
Cuando el juez murió, hace ya cincuenta y un años, murieron con él los secretos de un crimen que ya es leyenda: el asesinato en Dallas del trigésimo quinto presidente de Estados Unidos, John Kennedy, el 22 de noviembre de 1963. A Kennedy le volaron la cabeza a balazos y las investigaciones posteriores dieron como resultado una hipótesis poco creíble: un único asesino, Lee Harvey Oswald, un mal tirador en sus tiempos en la Armada, había hecho los certeros disparos que acabaron con la vida del presidente.
La historia oficial, y enlodada, del asesinato quedó así consagrada en un informe elaborado por una comisión especial creada por el sucesor de Kennedy, el texano Lyndon Baines Johnson, que pasó a la historia como “Informe Warren”, porque la comisión fue presidida por quien era entonces el titular de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, Earl Warren, que es quien a su muerte se llevó los secretos a la tumba.
Poco importó que una filmación amateur, la del sastre Abraham Zapruder, mostrara a las claras que el disparo fatal a Kennedy fue hecho desde el frente del Lincoln presidencial que transportaba al presidente por la calle Elm, frente a la Plaza Dealey. Menos de un año después, la Comisión Warren, que debió encargarse de ahondar en pruebas y en evidencias, insistió en que los balazos llegaron todos desde atrás del auto presidencial, desde una ventana del sexto piso del depósito de libros escolares de Texas, donde estaba apostado Oswald.
Poco importó también que los disparos, que quedaron fijados en tres, hayan sido muchos más. Uno de ellos perdió el blanco, dio en el cordón de la calle y los fragmentos de concreto hirieron en la cara a un espectador. Si un balazo se había perdido, los dos que quedaban tenían que encajar, con fórceps, en la historia oficial que encubrió el crimen. Fue necesario idear una “bala mágica” que dio en Kennedy, salió por su garganta, recorrió un raro trayecto hasta dar en el muslo y en la muñeca del gobernador de Texas, John Connally, que viajaba en el asiento delantero al de Kennedy, y terminó intacta en la camilla del hospital Parkland, adonde fue llevado el presidente ya herido de muerte. La historia oficial dictada por la Comisión Warren fue terminante. E inapelable.
Warren tuvo fama muy bien ganada de gran juez. Pero también supo ganarse muy bien la mala fama que rodea al Informe Warren. En los años posteriores a su vida judicial —se retiró en 1969 como juez de la Corte— fue prudente, cauteloso y discreto para revelar poco y nada sobre el asesinato. Pero ratificó lo que parecía evidente: nunca se iba a conocer la verdad completa y, en segundo lugar, la revelación de la verdad, aún fragmentada, podía llegar a afectar la seguridad de la nación. Todo está escrito, publicado y nunca desmentido.

La muerte de Warren, el 9 de julio de 1974, pasó inadvertida en la Argentina, conmovida todavía por la muerte reciente, el 1 de julio, del general Juan Perón. En Estados Unidos recordaron su brillante carrera judicial y su rol fundamental como presidente de la comisión que investigó el asesinato de Kennedy. O que debió investigar el asesinato de Kennedy. También recordaron sus aspiraciones políticas que fueron intensas y que le ganaron un enemigo fervoroso y cruel: Richard Nixon, a quien Warren correspondió en enemistad con igual fervor.
Earl Warren había nacido en Los Angeles el 19 de marzo de 1891. Era hijo de un empleado de ferrocarril y quiso ser abogado desde antes de cursar la secundaria en el pueblo donde trabajaba su padre: Bakersfield. La vocación brotó de un trabajo voluntario como pinche en el juzgado penal del condado de Kern. Fue un alumno brillante de la Universidad de California en Berkeley, la universidad que, con los años, sería la cuna del movimiento hippie y del “flower power”, donde estudió Ciencias Políticas antes de ingresar en la facultad de Derecho. Se graduó en 1912 y se doctoró en 1914. En mayo de 1915 fue admitido en el Colegio de Abogados de California.
Entre 1920 y hasta que se retiró de la Justicia, casi medio siglo después, Warren trabajó en la función pública. Fue fiscal del condado de Alameda a la muerte de su titular y ganó las elecciones que lo consagraron en el cargo en 1926, 1930 y 1934. Se hizo famoso por combatir el crimen, aquellos eran los años de la Ley Seca, de la gran crisis económica provocada por el crash de 1929 y los del auge de la mafia, y mostraba un récord algo inusual: nunca un tribunal superior revocó sus dictámenes o cuestionó sus argumentos.
