Fue un niño feliz de Bahía Blanca, que creció haciendo deporte con sus amigos en un típico club del interior, tan típico como su familia: papá, mamá, cuatro hijos. Y fue un niño con sueños de artista, que con ocho años se animó a participar -y brillar- en Si lo sabe, cante, aquel mítico programa de Roberto Galán que recorría el país. Fue después un precoz cantante de tango, con orquesta propia. Pero Glodier Biedma fue además un adolescente con inquietudes e inseguridades, con un mundo interior rico y profundo pero desconocido, tanto como aquel que intuía más allá de los límites de su ciudad.
Y entonces partió, para explorar y explorarse: a Mar del Plata primero, a Buenos Aires más tarde. Mientras más lejos iba, más se sumergía en las profundidades de su propio descubrir. En su verdadera identidad.
Sin querer pero deseando, comenzó a incursionar en el transformismo. De ese modo Glodier terminó abriéndole paso a Analía: ella ocupó su lugar. Inició un recorrido que la llevó enfrentar los prejuicios, a habitar la noche, a vivir de la prostitución. A convivir con los riesgos. A los shows, a la televisión, al reconocimiento. A los lujos. Y a la adicción de la cocaína. También a la tardía -pero segura- reconciliación con sus padres.
Para que entonces, casi una década más tarde, Analía vuelva a ser Glodier, le ceda su lugar.
Es Glodier quien ahora se sienta con Infobae, dispuesto a narrar una historia que pronto será libro y también serie. Está en plena escritura, capítulo a capítulo. Todavía no tiene el nombre. Vivir para contarlo. Así debería llamarse.
“Cuando tenía 17, 18 años -recuerda Glodier-, un director de teatro, Elisardo Tunessi, me ve en un cumpleaños haciendo morisquetas y bailando Madonna. ‘Vos tenés que estar arriba de un escenario’, me dice. Así fue como dejé el tanco y arranqué con el transformismo”.
—Vos te transformabas y eras una bomba. ¿Pero qué pasó en tu casa cuando empezaste con el transformismo?
—Fue muy loco porque venía de algo totalmente diferente, algo muy masculino como el tango. Al prinicipio no fue fácil porque en ese entonces no era tan común. Mi familia tampoco lo tenía claro.
—Y aparte estamos hablando de Bahía Blanca, en los ’90.
—Sí. Y no hacía shows graciosos, cómicos, sino que eran eróticos, sensuales. Me empezaron a contratar de diferentes lugares y quise probar suerte acá, en Buenos Aires. Me vine a los 18 años. Ahí ya asumí la homosexualidad, porque tiene que ver un poco con esto. Mis padres se enterararon muy tarde de la homosexualidad. Y fue bastante crítico.
—¿Qué pasó?
—No lo aceptaron. Ni ellos, ni mis amigos, ni los vecinos. Fue bastante duro. Yo tenía una imagen de salir en los diarios como cantante de tango, algo tan masculino que no les entraba, no les entraba...
—¿No les preocupaba el transformismo, sí que te enamoraras de un hombre?
—Sí. El qué dirán.
—¿Y qué te pasó a vos con esa situación familiar?
—Me sentí muy solo. De muy chico yo tenía tanto amor... Era Glodier Biedma, el cantante. Salían mis afiches en las ciudades del interior, tenía una orquesta y nos íbamos de gira en un motorhome. En Buenos Aires no me fue para nada bien y un año y pico después regreso a Bahía Blanca. Vuelvo haciendo transformismo pero también vuelvo a cantar tango.
—¿En ese momento el transformismo tenía que ver únicamente con una expresión artística?
—Exacto. Yo me transformaba, subía al escenario y después, me destransformaba. Y me iba muy bien.
—¿Cuánto tiempo te llevaba transformarte?
—Hora y pico más o menos.
—¿Y te divertía?
—Sí, un montón. Me veía muy bella, me sentía sexy, me gustaba.
—Pero nunca lo hacías para vos: hasta ese momento era solo para el escenario.
—Exacto. Hasta que en uno de estos shows un chico me ve transformado y me cita. Tenemos una salida. Y empezó todo un juego para él: sentirse seducido por el transformista, no por Glodier abajo del escenario.
—¿Y a vos qué te pasó con eso?
—Me empezó a gustar... (risas).
—¿Y el transformismo empezó a aparecer en otros momentos de tu vida?
—Sí. Pero llegó un momento en que en Bahía Blanca era rechazado y me sentía mal. Tomé la decisión de irme, definitivamente. Buscando esa identidad que quería encontrar en mí, me hago travesti. A los 22 años me voy a Mar del Plata por un montón de factores: para descubrirme, conocerme, aceptarme. Estaba muy confundido.
