orinoco hasta las alturas del Potosí, convencidos de que la libertad nunca está completa si no es compartida. Desde el principio creímos en algo tan simple como inmenso: que todos los seres humanos nacen para ser libres. Esa convicción se convirtió en el alma de nuestra nación.
En el siglo XX nuestra tierra floreció. En 1922, durante nueve días, se produjo el Reventón de La Rosa, en Cabimas, Estado Zulia, y de allí manaron el petróleo y grandes posibilidades. En tiempos de paz, convertimos esa riqueza repentina en un motor de conocimiento y de imaginación. Con el ingenio de nuestros científicos erradicamos enfermedades, fundamos universidades de prestigio mundial, museos y salas de conciertos, y enviamos miles de jóvenes venezolanos a estudiar en el exterior, confiando en que sus mentes libres regresarían a transformar el país. Nuestras ciudades se llenaron con el arte cinético de Soto y de Cruz-Diez. Forjamos acero, aluminio e hidroelectricidad, demostrando que Venezuela era capaz de construir todo lo que se atreviera a soñar.
También fuimos refugio. Abrimos los brazos a migrantes y exiliados de todos los rincones del mundo: españoles que huían de la guerra civil, italianos y portugueses escapando de la pobreza y las dictaduras, judíos que dejaban atrás el Holocausto, chilenos, argentinos y uruguayos que huían de los regímenes militares, cubanos que repudiaban el comunismo y familias enteras de Colombia, Líbano y Siria que buscaban la paz. Les dimos hogar, escuela y seguridad, y todos ellos se hicieron venezolanos.
Esta es Venezuela.
Construimos una democracia que se convirtió en la más estable de América Latina, desatando toda la fuerza creadora de la libertad.
Pero incluso la democracia más fuerte se debilita cuando sus ciudadanos olvidan que la libertad no es algo que debamos esperar, sino algo a lo que debemos dar vida. Es una decisión personal, consciente, cuya práctica cotidiana moldea una ética ciudadana que debe renovarse cada día.
La concentración total de la renta petrolera en manos del Estado generó incentivos perversos y le dio al poder gubernamental un control inmenso sobre la sociedad, que terminó traduciéndose en privilegios, clientelismo y corrupción.
Yo tuve la fortuna de crecer junto a un padre que dedicó su vida a construir, a crear y a servir. De él aprendí que amar a Venezuela significa asumir la responsabilidad de su destino; sin embargo, como sociedad no supimos hacerlo a tiempo.
Cuando comprendimos cuán frágiles se habían vuelto nuestras instituciones, ya era tarde. El cabecilla de un golpe militar contra la democracia fue elegido presidente, y muchos pensaron que el carisma podía sustituir el Estado de derecho.
Desde 1999, el régimen se dedicó a desmantelar nuestra democracia: violó la Constitución, falsificó nuestra historia, corrompió a las Fuerzas Armadas, purgó a los jueces independientes, censuró a la prensa, manipuló las elecciones, persiguió la disidencia y devastó nuestra biodiversidad.
La riqueza petrolera no se usó para liberar, sino para someter. Se repartieron lavadoras y neveras en televisión nacional a familias que vivían sobre pisos de tierra, no como símbolo de progreso, sino como espectáculo. Apartamentos destinados a la vivienda social se entregaban a unos pocos como recompensa condicionada a la obediencia.
Y entonces llegó la ruina: una corrupción obscena, un saqueo histórico. Durante los años del régimen, Venezuela recibió más ingresos petroleros que en todo el siglo anterior. Nos lo arrebataron todo.
El dinero del petróleo se convirtió en un arma para comprar lealtades en el exterior, mientras el Estado se fusionaba con el crimen organizado y con grupos terroristas internacionales.
La economía colapsó más de un ochenta por ciento, la pobreza superó el ochenta y seis por ciento, y nueve millones de venezolanos se vieron obligados a huir.
No son solo cifras; son heridas abiertas.
Pero más profundo y corrosivo que la destrucción material fue el método calculado para quebrarnos por dentro. El régimen se propuso dividirnos: por nuestras ideas, por raza, por origen, por la forma de vida. Quisieron que los venezolanos desconfiáramos unos de otros, que nos calláramos, que nos viéramos comos enemigos. Nos asfixiaron, nos encarcelaron, nos mataron, nos empujaron al exilio.