Era republicano, pero tenía el apoyo de los demócratas porque sus ideas encajaban en el centro y en el liberalismo, una impronta que hoy se conocería tal vez con ese raro eufemismo que la califica como “avenida del medio” y que ni es avenida, ni es del medio. El apoyo popular y, sobre todo, el de republicanos y demócratas en extraña unidad, lo hicieron gobernador de California en 1942, 1946 y 1950 en tres elecciones ganadas casi sin oposición.
En 1942 avaló una cuestionada decisión del entonces presidente Franklin D. Roosevelt de encerrar en campos de concentración a los ciudadanos japoneses y a los americanos de ascendencia japonesa, luego del ataque a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, y de la inmediata entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. La medida afectó a más de ciento veinte mil personas que vivían en la costa oeste de Estados Unidos y que fueron enviadas por tres años a unas barracas precarias y de condiciones lastimosas. Aquellos no eran los campos de concentración de Adolf Hitler, pero eran campos de concentración. La huella que dejó ese encierro forzado ensucia la historia de los derechos civiles de Estados Unidos y está reflejada en el Museo Nacional Japonés-Americano de Little Tokyo, en Los Angeles.

En 1944, el partido republicano le dio a Warren la posibilidad de ser candidato a presidente, honor que el juez tuvo a bien declinar con innegable astucia porque debía enfrentar a Roosevelt, que aparecía como invencible en las elecciones de ese año. El candidato republicano fue Thomas Dewey, otro hombre ligado a la Justicia que había sido gobernador de New York. Roosevelt ganó esas elecciones, asumió en 1945 y murió el 12 de abril, cuando la guerra estaba por terminar con el triunfo aliado.
El nuevo presidente, Harry Truman, completó el mandato de Roosevelt y se presentó a las elecciones de 1948. Dewey le hizo frente con Warren como compañero de fórmula: perdieron, fue la única elección que Warren perdió en su vida. Su ambición política no fue enturbiada por la derrota. Al contrario, creció. Para las elecciones de 1952, Warren pensó en postularse como precandidato a la presidencia por el partido Republicano. Tropezó con un escollo: Richard Nixon. Para los días de la convención, Nixon sabía que podía ser el compañero de fórmula del otro precandidato republicano, el prestigioso general Dwight Eisenhower, que había comandado los ejércitos aliados en la invasión a Europa que ayudaría a terminar la guerra contra Hitler. A Nixon, el chisme de su eventual candidatura como número dos de Eisenhower se lo había transmitido el eterno Dewey, ya sin chance electoral después de haber sido derrotado dos veces.
Lo que sigue es el relato de esos días que hizo el escritor Anthony Summers, autor entre otras obras valiosas de un retrato de la compleja personalidad del entonces poderoso director del FBI, J. Edgar Hoover. Dice Summers en su libro The arrogance of power – The secret world of Richard Nixon (La arrogancia del poder – El mundo secreto de Richard Nixon): “Nixon había firmado un compromiso legalmente vinculante para apoyar al gobernador de California, Earl Warren, para la nominación presidencial. Sin embargo, se dedicó a enviar un capcioso cuestionario a veinticuatro mil californianos, cuyo costo, cerca de mil dólares, fue cargado ilegalmente al Gobierno, preguntando a quién preferían como candidato presidencial republicano”.
El aparente deseo democrático de Nixon escondía una trampa. Sigue Summers: “Las preguntas estaban redactadas de modo que se insinuaba que la candidatura de Warren estaba condenada al fracaso. En la convención de Chicago, Nixon y Murray Chotiner, conscientes del daño que provocaban a Warren, conspiraron afanosamente en favor de Eisenhower”.
Chotiner era un fervoroso anticomunista, socio y amigo de Nixon. Warren jamás olvidó, ni perdonó esa traición. Uno de los partidarios de Nixon, el californiano John Rothmann, recordó: “Warren odiaba a Nixon. Jamás olvidó esa deslealtad. El momento más desagradable en la carrera de Warren llegaría en 1969, cuando, como titular del Tribunal Supremo, tuvo que tomar juramento a Nixon como presidente. Años después, ya enfermo y con Nixon chapaleando en el barro del caso Watergate que lo llevaría a la renuncia, Warren diría del todavía presidente: “Era despreciable, un tramposo, un mentiroso y un sinvergüenza (…) Abusaba del pueblo norteamericano”.