—¿Qué nombre te pusiste?
—Analía, por una amiga muy bella que era modelo y desfilaba, estilo Florencia Raggi. Yo era muy parecida a ella, la admiraba. Y me puse Analía.
—Ahí la vida ya no era transformarse solo para el escenario.
—No, no. Ya era ser y sentirme una mujer.
—¿Cómo fue el proceso?
—Fue una liberación. Me sentí libre de poder expresar lo que yo quería expresar. Soltarme, sin tener el condicionamiento de mis padres, de la familia, de la sociedad, de dónde venía. Y en Mar del Plata no me conocía nadie: eso era un beneficio para mí.
—¿Les contaste a tus papás?
—No, no, no. Mis padres recién se enteraron a mis 30 años.
—¿Y qué pasa en Mar del Plata?
—Empiezo a ir a boliches. Una noche me ve un diseñador de ropa de Buenos Aires, Pablo Forte, que trabajaba para el programa MuchDance, de MuchMusic. “Vos tenés que venir a Buenos Aires”, me dice. En ese momento yo bailaba y desfilaba, y soñaba con ser famosa.
—¿De qué vivías en ese momento?
—De la prostitución.
—¿Y cómo estabas con eso?
—Sinceramente: era tener plata fácil. Y a su vez, era tener coraje porque no es que uno está con quien quiere. Pero estás dentro de un ambiente, y la noche, la joda, la diversión, la plata... Realmente: era mucha plata porque estaba en una agencia importante. Y no me… O sea, lo hacía sin que me paguen, era como que lo hacía…
—Era un “encima me pagan”.
—Encima me pagan. Exacto.
—Estabas descubriendo todo.
—Sí. Lo que pasa es que tuve una infancia de escenario, de personaje, y aproveché generarme un personaje. Entonces, no me afectaba.
—El que estaba ahí era el personaje.
—Claro. “¿Qué querés?”, entonces, yo me personificaba, amén de que era estéticamente una mujer. Pero para el deseo era…
—Una geisha.
—Exacto. “¿Vamos por acá? Vamos por acá. ¿Vamos por allá? Vamos por allá”.
—Aclaremos que no es plata fácil, estabas poniendo el cuerpo, y hay que decir que un montón de travestis la pasan horrible.
—Horrible... Y si no es fácil ahora, imaginate en ese entonces.
—¿Y venís a Buenos Aires?
—Vengo. En el ’97, ’98. Y arranco a trabajar en este programa.
—En ese momento, ¿te levantabas a la mañana y te montabas como Analía?
—Sí, sí. Esto tampoco es un ejemplo, por eso siempre hablo desde mi historia, pero en ese entonces se inyectaba silicona. Todos querían que yo me ponga lolas, y cuando me empezaron a inyectar dije: “¡No, basta!”, porque era doloroso. Tampoco era algo que yo quería mostrar porque había un tema del respeto hacia mi familia: cuando iba a Bahía Blanca, yo iba como en un género neutro. Por respeto a mis padres, me desmontaba, me ponía algo suelto, me ataba el pelo. Y ellos me veían en la televisión: estuve en Café Fashion, participé de un programa en FM Palermo. Ya estaba dentro de un mundo, pero me exigían que me ponga tetas, que sea algo más.
—¿Qué era lo que se inyectaba?
—Aceite de avión.
—Peligrosísimo inyectarse eso.
—No, no, no... Por favor, nadie. Es una locura.
—Porque no es lo mismo operarse y ponerse silicona.
—No, no. Totalmente. Esto tuvo que ver con el entorno en el que yo estaba.
—Por un lado estaba la carrera artística, ¿pero en Buenos Aires también caíste en un departamento?
—Sí. En realidad no era un departamento: era una agencia. Y estaba muy bien económicamente. Lo hacía muy esporádicamente porque en ese entonces se trabajaba con un book.
—¿Tuviste que aceptar cosas que no querías?
—Sí, sí. Fueron desafíos.
—¿Tuviste miedo en algún momento?
—En muchos.
—¿Por qué?
—Y... porque no sabés lo que te puede llegar a pasar por más que vos tengas el control. Más cuando trabajás para una agencia y tenés que ir a algún lugar. Hay episodios que realmente son muy fuertes, como el sexo en la discapacidad. Pero detrás de todo eso también hay amor, que se lo estás transmitiendo a una persona para que se sienta vivo, real.
—¿Alguien te lastimó alguna vez?
