Mientras Morena ama a Nicolás Maduro, Estados Unidos lo acusa de narcotráfico Elarsenal.net
Raúl Flores Martínez.
Dos visiones radicalmente opuestas chocan en el tablero internacional. Por un lado, el gobierno de Estados Unidos anunció una recompensa de 50 millones de dólares por información que conduzca al arresto de Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, acusado de encabezar una red de narcotráfico internacional.
Por el otro, los gobiernos mexicanos de Morena se empeñan en mostrarle respaldo político, tratándolo como un aliado e incluso como un referente ideológico.
La fiscal general estadounidense, Pam Bondi, lanzó acusaciones directas: Maduro habría recurrido a organizaciones terroristas extranjeras, como el Tren de Aragua, el Cártel de Sinaloa y el Cartel de los Soles, para introducir drogas “mortales” y violencia en territorio estadounidense.
De acuerdo con la DEA, en recientes operativos se confiscaron 30 toneladas de cocaína ligadas a Maduro y sus socios, de las cuales casi 7 toneladas estarían directamente relacionadas con él. Para Washington, estas cifras demuestran que el mandatario venezolano es una pieza clave en el financiamiento de carteles asentados tanto en Venezuela como en México.
Mientras la Casa Blanca ofrece pruebas y una recompensa sin precedentes contra un jefe de Estado en funciones, México opta por un silencio cómplice o, peor aún, por una defensa abierta. Presidentes mexicanos recientes han recibido a Maduro en cumbres, lo han aplaudido en foros internacionales y lo han protegido del aislamiento diplomático que gran parte de América Latina ha intentado imponerle.
Resulta paradójico que el mismo México que libra una sangrienta guerra interna contra los cárteles de la droga muestre tolerancia —y hasta simpatía— hacia un líder acusado de ser socio de esas mismas estructuras criminales.
La política exterior mexicana, amparada en la “no intervención” y el “respeto a la autodeterminación de los pueblos”, termina funcionando como escudo político para un régimen acusado de violaciones a los derechos humanos, corrupción masiva y, ahora, vínculos directos con el narcotráfico.
Venezuela, que alguna vez fue una de las economías más prósperas de la región, se encuentra en una crisis humanitaria sin precedentes. Millones de ciudadanos han huido del país, la inflación devora los salarios y la represión es la norma para silenciar el descontento.
Sin embargo, en lugar de reconocer a Maduro como un dictador que ha llevado a la ruina a su nación, los gobiernos mexicanos parecen idolatrarlo como si se tratara de un símbolo de resistencia ante el “imperialismo”, ignorando el costo humano y moral de su permanencia en el poder.
Defender a Maduro en este contexto no es un gesto neutral. Es un mensaje político que coloca a México del lado de un mandatario con acusaciones graves y documentadas por agencias internacionales.
Esta postura podría responder a afinidades ideológicas, a cálculos diplomáticos o a un interés en mantener un bloque regional contrario a la influencia estadounidense. Sin embargo, el costo de esa alianza es alto: se erosiona la credibilidad de México como país comprometido con la democracia y el Estado de derecho.
En la retórica oficial, México combate al crimen organizado con determinación. En la práctica, su política exterior protege a un líder señalado de ser socio de esos mismos criminales.
Mientras en Washington lo persiguen como a un narcotraficante, en Ciudad de México lo reciben como a un jefe de Estado respetable. Este doble discurso no solo debilita la lucha contra el narcotráfico, sino que deja a México atrapado entre la coherencia moral y la conveniencia política.
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