
En mayo de 1810, la sociedad se encontraba en plena transición, influenciada por las corrientes europeas y los cambios sociales y políticos del momento. Los hechos que desembocaron en el primer gobierno patrio no solo reflejaron cambios de ideas e ideales, sino también transformaciones en la moda, en los accesorios y las prácticas de higiene. Las mujeres desempeñaron un papel relevante en los acontecimientos revolucionarios, a pesar de que en los relatos históricos tradicionales quedaron invisibilizadas.
En la Buenos Aires colonial, la moda masculina estaba profundamente atravesada por las tendencias europeas, especialmente de España, Francia e Inglaterra, adaptadas al contexto local. La sociedad porteña estaba dividida en clases sociales y la vestimenta reflejaba esas diferencias. Los hombres de la élite, como los burgueses comerciantes y los funcionarios del Cabildo, vestían con elegancia, siguiendo los dictados de la moda española e inglesa que comenzaba a imponerse tras las invasiones inglesas de 1806-1807.
Los hombres de clase alta usaban calzones ajustados que llegaban hasta la rodilla, medias de seda, zapatos de cuero con hebillas de bronce importados de Europa y chalecos ajustados. Sobre el chaleco, llevaban una casaca, una chaqueta larga que podía ser de colores oscuros como azul o negro, con botones decorativos. En invierno, se añadía una capa larga para protegerse del frío. El frac, una chaqueta corta por delante y larga por detrás con faldones, también era popular entre los más jóvenes, influenciados por la moda francesa post revolucionaria. Los sombreros eran un accesorio esencial: los hombres de élite usaban galeras o sombreros tricornios, mientras que los funcionarios del Cabildo solían llevar pelucas blancas entalcadas al estilo francés, un símbolo de autoridad y tradición.
Los hombres de clase media, como artesanos y comerciantes, intentaban imitar a la élite, pero con materiales más económicos. Usaban fraques, chalecos y corbatas más simples, y sus sombreros eran menos elaborados. En los sectores populares, la vestimenta era más funcional: los trabajadores, vendedores ambulantes y gauchos vestían ponchos de lana, una prenda versátil que servía como abrigo y protección contra la lluvia. Los ponchos más caros, blancos con líneas rojas, eran tejidos con lana fina, mientras que los más baratos, conocidos como calamacos, tenían una trama más abierta. En el ámbito rural, los gauchos usaban chiripás, una prenda de origen árabe que cubría las piernas, y botas de potro, hechas de cuero crudo.

Los accesorios masculinos también marcaban estatus. Los hombres de élite complementaban sus atuendos con jabots, una especie de gasa anudada al cuello que era un antecedente de la corbata moderna, y relojes de bolsillo con cadena. Los bastones, a menudo con empuñaduras de marfil, eran un símbolo de distinción, mientras que los paraguas, aunque escasos, comenzaban a aparecer entre los más acomodados, según registros de la aduana de la época que documentan su importación.
La moda femenina en 1810 estaba marcada por el estilo imperio, una tendencia que llegó al Río de la Plata influenciada por la Revolución Francesa y el imperio napoleónico. Ese estilo, popularizado por Josefina de Bonaparte, buscaba simplicidad y libertad en contraposición al lujo rococó de la corte de María Antonieta. Las mujeres de la élite porteña adoptaron esa moda, que se caracterizaba por vestidos de talle alto, con la falda cayendo desde justo debajo del busto, lo que eliminaba la necesidad de corsés ajustados y marcaba una silueta más natural.
Los vestidos de estilo imperio eran confeccionados con telas ligeras como muselina, gasa o algodón fino, importadas de la India o Europa. Los colores predominantes eran pálidos: blanco, marfil, tonos pastel y ocasionalmente ocre, reflejo de la sobriedad post revolucionaria francesa. Las faldas eran rectas y holgadas, cayendo hasta los tobillos para evitar que se ensuciaran en las calles de tierra y barro de Buenos Aires, que carecía de veredas. Los escotes eran amplios, a menudo cuadrados, y se usaban frunces que resaltaban el busto, a veces con un “push-up” de la época para realzar esa parte del cuerpo. Las mangas podían ser cortas e infladas o largas y ajustadas, dependiendo de la ocasión.