—No, no. Pero el rechazo lo tuve que trabajar un montón. No solamente cuando era gay sino después, con el travestismo. Y es muy violento. Por más que uno va para adelante, se sufre... Trabajé en relaciones públicas de boliches: Ave Porco, Morocco, La Diosa, El Divino. Fue una época hermosa, pero siempre estaba sola. Siempre hacía la mía.
—¿Y trabajaste en la calle en algún momento?
—Sí, sí. Unos días. Quise pasar por la experiencia. Siempre fui muy rebelde (risas). Cuando se liberó la zona roja, en Palermo, pasé por esa experiencia. Igual, no alcancé a estar en la calle porque era una ruta de autos, autos y autos...
—¿Aparte de la plata, lo disfrutabas?
—Sí, sí.
—¿Cómo funcionaba la zona roja de Palermo? ¿Se elegía el lugar?
—Yo era viva porque agarraba a los que venían de Libertador, era la primera (risas). De Santa Fe hacia el otro lado iba todo el mundo: recuerdo que había embotellamientos. Los vecinos se quejaban un montón porque no tenían vida. Era un lío terrible. Yo me fui para el otro lado.
—Muchos también pasaban para agredir, para tirar cosas.
—Sí, pero en ese momento las trans estaban cuidadas. Pasaban cosas, pero estaban cuidadas porque había tanta gente, tanta gente... Yo me paraba a 20 metros de un hotel: de la esquina al hotel, del hotel a la esquina. Era así.
—¿Cuántos clientes se hacía en una noche?
—No, bueno... Muchos. Había algunos rapiditos, había otros que eran más trabajo. Y mientras tanto, yo seguía saliendo en la televisión. No me importaba nada. Por eso te digo de la rebeldía.
—¿Se ganaba bien?
—Sí. Con lo que hacía en una noche, tranquilamente al otro día podía decir: “Me tomo un vuelo, viajo adonde quiero y vuelvo”.
—O sea, no era esa sensación de: “Hago esto para comer”.
—No, no. Para nada, para nada.
—Era una elección, no una necesidad.
—Sí, sí.
—¿La droga, cómo fue en esos años?
—Y... fue bastante protagonista. Me fue acompañando en el período. Arranqué alrededor de los 23 años, en Buenos Aires.
—¿Cocaína?
—Sí. Llegué a una adicción con la cocaína.
—¿Había sufrimiento en esos años?
—Sí. Llegué a una oscuridad profunda.
—¿Vinculada a la cocaína, al ambiente en el que te movías, o a no poder terminar de resolver quién eras?
—A todo eso, a todo eso... Aparte, cuando vas creciendo el cuerpo empieza a cambiar. Un hombre, a los 27, se empieza a poner más cuadrado: los pómulos, el rostro. Y yo me veía en el espejo y ya no era esa belleza, esa chica. Estéticamente estaba bien, pero no era lo que yo pretendía.
—¿Tomabas hormonas?
—Tomé un poco al principio.
—¿Se toman para bajar la testosterona?
—Claro. Pero me dificultaban lo sexual y no me convenía. No me gustaba, no me servía.
—¿Cómo salís de la cocaína?
—Pasé por momentos muy oscuros. Y no dejé cuando dejé el travestismo: me llevó mucho más tiempo. No tuve el acompañamiento ni de un psicológico, un psiquiatra, ni de mi familia ni nadie, porque empecé como una destrucción hacia mí.
—¿Hoy podés ver que te estabas lastimando?
—Sí. En ese momento sentí que me castigué. Y agradezco que escuché mis miedos porque ciertos entornos que están relacionados con la prostitución, la noche, la calle, no son tan hermosos ni tan simpáticos. Por eso yo iba por mi lado y siempre consumía sola.
—¿El consumo tapaba un poco el dolor?
—Sí. Totalmente. Y acá viene el tema de la familia, ¿no? El respeto a mis padres, ese no lastimarlos más. Esa culpa. Cuando cumplo los 30, iba a festejarlos a puerta cerrada en un boliche conocido. Mis padres me dicen: “Queremos ir”. Y ahí fue cuando les dije: “Si ustedes quieren venir, van a estar más que bienvenidos. Pero acá no soy Glodier, acá soy Analía”. Y mi vieja me dijo: “Bueno, vamos igual” (risas). Fue el momento más fuerte que viví en mi vida.
—¿Cómo fue?
—Y estuve... Perdón que me emociono. Fue muy fuerte porque ellos me veían en la televisión transformado, pero no sabían que yo ya vivía como una mujer.
—¿Estás seguro de que no sabían?