En 1953, Eisenhower, con Nixon como vice, nombró a Warren como el décimo cuarto presidente de la Corte Suprema. Lo fue durante trece años, hasta que se jubiló en 1969, años que se conocen como los de “la corte Warren” por sus célebres sentencias, entre ellas, la que declaró inconstitucional la segregación racial, y por las que invocaron en numerosos casos el principio de “un hombre, un voto”, que contribuyeron a la igualdad de derechos cívicos en el sur de Estados Unidos.

Cuatro días después del asesinato de Kennedy, su sucesor, Lyndon Johnson, citó en la Casa Blanca al juez Warren. Le dijo que era una obligación nacional ponerse a la cabeza de una comisión investigadora del crimen. Johnson fue bastante dramático ante la renuencia del experimentado Warren en cargar con semejante responsabilidad. El presidente le dijo al juez que, si ciertos rumores que corrían esos días no eran desechados, Estados Unidos podría verse envuelto en “una guerra que costaría millones de vidas”. Los rumores a los que hacía referencia Johnson aludían a la posible participación en el asesinato de Kennedy de fuerzas de inteligencia cubanas o de la Unión Soviética. Era un disparate: la posibilidad de que Cuba o la URSS hubieran tomado parte del complot contra Kennedy fue más bien una de las tantas pistas falsas que se instalaron horas después del asesinato para dificultar, enturbiar y desviar las eventuales investigaciones. Diez meses más tarde, cuando la Comisión Warren dio su informe, una de sus conclusiones decía que “ningún gobierno extranjero había jugado rol alguno” en el asesinato de Kennedy.
La Comisión Warren, que se conoció como “President’s Commission on the Assassination of President Kennedy” estuvo integrada, además de por su presidente, el juez Warren, por Richard Russell Jr., senador demócrata por Georgia; John Sherman Cooper, senador republicano por Kentucky; Hale Boggs, representante (diputado) demócrata por Luisiana y líder de la mayoría en la Cámara; John McCloy, abogado, banquero, expresidente del Banco Mundial, comisionado en Alemania luego de la Segunda Guerra Mundial y consejero de Kennedy durante los críticos días de la crisis de los misiles rusos en Cuba en 1962; y por Gerald Ford, representante republicano de Michigan, que sería luego vicepresidente y presidente de Estados Unidos. El séptimo integrante de la comisión era Allen Dulles, exdirector de la CIA.
El de Dulles era un nombramiento extraño: había sido cesado por Kennedy en 1961, luego de la fracasada invasión mercenaria a Cuba, una operación de la CIA preparada durante el gobierno de Eisenhower que Kennedy decidió cumplir reservándose la decisión de cancelarla cuando juzgara necesario. Si lo que con los años surgió como una de las tantas teorías sobre el asesinato de Kennedy que apuntó a un crimen de Estado en el que tuvo participación la CIA, el nombramiento de Dulles en la Comisión Warren sonaba demasiado similar a la parábola del zorro a quien le encargan que custodie el gallinero.
La Comisión Warren entregó su informe final al presidente Johnson en septiembre de 1964. Su principal conclusión afirmaba, lo afirma aún hoy, que Lee Harvey Oswald actuó solo y que fue la única persona que disparó contra Kennedy el mediodía del 22 de noviembre de 1963 en la Plaza Dealey de Dallas, Texas.
De nuevo surge la pluma del escritor e historiador Anthony Summers. En el libro que dedicó a su investigación sobre el magnicidio de Dallas, Summers cita una curiosa paradoja en torno al informe de la Comisión Warren. En 1969, cuando las críticas a la versión oficial del asesinato de Kennedy eran numerosas y documentadas, cuando pocos creían, como pocos piensan hoy, que Oswald actuó solo, fue el propio Johnson el que puso en duda la versión de la comisión que él mismo había nombrado.
