A veces las fronteras cambian sin que nadie las trace. El deshielo avanza, y con él, las ambiciones. Sobre la superficie inestable del Ártico, donde antes solo el silencio y el hielo tenían autoridad, ahora desembarcan las grandes potencias, sedientas de rutas, minerales y poder.
En los mapas antiguos, el Ártico era un vacío blanco. En los nuevos, está lleno de trazos estratégicos: corredores marítimos, yacimientos de gas, zonas de seguridad, bases militares. China, que se autodefine como “estado casi ártico”, planea su Ruta de la Seda Polar; Rusia, dueña de la mitad del litoral ártico, despliega submarinos y bombarderos; Estados Unidos, Noruega, India, Suecia, Finlandia, Canadá… todos observan, miden, proyectan.
La lógica es simple: lo que antes estaba sepultado bajo el hielo ahora puede ser extraído, patrullado, explotado. El calentamiento global, que algunos ven como tragedia, para otros es apertura. Un nuevo mapa del mundo se dibuja desde el frío.
Magnus Mæland asumió como alcalde de Kirkenes y, en cuestión de semanas, tres delegaciones chinas golpearon su puerta. Llegaron con sonrisas, folletos y propuestas. Querían invertir, comprar, establecer presencia. Había una certeza en sus modales: el Ártico era también suyo.
Desde Harbin, al norte de China, hasta las aguas que rozan Svalbard, la narrativa oficial de Beijing insiste en que no hay distancia entre el mapa político y el deseo. Se llaman a sí mismos “near-Arctic state”, aunque su latitud no toca el círculo polar. Pero el término no importa tanto como la voluntad.
Han intentado comprar puertos en Noruega y Suecia, un aeropuerto en Groenlandia, establecer centros de investigación científica que quizás también sirvan para otras cosas. Cada rechazo europeo ha sido una pequeña herida en su proyecto de legitimidad polar. Así, China ha girado hacia Rusia, donde el interés comercial coincide con la necesidad. Inversiones en gas, colaboración militar, patrullajes conjuntos.
Pero ni Moscú los abraza del todo, ni Beijing olvida a Occidente. Hay entre ellos una alianza táctica, no una confianza verdadera. China necesita el Ártico, pero no al precio de quedar atrapada entre sanciones y sospechas. Por eso juega en múltiples tableros, con un pie en cada hemisferio, como quien observa su reflejo en un hielo que no termina de romperse.
Miyuki Daorana nació en el norte de Groenlandia. Cuando era niña, jugaba con sus primos cerca de las grietas de hielo que crujían al paso de los perros. Ahora viaja por el mundo hablando de colonialismo verde. “Nos quieren salvar, pero lo que buscan es quedarse con lo que queda”.
Desde hace siglos, los Inughuit, los Sámi, los Nenets, y otros pueblos del Ártico han vivido entre las estaciones, los animales, el viento. Sin mapas, sin permisos, sin tratados. Hoy, esos mismos territorios son codiciados por gobiernos que se presentan como defensores del clima, pero que perforan el suelo buscando gas y cobre.
A Miyuki la escuchan en cumbres diplomáticas. Aplauden sus palabras, toman notas. Pero al volver al Ártico, lo que encuentra es maquinaria, ruido, cercas. La promesa de un futuro verde ha llegado como una nueva forma de despojo.
“Antes era el oro, ahora es el litio. Antes era por religión, ahora por el clima. Pero el patrón se repite”, dice. Y cuando Donald Trump propuso comprar Groenlandia, rieron. Ahora ya no ríen. “El Ártico no es un tema. Es nuestra casa”.
La nieve ha dejado de caer, pero el silencio sigue ahí. En Kirkenes, los días transcurren entre ventanas rotas, talleres cerrados y un puerto sin barcos. Las fachadas de los antiguos depósitos mineros se han vuelto gris azulado, deshaciéndose bajo el viento marino. Pareciera que todo hubiese quedado suspendido.
Y sin embargo, el futuro se imagina aquí.
Terje Jørgensen, director del puerto, habla de convertir Kirkenes en el Singapur del Norte. Carga mapas, gráficos, una visión. Cree que, si los hielos continúan cediendo, los cargueros que crucen el Ártico desde Asia podrían hacer su primera parada europea en estas aguas. Lo llama “puerto de transbordo intercontinental”.