Las mujeres de clase alta complementaban sus atuendos con accesorios que denotaban estatus. Las mantillas, un elemento tradicional español, eran imprescindibles para asistir a misa, cayendo delicadamente sobre los hombros y a menudo hechas de encaje calado. Las peinetas pequeñas, talladas en carey y de estilo español, se usaban para sujetar el cabello, que se peinaba al estilo romano, con rodetes altos y rizos a los costados, a veces adornados con perlas o camafeos. Los abanicos, elaborados con varillas de madera o marfil y telas pintadas, eran un accesorio esencial, tanto funcional como decorativo. Las joyas, como collares de perlas, pendientes y pulseras, completaban el look de las damas patricias. Por tanto, es anacrónica la imagen que tenemos en el imaginario del 25 de mayo de 1810, de las mujeres usando grandes peinetones, mantillas y miriñaques. Podemos observar cómo se vestía en esa época, en el cuadro del pintor chileno Pedro Subercaseaux titulado “El ensayo del Himno Nacional en la sala de la casa de María Sánchez de Thompson”.
Las mujeres de clase media y baja vestían de manera más sencilla. Sus vestidos, aunque seguían el corte imperio, eran de telas más económicas como lienzo o algodón grueso, con menos adornos. Las mujeres esclavizadas o trabajadoras, como las lavanderas, usaban ropa funcional, a menudo heredada de sus patronas o confeccionada con retazos. Muchas iban descalzas, y su acceso a accesorios era limitado, aunque algunas trabajadoras domésticas podían recibir alhajas de sus patronas.

El estilo imperio, que dominaba la moda femenina en 1810, representaba un cambio radical respecto a las modas del siglo XVIII. Antes de la Revolución Francesa, las mujeres de la nobleza europea usaban vestidos voluminosos con miriñaques, estructuras de aros que ensanchaban las caderas, y corsés que marcaban la cintura de manera extrema. Sin embargo, la Revolución trajo consigo un rechazo al lujo excesivo asociado con la monarquía, y el estilo imperio emergió como una alternativa más sencilla y funcional.
En el Río de la Plata, el miriñaque ya estaba en desuso para 1810. Este armazón, que había sido popular en Europa durante el siglo XVIII, era incómodo y poco práctico para las condiciones de Buenos Aires, donde las calles de tierra y la falta de infraestructura urbana hacían que las faldas amplias se ensuciaran fácilmente. El estilo imperio, con sus faldas más cortas y ligeras, era mucho más adecuado para el contexto local. Además, la desaparición del miriñaque reflejaba un cambio ideológico: la moda se convirtió en una forma de expresión política, alineándose con los ideales de libertad e igualdad que traía la Revolución Francesa.
Un error histórico común en las representaciones de la moda de 1810 es pintar a las mujeres con miriñaques, peinetones grandes y faldas voluminosas, un estilo que en realidad pertenece a la década de 1830, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Ese anacronismo se ha perpetuado en óleos, ilustraciones y actos escolares, donde las “damas antiguas” suelen aparecer con vestidos que no corresponden a la época de la Revolución de Mayo. El miriñaque, como estructura de aros de acero o varillas, no se popularizó en Buenos Aires hasta 1857, y los peinetones grandes, introducidos por artesanos como Mateo Masculino a partir de 1823, tampoco eran comunes en 1810.
Ese error tiene raíces en una idealización romántica del pasado argentino, que buscaba resaltar la opulencia y el folclore de la época federal. Sin embargo, las fuentes históricas, como los cuadros de la entonación del Himno Nacional en 1813 en la casa de Mariquita Sánchez de Thompson, muestran a las mujeres con vestidos de corte imperio, sin miriñaques ni corsés. La historiadora Verónica Cicchi de la Sociedad Victoriana Augusta Argentina ha señalado que esas representaciones erróneas ignoran el contexto político y social de 1810, cuando la moda reflejaba los ideales revolucionarios de simplicidad y libertad.