—Bueno, seguramente con el tiempo lo fueron sabiendo. Y cuando me dijeron que venían, casi me muero: era enfrentar... Ahí tuve la posibilidad de hablarles y decirles todo.
—¿Cómo reaccionaron?
—Con un abrazo, con amor. Porque entendieron que no importaba qué elección tomaba yo, sino cómo era yo como persona. Me puse a llorar mal... (risas).
—Fue un acto de amor que tus padres te pidieran venir a esa fiesta. Y de alguna manera, te estaban diciendo que todo estaba bien.
—Sí. Lo que pasa es que fue todo un trabajo cuando yo asumí la homosexualidad. Fueron diez años.
—Pero se estaban acercando.
—Sí, sí. Esa noche, estaban ellos con todos mis amigos. Y yo entré directamente y me metí en la cocina. Ya con 30 años... No podía salir. Hasta que vino una tía, mi ángel guardián, y me dijo: “Glodier, ellos ya te aceptan tal cual sos. Salí así”. Yo siempre estaba pensando en ellos...
—¿Y saliste?
—Ahí salí. Y nos divertimos, la pasamos bien.
—¿Algo sanó en el vínculo?
—Sí, sí. Les conté que me prostituía, que me había drogado. Les conté todo. Todo. No quería tener más culpas, no quería tener nada escondido. Para mí, ellos eran a quienes yo les tenía que dar una explicación.
—¿Y preguntaron algo, se enojaron, lloraron?
—Llorar, sí. Llorar, sí. Pero…
—Y unos años después, porque me hablaste de nueve años, volviste a ser Glodier.
—Es que aunque no lo creas, siempre había un porcentaje chiquitito que me decía: “Bancá, esperá. ¿Realmente sos quién querés ser? ¿Quién sos?”. Y el tema de esa oscuridad, ¿no? De la adicción, de ya no encontrarme, del entorno: “No, dale, seguí siendo”. Y yo: “No, no, no...”. Tenía mucho conflicto conmigo mismo. Ya tenía 31, 32, y no son las mismas posibilidades que tenés cuando sos más joven, no tenía oportunidades de crecimiento. Ya no me sentía bien. Y prendí fuego todos los materiales que tenía: fotografías, books...
—¿Por qué?
—Porque ya no me aceptaba como Analía.
—Había una crisis de identidad súper profunda.
—Total. Sí. Es más, en los últimos años ya no tenía amantes, no trabajaba en una agencia, había empezado a dejar la prostitución. Así se fueron dando las cosas. Tuve una situación, sentí el abrazo de mi abuela, a quien amé tanto, y como que me abría unas puertas diciendo: “Podés volver a ser vos, Glodier. No estoy más, no temas. Todo depende del tiempo y de cómo vos te manejes. Todo lo que pasó, que sea un aprendizaje”.
—¿Cómo fue el primer día que te volvés a vestir de hombre?
—Uff, fue terrible. Me costó un montón. Cuando me corto el pelo y me vuelvo a ver con mi color de pelo, volví a tener 24 años. Era como que había desaparecido Glodier, y había vuelto.
—¿Y trajo alivio?
—Sí.
—¿Ese mismo alivio que en algún momento sentiste cuando te fuiste y pudiste convertirte en Analía?
—Sí, totalmente.
—¿En qué empezaste a trabajar?
—De casualidad, escucho que se estaba reabriendo el Bar Británico, un bar histórico donde escribía Sábato. Y les digo: “Llevame de lo que sea”, porque era volver a empezar, arrancar una vida de cero. Glodier, de cero. Ahí arranqué de camarero. Y volví a la gastronomía, que ya lo había hecho en Bahía Blanca. Ahora soy director general de operaciones globales de Black Room Bar, en Palermo. Acá tenemos la casa matriz; tenemos otro bar en Chile y estamos viendo de abrir en Perú o en Colombia.
—¿En algún momento pudiste dejar la cocaína?
—Sí, solito.
—¿Hoy estás bien?
—Muy bien. Feliz, enamorado, en pareja desde hace tres años. Si estoy acá es porque tengo el apoyo de saber que alguien me ama tal cual soy. Con mi pasado. Porque imaginate que no fue fácil tampoco volver a ser Glodier. En algún momento tengo que decir quién fui. Fui travesti. Y también fui muy muy rechazado.
—¿Qué te queda de Analía?
—Muchas cosas. Me queda defenderme. Sobrevivir. Salir adelante, saltar a lo desconocido. Si seguís en la misma, no descubrís y ya sabés lo que te puede pasar.
—¿La recordás bien?
—Sí.
—La querés.
—Sí. Es que era divina (risas). Era divina... Pero no va a volver.
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