Dice Summers: “Irónicamente, fue el presidente Johnson (…) quien dejó caer la indirecta oficial más contundente que permitía entrever que Oswald era más de lo que pretendía ser. En 1969, en un reportaje para la cadena de televisión CBS, Johnson dijo: ‘No creo que ellos (la Comisión Warren), ni yo, ni nadie más estemos completamente seguros de todo lo que puede haber motivado a Oswald, o a otros que podrían haber estado involucrados. Pero Oswald era un tipo misterioso y tenía conexiones que merecían ser investigadas’. Eso fue un eufemismo —comenta Summers en su libro— pero el expresidente sintió que había dicho demasiado. Pidió a la CBS que ocultara esa parte de la entrevista por motivos de “seguridad nacional”. La CBS accedió y suprimió los comentarios de Johnson hasta 1975”.

Para entonces Johnson había muerto —en enero de 1973— y el juez Warren también —en julio de 1974—. El enigma Kennedy siguió siendo un enigma. Summers dice en su libro que esas dos palabras dichas por Johnson a la CBS en 1969, “seguridad nacional”, habían sido las mismas que el juez Warren le había dicho a él en 1964. Summers le había preguntado a Warren si la documentación de la comisión que había presidido y que había investigado el asesinato de Kennedy sería pública alguna vez. Warren le dijo: “Sí, alguna vez llegará el momento. Pero no será durante tu vida. No me refiero a nada en particular, pero podría haber algunos aspectos relacionados con la seguridad nacional. Esto se preservaría, pero no se hará público”. El juez Warren usó la expresión: “Not in your lifetime”, que es el título que Summers eligió para su libro, editado en 1980.
Entre las teorías conspirativas que rodean a lo largo de más de seis décadas el asesinato de Kennedy, una de ellas sostiene que se trató de un complot de la CIA y, de alguna manera, involucra al juez Warren en la ocultación de esa conspiración. Se trata de la que expresó en su tesis de doctorado el escritor e investigador Michael Calder, que al igual que el juez Warren, pero muchos años después, se graduó en la Universidad de California en Berkeley.
Calder especula en su libro JFK vs CIA: “En algún momento, al principio del proceso, se expuso toda la verdad ante Earl Warren. Sugiero que representantes de la CIA y del Ejército se reunieron en privado con el presidente del Tribunal Supremo. Se le explicó que la CIA efectivamente asesinó al presidente Kennedy, con el pleno respaldo y participación del Ejército. Se le explicó que JFK era considerado una amenaza para la seguridad nacional. Si el presidente del Tribunal Supremo ocultaba el asesinato, la democracia continuaría como lo había hecho durante el último siglo y medio. Si, por el contrario, se revelaba la conspiración, el Ejército estaba listo para suspender la constitución y dar un golpe de Estado”.
La de Calder es especulación pura. Sólo calza en la vaga referencia a la “seguridad nacional”, hecha alguna vez por el atribulado presidente de la Corte Suprema.
Pese al anuncio hecho hace poco por el presidente Donald Trump sobre la liberación de toda la documentación relacionada con la muerte de Kennedy, hay evidencias de hace seis décadas que todavía siguen en calidad de secreta; otras, fueron destruidas en 1973 por orden del entonces director de la CIA, Richard Helms.
Seis meses después del doloroso trance de tomarle juramento como presidente a Richard Nixon, su despreciado rival, Earl Warren se jubiló como juez de la Corte Suprema, dejó su historial de fallos luminosos, cargó sobre sus espaldas el pasado casi infame de la comisión que debió investigar el asesinato de John Kennedy y que lleva su nombre, y sumió el resto de su vida en un sutil ostracismo. Cuatro años antes de su muerte, en pleno apogeo de la era nixoniana y cuando aún no había sombras del escándalo Watergate que estalló en 1972, Warren dijo al periodista Alden Whitman del New York Times que consideraba a Nixon como “el presidente más censurable de la historia de esta nación”.
Después de la muerte de Warren, que se marchó a la tumba con sus secretos, salió a la luz que al exjuez se le había negado la admisión en el Hospital Naval de Bethesda, que por tradición vela por la salud de los ciudadanos más importantes de Estados Unidos. Arthur Goldberg, un jurista que fue asociado a la Corte Suprema cuando la presidió Warren, dijo que era probable que la negativa a admitirlo en el hospital naval se haya debido “a la inacción de Nixon”. Warren precisaba una autorización de la Casa Blanca para ser atendido en Bethesda.
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