No quieren vender terreno a nadie. Ni a chinos, ni a ingleses, ni a fondos noruegos. La nueva ley lo impide. El miedo es que en un gesto cualquiera, por una venta más, se filtre una potencia extranjera bajo el disfraz del capital.
Pero Kirkenes está vacía. Se necesitan inversores, operarios, barcos. Se necesita algo que ya no está. El dilema es concreto: cómo crecer sin rendirse. Cómo atraer sin ceder. Cómo no volver a ser un satélite de potencias que solo miran el norte cuando el sur empieza a tambalearse.
La mañana es diáfana en Longyearbyen. Las casas de colores parecen alinearse para una fotografía de calendario. Una bandera noruega flamea en cada rincón. Es el Día Nacional de Noruega, y en las calles hay desfiles, canciones, niñas con trenzas y abrigos brillantes. Todo sugiere orgullo, pertenencia, una isla que afirma su identidad.
Pero al otro lado del valle hay otra historia.
En Barentsburg, el asentamiento ruso, marchan bajo la bandera soviética para conmemorar la victoria en la Segunda Guerra. No hay provocación abierta, pero el gesto es claro. En el Ártico, los símbolos pesan más que las palabras.
Más allá, en una planicie blanca, la estación de investigación china parece igual a cualquier otra. Antenas, paneles solares, un laboratorio. Pero los rumores dicen que también capta señales, que no todo es ciencia. Nadie lo confirma, nadie lo niega. “Sería ingenuo creer que no hay inteligencia en estos centros”, dice el alcalde local. Y asiente.
Svalbard es territorio noruego, pero está regido por un tratado que permite la entrada de cualquier ciudadano de los países firmantes. Un oasis legal. Un laboratorio diplomático. Un espejo roto donde todos se miran pero nadie se toca. Aunque algunos, quizás, estén tocando sin ser vistos.
La roca es blanca y sólida. En Bodø, dentro de una montaña de cuarzo, se esconde una ciudad subterránea. No hay ruido. Solo puertas blindadas, túneles que descienden, monitores. Desde aquí, Noruega observa el Ártico.
Cada embarcación, cada cambio de temperatura en el agua, cada señal sin explicación, es registrada. Lo llaman “infraestructura crítica submarina”: cables de comunicación, gasoductos, sensores. El temor no es una guerra declarada, sino el sabotaje discreto, el accidente intencionado, la anomalía que nunca se firma.
Los submarinos rusos cruzan por aguas que deben atravesar Noruega si quieren llegar al Atlántico. Los radares detectan movimientos que a veces no tienen nombre. Las señales GPS fallan en el norte del país desde hace dos años. Algunos vuelos comerciales deben cambiar de ruta.
Col. Jørn Kviller, al borde del río Pasvik, dice que han aumentado los casos de espionaje. No se trata solo de agentes, sino de ondas, frecuencias, interferencias. La frontera está allí mismo: un poste amarillo y otro, a diez metros, rojo y verde. Entre ellos, nada.
Cada miércoles, a las cuatro de la tarde, se establece una llamada de rutina con la Flota del Norte rusa. Un ritual de guerra fría rehecho en clave digital. Se saludan, intercambian coordenadas, mantienen abierta la línea.
Nadie quiere un conflicto abierto. Pero el frío, como la historia, congela las tensiones sin resolverlas.
En el norte, las alianzas se sienten más que se anuncian. No hay desfiles de tanques ni marchas triunfales. Hay radares. Hay satélites. Hay líneas de fibra óptica que serpentean bajo el mar. Hay acuerdos que se actualizan en secreto, como mapas invisibles.
Desde que Finlandia y Suecia se unieron a la OTAN, el cerco occidental alrededor de Rusia en el Ártico se ha cerrado casi por completo. Todos los países con costas árticas, salvo Moscú, están dentro del mismo pacto. Un hecho simple, casi administrativo, pero con un peso tectónico.
Para Vicealmirante Rune Andersen, comandante del centro conjunto noruego, el Ártico ya no es solo un flanco de vigilancia, sino parte integral de la defensa del hemisferio occidental. “No se trata solo de Europa —dice—. Es también una cuestión de seguridad nacional para Estados Unidos”. Porque desde las profundidades árticas, un submarino ruso podría lanzar un misil en dirección a Washington o París sin ser detectado.