Han sido casi tres décadas de lucha contra una dictadura brutal, y lo hemos intentado todo: diálogos traicionados, protestas multitudinarias reprimidas, elecciones manipuladas. La esperanza se derrumbó, y con ella se fue apagando la fe en que algo pudiera cambiar. La posibilidad de un cambio se volvió una ingenuidad o una locura.
Y, sin embargo, desde lo más hondo de ese abismo, un paso que parecía pequeño, casi burocrático, desató una fuerza que cambió el rumbo de nuestra historia. Decidimos, contra todo pronóstico, realizar una elección primaria, un acto de rebelión improbable. Decidimos confiar en la gente.
Para reencontrarnos, recorrimos el país por carretera y por caminos de tierra, en una Venezuela sin gasolina, con apagones diarios y con las comunicaciones colapsadas.
Sin recursos, sin publicidad y sin medios de comunicación dispuestos a mencionar nuestros nombres, avanzamos armados únicamente de convicción. El boca a boca se convirtió en nuestra red de esperanza y se extendió más rápido que cualquier campaña, porque el deseo de libertad seguía vivo dentro de nosotros.
La migración forzada, que buscaba fracturarnos, terminó uniéndonos en torno a un propósito sagrado: reunir a nuestras familias en nuestra tierra.
Muchos abuelos me confesaron que su mayor miedo era morir sin conocer a sus nietos vivían en el exterior. Niñas, con voces demasiado tenues para tanto dolor, me pedían que trajera de vuelta a sus madres y hermanos dispersos por el mundo. Nuestro dolor se unió en un solo latido: traer a nuestros hijos de regreso a casa.
Y, como si ese amor compartido abriera caminos, comenzaron a ocurrir pequeños milagros.
En mayo de 2023, durante un acto de campaña en el pueblo de Nirgua, se me acercó una maestra llamada Carmen. Me contó que había visto allí a su jefa de calle, una operadora del régimen que decide, casa por casa, a quién se le da una bolsa de comida y a quién se castiga con el hambre.
Sorprendida, Carmen le preguntó: “¿Qué haces aquí?” Y la mujer le respondió: “Mi único hijo, que se fue a Perú, me pidió que viniera hoy. Me dijo que, si ustedes ganan, él regresará. Dime qué tengo que hacer.” Ese día, el amor venció al miedo.
Dos semanas después llegamos a Delicias, un pequeño caserío tomado por la guerrilla colombiana y por el narcotráfico, donde ni una gallina puede venderse sin permiso de los criminales. Ningún candidato había estado allí desde 1978. Mientras subíamos la montaña, vi banderas de Venezuela ondeando en cada una de aquellas humildes casas. Pregunté, ingenuamente, si era un día de fiesta nacional. Alguien me susurró: “No. Aquí la bandera se mantiene escondida. Sacarla es peligroso. Hoy la gente la alzó para darte las gracias por atreverte a venir. Tú te irás, pero nosotros nos quedamos, marcados.” Ese día, familias enteras confrontaron a los grupos armados que dominaban sus vidas. Y cuando cantamos juntos el himno nacional, la soberanía renació en la forma de un coro frágil y desafiante. Ese día, el coraje venció a la opresión.
Nuestros encuentros se transformaron en reuniones íntimas de miles de personas, donde nos abrazábamos, llorábamos y rezábamos. Comprendimos que nuestra lucha iba mucho más allá de una elección. Era una lucha ética, por la verdad; una lucha existencial, por la vida; y una lucha espiritual, por el bien.
Faltaba menos de un año para la elección presidencial, y nuestro deber era unir a todas las fuerzas democráticas y recuperar la confianza en el voto. Con las primarias lo logramos. Fue un esfuerzo cívico y autogestionado que levantó una red ciudadana en todo el país, como nunca antes en Venezuela.
Así fue como, el 22 de octubre de 2023, contra todo pronóstico, Venezuela despertó.
