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¿Por qué la guerra?: La función del enemigo

¿Por qué la guerra? Bajo este título se publicó en 1933 el intercambio epistolar entre dos de las figuras más relevantes del siglo XX: Albert Einstein y Sigmund Freud. El encargo provino de la Comisión Permanente para la Literatura y las Artes de la Liga de las Naciones, que pidió al Instituto Internacional de Cooperación Intelectual promover una reflexión sobre temas de gran trascendencia entre figuras prominentes. Fue así como el Instituto contactó a Einstein, quien sugirió a Freud como interlocutor.

Freud aceptó la invitación, y las cartas se redactaron entre julio y septiembre de 1932. Como era de esperarse ante el ascenso de Hitler, la publicación fue prohibida en Alemania debido al origen judío de ambos intelectuales.

Aunque para Freud la guerra y las pulsiones que la preceden ya eran temas explorados en diversos textos —De guerra y de muerte (1915), El porvenir de una ilusión (1927) y El malestar en la cultura (1930)—, esta correspondencia tiene la fuerza del intercambio entre dos mentes pacifistas que intentaban explicar la vigencia del peligro bélico frente a los grandes avances tecnológicos. Los tambores de guerra sonaban entonces igual que ahora.

Einstein partía de una pregunta fundamental: ¿existe alguna forma de librar a la humanidad de la amenaza de la guerra? Reflexionaba sobre una naturaleza humana en la que habitan el odio y la destrucción, y la facilidad con que estos sentimientos se propagan en las masas. Ante ello, y frente a los vulgares intereses de la industria armamentista, proponía un organismo internacional con autoridad soberana para imponer sus fallos. Aunque en el fondo reconocía lo utópico de su propuesta, parecía anticipar la limitada eficacia de la actual Organización de las Naciones Unidas (ONU), cuyo Consejo de Seguridad ha logrado poco para prevenir, evitar o terminar conflictos armados.

Freud, por su parte, ahondó en las raíces psicológicas del conflicto. Expuso cómo las pulsiones de vida (Eros) y de muerte (Tánatos) coexisten en un frágil equilibrio que permite el funcionamiento individual y social. La ruptura de dicho equilibrio puede desatar el dominio de la violencia en una espiral inagotable, donde la aniquilación del enemigo y, paradójicamente, la necesidad de su existencia, sientan las bases de nuevos conflictos. Esta aparente contradicción es una de las claves más oscuras de la psicología de la guerra.

El enemigo cumple una función: es necesario, incluso indispensable. En él, las sociedades proyectan sus propias pulsiones destructivas —aquello que no soportan de sí mismas— y le atribuyen la causa de sus fracasos. Al externalizar el mal, el adversario se vuelve esencial para la cohesión del grupo. La identidad nacional, partidaria o sectaria se forja con frecuencia no en la afirmación de lo propio, sino en la negación y el odio a lo ajeno. Así, la eliminación total del otro supondría una crisis de propósito, forzando a la comunidad a confrontar sus demonios internos, a preguntarse quiénes son en realidad. Por ello, el fin de una guerra a menudo no trae la paz, sino la búsqueda latente de un nuevo adversario sobre el cual depositar, una vez más, el inagotable impulso de Tánatos.

De ahí que, para Freud, la guerra no sea un accidente de la historia ni un mero error de cálculo político, sino la manifestación a gran escala de la pulsión de muerte. Con un pesimismo radical, concluye que esta inclinación es una parte ineludible de nuestra psique.

A pesar de ello, en un párrafo cuya traducción cito textualmente, Freud ilustra de forma atemporal por qué vale la pena ser pacifistas, incluso a riesgo de parecer ingenuos:

“Todo hombre tiene derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila las promisorias vidas humanas, pone al individuo en situaciones indignas, lo compele a matar a otros —cosa que él no quiere—, destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. También porque la guerra en su forma actual ya no da oportunidad ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción, una guerra futura significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos.” —Freud, S. (1932).

Hoy, a más de noventa años de este ejercicio, duele constatar la vigencia de sus palabras. A pesar de los avances, no hemos logrado un acuerdo para dirimir las diferencias entre naciones ni dentro de ellas; tampoco en las comunidades, en las familias ni en las parejas. La violencia parece constitutiva, una pulsión de destrucción inherente a lo humano que trasciende todo. El perdón es una utopía cuando personas y naciones enteras alimentan el rencor y la venganza. Solemos pensar en el pasado en términos de agravios recibidos o conquistas logradas, y confundimos el orgullo patrio con el odio al extranjero, sin darnos cuenta de que somos una misma especie, con un mismo código genético y, quizá, una misma razón de existir.

Tristemente, la guerra ha sido una constante en el devenir civilizatorio. Peor aún, muchas veces se ha entendido como el único camino hacia la paz: la pax romana; hoy en México, la llamada “paz narca”; la paz a costa de la renuncia a las libertades de los vencidos. Los líderes mundiales justifican ataques preventivos y venganzas sangrientas, mientras la aniquilación del enemigo se persigue como una meta que genera satisfacción, no vergüenza. Las “reglas” bélicas y los códigos de honor se ignoran, y los crímenes de guerra se justifican bajo supuestas superioridades morales que anulan la humanidad del adversario. Hoy, las muertes son “daños colaterales necesarios” que invisibilizan los nombres, las ausencias… y el dolor que dejan los cuartos vacíos en cada hogar.

¿Qué haremos si los conflictos regionales se extienden a una escala global? ¿Acaso no hemos aprendido nada en el último siglo? ¿Qué será de las generaciones expuestas a un estrés postraumático sin igual? ¿Dónde estarán los soldados, los cuerpos de rescate, las familias, los periodistas, los testigos, los niños? Acaso los vencedores dormirán tranquilos. ¿Qué pensar de la posibilidad de un holocausto nuclear?

Tenemos la obligación imperante de proteger el futuro de la Tierra. Noventa años y casi doscientos millones de muertos después, las palabras de Freud resuenan con una urgencia aterradora. Él concluye su epístola con una idea que es, a la vez, diagnóstico y esperanza:

“Todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra.”

Así, a pesar del sombrío diagnóstico, es posible dar la batalla por una cultura de paz. Se requiere, sin embargo, que el concierto de las naciones sea dirigido por amantes de la vida; un liderazgo que se comprometa activamente a:

Crear lazos afectivos. Especialmente con quienes percibimos como “los otros”: las minorías, los diferentes. El afecto genera empatía, humaniza y nos permite tejer historias de entendimiento que revelen una humanidad compartida, una que eclipse cualquier diferencia.

Someter nuestras pulsiones al imperio de la razón. Fortaleciendo el intelecto y el pensamiento crítico para dominar las pasiones más primitivas y las narrativas de odio que las explotan.

Sublimar la agresión. Canalizándola a través del arte, la cultura y la competencia noble —como en las gestas deportivas o académicas—, confrontaciones entre naciones donde pueda haber vencedores, pero no vencidos.

Sobre el autor:

*Edgar Alonso Angulo Rosas es psicólogo clínico y experto en adicciones con amplia experiencia en prevención y atención a violencias, adicciones, salud mental y derechos humanos. Ha ocupado cargos directivos en ONGs, sector público y privado.

Correo electrónico: eangulor@eldivan.org

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