Los ejercicios conjuntos han aumentado. Las simulaciones también. Pero no hay estruendo. Es una coreografía cuidadosa: cada movimiento debe parecer normal, cada maniobra debe poder explicarse. Y al mismo tiempo, cada gesto está cargado de advertencia.
La guerra abierta no está en los planes. Pero el equilibrio se vuelve más frágil cuando todos temen al error. Un avión que se acerca demasiado. Un radar que malinterpreta una señal. Un accidente que no lo es.
El Ártico, que una vez fue símbolo de colaboración científica y diplomacia silenciosa, se ha vuelto escenario de una rivalidad contenida, donde la alianza no siempre significa confianza, y donde los aliados también espían, también calculan, también temen.
En el hielo no hay fronteras visibles. Pero todos saben dónde terminan sus palabras y comienzan sus sospechas.
La península de Kola no aparece en las postales. No hay turistas, ni cruceros, ni pistas de esquí. Pero es el corazón oculto del poder ruso en el norte. Bajo sus colinas de tundra y su cielo casi inmóvil, se oculta un arsenal: submarinos nucleares, silos de misiles, radares que giran como ojos metálicos.
Desde Kirkenes, basta con conducir diez minutos hacia el este para sentir su cercanía. El límite es apenas un paso. Un río. Un poste. Pero lo que separa es mucho más que territorio. Es la historia congelada de una frontera que nunca dejó de ser frontera.
Durante la Guerra Fría, la zona era un tablero de ajedrez. Hoy, es una reserva estratégica. Aquí, Rusia entrena reclutas, lanza bombarderos, vigila al mundo. No lo esconde. El mensaje es explícito: este es su bastión, su línea roja, su fondo del mapa.
Pero incluso en Kola hay incertidumbre. Moscú coquetea con China, pero sin entregarse. No quiere depender, no quiere compartir. Las inversiones se aceptan, pero la infraestructura crítica —la verdadera— no se negocia. En el Ártico, la confianza se mide en distancias y en megatones.
Hubo un tiempo en que se hablaba de excepcionalismo ártico. Se decía que, en esta región, la política se diluía como la luz en los glaciares. Ocho países, múltiples comunidades indígenas, observadores externos… todos reunidos en torno a una idea: preservar lo inhabitable, compartir lo invisible.
Había tratados, foros, cafés con pasteles de canela en Svalbard. China participaba como observador. Rusia colaboraba con Canadá. Los pueblos indígenas eran parte de la conversación. Se hablaba más de hielo marino que de petróleo. Más de ciencia que de defensa.
Eso ya no existe.
La cooperación se ha vuelto excepción. Tras la invasión rusa de Ucrania, los foros se han congelado, los puentes están rotos. Cada país actúa solo, como si el Ártico fuera una bolsa de recursos a disputarse, no un ecosistema por proteger.
Los intereses estratégicos han desplazado a las promesas. Las estaciones científicas vigilan. Las rutas de comercio se planifican con militares. Lo que era común se fragmenta. Y lo que era invisible se convierte en codiciado.
Una mujer empuja un cochecito bajo la luz del mediodía en Longyearbyen. Su bufanda roja flamea entre la bruma, junto al azul y blanco de la bandera noruega. Un niño ríe dentro del abrigo. El hielo cruje a lo lejos. Todo parece en paz.
Pero la pregunta persiste: ¿a quién pertenece el Ártico?
Al clima, que lo deshace. A los gobiernos, que lo parcelan. A las empresas, que lo extraen. A los estrategas, que lo patrullan. A las comunidades indígenas, que lo sienten en la piel, en el idioma, en el recuerdo.
O quizás no pertenezca a nadie.
Quizás el Ártico esté allí para recordarnos que no todo puede poseerse sin desaparecer. Que hay territorios donde el poder no puede construirse sin violencia. Y que, entre la ambición y el hielo, el verdadero peligro no es el conflicto, sino el olvido.
En cada conversación diplomática, en cada ejercicio militar, en cada estación científica, el Ártico se defiende en silencio. No dice nada. Solo espera. Quizás no nos necesite. O quizás ya no nos crea.
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