La diáspora, que ya era un tercio de la nación, reclamó su derecho a votar. El hijo que se fue votó junto a la madre que se quedó, y las filas se extendían por cuadras mientras las papeletas de votación se agotaban. Confiamos en la gente, y la gente volvió a confiar en nosotros.
Lo que comenzó como un mecanismo para legitimar liderazgos se transformó en el renacer de la confianza de un país en sí mismo. Ese día recibí un mandato, una responsabilidad que trascendía cualquier ambición personal. Entendí el profundo peso de la tarea que me había sido confiada.
Pero el régimen, amenazado por esa verdad, me prohibió postularme a la presidencia. Fue un golpe duro, pero los mandatos no pertenecen a las personas, pertenecen al pueblo. Entonces salimos a buscar a quien pudiera tomar mi lugar.
Edmundo González Urrutia, un diplomático sereno y valiente, dio un paso al frente. El régimen creyó que no representaba una amenaza. Subestimaron la determinación de millones de ciudadanos, una sociedad plural, que desde la riqueza de su diversidad se unió en torno a un propósito común. Comunidades, partidos políticos, sindicatos, estudiantes y sociedad civil trabajaron juntos para que se escuchara la voz de la nación.
Faltaban tres meses para el día de la elección, y pocos conocían nuestro candidato.
Además, no bastaba con obtener los votos; había que defenderlos. Durante más de un año habíamos estado construyendo la infraestructura para hacerlo: seiscientos mil voluntarios en treinta mil centros de votación, aplicaciones para escanear códigos QR, plataformas digitales y centros de llamadas desde la diáspora. Desplegamos escáneres, antenas de Starlink y computadoras escondidas en camiones de frutas para llegar a los rincones más remotos del país. La tecnología se convirtió en una herramienta para la libertad.
Las sesiones de entrenamiento se hacían en secreto, al amanecer, en salones prestados por las iglesias, en sótanos y en cocinas, con materiales impresos que cruzaban el país de mano en mano, como si se tratara de una operación de contrabando.
Finalmente llegó el día de la elección, el 28 de Julio 2024. Antes del amanecer ya había filas que daban la vuelta a las cuadras, y en el aire se sentía una esperanza temblorosa y contenida. Nuestro sistema de seguimiento en tiempo real mostraba una participación creciente en cada estado y en cada pueblo. Luego comenzaron a llegar las actas electorales, la prueba sagrada de la voluntad del pueblo: primero por teléfono, luego por mensajes, después en fotografías, más tarde escaneadas y finalmente llevadas a pie, en moto, en mula o incluso en canoa.
Llegaban desde todas partes. La verdad emergía por doquier, mientras miles de ciudadanos arriesgaban su libertad para proteger aquellas actas.
Frente a la irrupción de nuestra victoria abrumadora, el régimen emitió una orden desesperada: los soldados debían expulsar a nuestros testigos de los centros de votación e impedir que recibieran las actas originales a las que tenían derecho por ley. Pero los soldados desobedecieron.
Edmundo González ganó con el sesenta y siete por ciento de los votos, en cada estado, ciudad y pueblo. Todas las actas contaban la misma historia. En cuestión de horas logramos digitalizarlas y publicarlas en una página web, para que el mundo entero pudiera verlas.
La dictadura respondió aplicando el terror. Dos mil quinientas personas fueron secuestradas, desaparecidas o torturadas. Marcaron sus casas, tomaron a familias enteras como rehenes. Sacerdotes, maestros, enfermeras, estudiantes: todos perseguidos por compartir un acta electoral. Crímenes de lesa humanidad, documentados por las Naciones Unidas; terrorismo de Estado, usado para enterrar la voluntad del pueblo.
A más de doscientos veinte adolescentes detenidos tras las elecciones los electrocutaron, golpearon y asfixiaron hasta forzarlos a decir la mentira que el régimen necesitaba difundir: que habían sido pagados por mí para protestar. Mujeres y adolescentes encarceladas siguen hoy sometidas a esclavitud sexual, obligadas a soportar abusos a cambio de una visita familiar, una comida o el simple derecho a bañarse.
Aun así, el pueblo venezolano no se rinde.