La limpieza de la ropa en la Buenos Aires de 1810 era una tarea laboriosa, especialmente para las mujeres de clase alta, porque las telas finas como la muselina requerían cuidados especiales. La falta de agua corriente y jabones industriales significaba que el lavado se realizaba de manera manual, a menudo en ríos o arroyos. Las prendas más delicadas, como los vestidos de muselina, se lavaban con jabón suave y agua fría para evitar dañarlas, pero la muselina era tan fina que a menudo se transparentaba, lo que llevaba a las mujeres a usar solo una enagua debajo, aumentando el riesgo de enfermedades respiratorias como la bronquitis, conocida como “el mal de la muselina”.
La ropa interior, como las camisolas, se lavaba con mayor frecuencia, ya que era más fácil de secar. Los vestidos, en cambio, se limpiaban solo cuando era estrictamente necesario, ya que el proceso podía desgastar las telas. Para las manchas, se usaban técnicas como restregar con jabón o remojar en agua con lavandina, aunque esta última no se aplicaba a telas delicadas como las sábanas de hilo. Después del lavado, la ropa se aclaraba varias veces y se ponía a secar al sol, a menudo extendida sobre la hierba o arbustos, un método que también ayudaba a blanquear las telas blancas.
Las lavanderas desempeñaban un papel crucial en la sociedad porteña de 1810, especialmente para las familias de clase alta que podían permitirse contratar sus servicios. Esas mujeres, muchas de ellas esclavizadas o de origen afrodescendiente, trabajaban en condiciones difíciles, lavando la ropa en las orillas de ríos como el Riachuelo o en arroyos cercanos. El proceso era físicamente exigente: las lavanderas se arrodillaban sobre piedras o tablas inclinadas, enjabonando, restregando y golpeando la ropa contra superficies duras para quitar la suciedad.
A principios del siglo XIX, no existían lavaderos públicos en Buenos Aires como los que se construirían más tarde, por lo que las lavanderas trabajaban al aire libre, expuestas a la humedad y el frío. Recogían la ropa sucia de las casas de sus clientes, la transportaban envuelta en una sábana y la devolvían limpia tras un proceso que podía tomar varias horas. Además del lavado, algunas lavanderas se encargaban de remendar prendas, un servicio adicional que les permitía ganar un ingreso extra. Sin embargo, su trabajo era mal remunerado y socialmente despreciado, y las lavanderas esclavizadas enfrentaban abusos y explotación por parte de sus amos.

Otro hecho destacable de aquel 1810 es que las mujeres desempeñaron un papel fundamental en los eventos que desencadenaron la Revolución de Mayo en Buenos Aires, aunque su participación ha sido históricamente invisibilizada por una narrativa masculina que las relegó al ámbito doméstico. Las mujeres de la élite, como Mariquita Sánchez de Thompson, abrieron sus casas para tertulias y reuniones secretas donde se discutían ideas independentistas. Esas tertulias, que a menudo se realizaban bajo la apariencia de eventos sociales, fueron espacios clave para la difusión de las ideas revolucionarias.
Mujeres como Francisca Silveira, mencionada en la “Gaceta de Buenos Ayres”, contribuyeron activamente a la causa patriótica, donando dinero, joyas e incluso ofreciendo a sus hijos y esclavos para las expediciones al Alto Perú. Otras, como las “cuarteleras”, acompañaban a las tropas revolucionarias, desempeñando roles de apoyo como cocineras, enfermeras y costureras, aunque algunas también tomaron las armas en momentos de necesidad, como lo hizo Juana Azurduy en las guerras de la Independencia.
Las mujeres de los sectores populares también participaron en la Revolución de Mayo, aunque de manera menos documentada. Las vendedoras ambulantes, muchas de ellas afrodescendientes, difundían rumores y noticias en los mercados y calles, contribuyendo a la movilización social. Sin embargo, las mujeres esclavizadas, que trabajaban como lavanderas, cocineras o amas de leche, enfrentaban una doble opresión: la de género y la racial. A pesar de su contribución, su papel fue sistemáticamente ignorado por los relatos históricos oficiales, que privilegiaron las acciones de los hombres.
La historiadora Gilda Manso, en su libro “La historia argentina contada por mujeres”, destaca que las mujeres criollas no solo apoyaron a sus esposos, sino que también se hicieron cargo de los negocios familiares mientras los hombres estaban en la guerra o buscando trabajo en otras ciudades. Ese rol económico y social fue esencial para mantener la estabilidad durante el período revolucionario, pero rara vez se le reconoció su importancia política.
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