Durante estos dieciséis meses en la clandestinidad hemos construido nuevas redes de presión cívica y de desobediencia disciplinada, preparándonos para una transición ordenada hacia la democracia.
Así llegamos hasta el día de hoy, en el que resuena el clamor de millones de venezolanos que ya sienten cercana su libertad.
Este premio tiene un significado profundo: le recuerda al mundo que la democracia es esencial para la paz. Y lo más importante, el principal aprendizaje que los venezolanos podemos compartir con el mundo es la lección forjada a través de este largo y difícil camino: si queremos tener democracia, debemos estar dispuestos a luchar por la libertad.
La libertad se conquista cada día, en la medida en que estemos dispuestos a luchar por ella. Esa es la razón por la cual la causa de Venezuela trasciende nuestras fronteras. Un pueblo que elige ser libre no solo se libera a sí mismo, sino que contribuye con toda la humanidad.
Solo es posible alcanzar la libertad cuando decidimos no vivir de espaldas a nosotros mismos; cuando afrontamos la verdad, por dura que sea; cuando el amor a lo que realmente importa nos inspira el coraje necesario para perseverar y prevalecer. Solo al alcanzar esa coherencia interior, esa integridad vital, logramos estar a la altura de nuestro destino. Solo entonces llegamos a ser quienes realmente somos y podemos vivir una vida que valga la pena vivir.
En esta larga y dura travesía, los venezolanos hemos ganado certezas del alma, verdades profundas que le han dado un sentido trascendente a nuestras vidas y que nos preparan para construir un gran futuro en paz.
Por eso la paz es, en última instancia, un acto de amor. Y ese amor ya ha puesto en marcha nuestro futuro.
Venezuela volverá a respirar. Abriremos las puertas de las cárceles y veremos salir el sol a miles de inocentes que fueron encarcelados injustamente, abrazados al fin por quienes nunca dejaron de luchar por ellos. Veremos a las abuelas sentar a sus nietos en sus piernas para contarles historias, no de héroes lejanos, sino del valor de sus propios padres. Veremos a nuestros estudiantes debatir con pasión, sin miedo, con sus voces al fin libres. Volveremos a abrazarnos, a enamorarnos, a oír nuestras calles llenas de risas y de música.
Todas las alegrías simples que el mundo da por sentadas volverán a ser nuestras.
Mis queridos venezolanos, el mundo ha quedado maravillado por lo que hemos logrado. Y pronto presenciará una de las imágenes más conmovedoras de nuestro tiempo: el regreso de los nuestros a casa.
Yo estaré allí, nuevamente, en el puente Simón Bolívar, en la frontera con Colombia, donde una vez lloré entre los miles que se iban, para recibirlos de vuelta a la vida luminosa que nos espera. Porque, al final, nuestro viaje hacia la libertad siempre ha vivido dentro de nosotros. Estamos regresando a nosotros mismos. Estamos regresando a casa.
Permítanme rendir homenaje a los héroes de este camino. A nuestros presos políticos, a los perseguidos, a sus familias y a todos los que defienden los derechos humanos. A quienes nos protegieron, nos alimentaron y lo arriesgaron todo por cuidarnos. A los periodistas que se negaron a callar. A los artistas que llevaron nuestra voz al mundo. A mi equipo extraordinario, a mis maestros, a mis compañeros activistas políticos y sociales. A los líderes del mundo que nos acompañaron y defendieron nuestra causa. A mis tres hijos, a mí papá adorado, a mi mamá, a mis tres hermanas y a mi valiente y querido esposo, quiénes me han sostenido durante toda mi vida.
Y, sobre todo, a los millones de venezolanos anónimos que arriesgaron sus hogares, sus familias y sus vidas por amor. Ese mismo amor del que nace la paz, el que nos sostuvo cuando todo parecía perdido y que hoy nos une y nos guía hacia la libertad.
A ellos pertenece este honor. A ellos pertenece este día. A ellos pertenece el futuro. Seguimos de la mano de Dios.
Gracias.
El mensaje fue leído por su hija, Ana Corina Sosa Machado, ante autoridades noruegas, representantes internacionales y familiares de la galardonada, en el acto oficial realizado en el Ayuntamiento de Oslo.
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