A los doce años pesaba setenta y dos kilos y su vida de pares era tan solitaria que dolía. Por aquel entonces las anfetaminas (“que me ponían como loca y bajaban mi potasio hasta el desmayo”), violentos masajes y tediosas sesiones de cinta vibratoria eran partes de un cruento tratamiento médico que, de seguro, resultaba en casa mucho más cómodo que algún intento de terapia para esa niña atribulada. Pasarían décadas de minuciosa introspección para concluir que “yo me comía todo eso que no podía decir. Todo eso que no podía expresar. En definitiva, la historia de mi vida”, define Julia Zenko (66). “Una historia de angustias, insospechados secretos familiares y tormentosos silencios” que se harán eje de charla.

A esta altura de la soirée, alzar su voz da cuenta de otro sentido. De otra “profunda necesidad de esa chiquita que fui”. La de “sanar con el decir”. Hacia 2020 había victoreado ya su segunda (y definitiva) batalla contra el cáncer de mama. Un pesar, a priori, leído como resultante de la tristeza por la muerte de su madre (mediados de 2015) hasta que la biodecodificación trazó en su mapa la línea más precisa. “Me enteré de que las afecciones en la mama izquierda tiene que ver con lo materno y en la derecha (intervenida en dos oportunidades), con cuestiones de pares o parejas”, explica. Lo que apunta al “terrible” quiebre de una relación de seis años, en 2014, que infiere: “Me dejó sin defensas suficientes para el siguiente duelo”. En definitiva, el confinamiento pandémico y ese sentido aprendido del aquí y ahora resultó el contexto catártico perfecto para “limpiar el alma”.

Así comenzó a gestarse el libro de sus memorias y viejas omisiones que presentará en la Feria del Libro de Buenos Aires el próximo 9 de mayo a las 19 hs. en la Sala Rodolfo Walsh, Pabellón Amarillo. Un viaje tan “desafiante” para Julia como “el hecho inédito de escribir”, más allá de esas canciones que alguna vez ha roto con pudor. Porque, como señaló en aquel proceso: “Escribir me lleva a mí. Me vuelve a mí. Me saca de mí para volcarme en estas páginas, encontrarme y reconocerme”. Y el nombre que lo titula “bajó” en medio de una meditación guiada de Deepak Chopra (78). Ninguno hubiese sido más fiel a esas páginas que el de Jaie Sure, su propio nombre en idish. Porque, aunque hoy sepa que Jaie “no es la traducción exacta de Julia”, así llamaban en el seno de ese hogar, “judío tradicionalista”, a la pequeña (y siempre callada) Julia Nora Sara Trzenko, esencia excluyente en el correr de cada cita.


Su nacimiento (30 de octubre de 1957) fue signado como “casi una tragedia” en el diario familiar (aunque “una bendición para todos los que disfrutamos de su voz”, dice Pata Liberati prologando sus memorias). De hecho nadie olvidó jamás el festejo del regreso de madre e hija a casa. “Durante muchos años mamá se encargó de recordarme, una y otra vez, que la dos pudimos haber muerto en ese parto”, cuenta Julia respecto de esa suerte de placenta previa que causó una hemorragia irrefrenable. De seguro ha sido el primer gran temor en el basto registro de una chica que aún sigue siendo “miedosa por demás”. Tal es así que, “en una interpretación de psicóloga frustrada –carrera que hubiese elegido si la música no se hubiera encaprichado con ella–, esa imagen que mi vieja tanto proyectó en mi cabeza se convirtió en la imposibilidad de expandir los canales lógicos en mi cuerpo y no pude parir a ninguna de mis dos hijas de manera natural”, revela. Hoy sabe acomodar la pavura, sin dejar de luchar con ella. “La vida me enseñó a ir al frente. A superar, una y mil cosas. Como dice Eladia (Blázquez, 1931-2005) en Las alas del alma: ‘Y me muero de miedo, pero sigo adelante’. Esa ha sido mi historia”.

En punteo de silencios, el primero (e irrevocablemente más tormentoso) se gestó a instancias de cumplir ocho, cuando Julia sufrió un abuso sexual. Regresaba de comprar hilos de coser al momento en que un señor, “de pelada transpirada” y carpetas en mano, la interceptó en el ascensor del edificio de la avenida Corrientes al cuatro mil novecientos, donde vivía su abuela materna. Obviaremos los detalles “que ya me han costado escribir”, apunta Zenko. Porque “cada vez que la revivo, esa situación vuelve a ser tan estresante como lo fue aquel día”. Al fin y al cabo, subraya como “lo curioso de esta historia” el hecho de no tener claro “cuánto se preocuparon mi madre y mi abuela por lo que había sucedido”. Al día de hoy, dice padecer aún el leve recuerdo de haber escuchado, entre tanto de su llanto más ahogado, un: ‘Bueno, bueno… Ya está. No pasó nada’, que instaló para siempre el tan temido ‘de eso no se habla’.

Creció en casas con música suficiente como para no escapar a ese destino. De la Paternal (Beláustegui, entre Paysandú y Espinoza, donde vivió hasta los seis) al corazón de Devoto, mudó la fascinación por Grandes valores del tango (1963, Canal 9), el dedicado planchado de los pañuelos de papá, y un pilón de complejos físicos. Su hermano, Juan Simón (72), “que con los años confesó lo irremediablemente celoso que estaba de mí”, además de quitarle el ojo a su tortuga con una aguja de tejer, solía hostigarla con el mote de ‘Dumbo’, por el tamaño de sus orejas (“que mamá me pegaba con cinta”) y el de ‘Narigasnada’, refiriéndose al formato de la nariz que Julia se animaría a corregir recién a sus 60. “Harta de estar pendiente del perfil correcto por una punta que parecía ir creciendo hacia abajo” (dice con gracia), se entregó a las manos de querido amigo y cirujano, el Dr. Andrés Galfrascoli, víctima (junto a su pareja, Fabián Núñez, y a Sofía, hija de ambos) del derrumbe de los edificios del complejo Champlain Towers de Miami, en 2021. “Hoy me quiero mucho, sí. Pero costó”, remata.

“No lo pasaba bien. Era tímida, cohibida por todo, muy para adentro”, se describe en tiempos de su escolaridad. Con el “agravante” de las horas de micro entre Devoto, donde vivía, y las clases en el Instituto Alberto Einstein (Almagro), “mismo colegio en el que estudió Felipe Pigna (65)”, subraya con cierto orgullo. “Y eso, en algún punto, me excluía de ‘lo grupal’, de planes como el de que alguna amiguita viniese a casa a jugar o a estudiar. Mi infancia fue muy solitaria y me cargaban por eso”. Hasta que, “sorpresivamente”, durante la organización del clásico festival de fin de curso en el Teatro Opera sus compañeros de séptimo grado dijeron: ‘¡Julia es quien mejor canta!’. Entonces, esa chica adusta y sufridita quebró su invisibilidad. “Me miraban por primera vez… ¡Alguien me alababa!”

La noticia motivó a su madre al punto de alistarla de inmediato en clases de canto con la maestra Esther Plotkin (quien la llamaba “mi cascabelito”). Un modo de atizar aquellas capacidades, que a decir verdad, habían sido advertidas ya por el maestro de ceremonias en el Bar Mitzvá de su hermano. Julia tenía seis cuando, a capella y afinada, hizo parar la orquesta con su versión de El oraguntán (de Chico Novarro), lo que no solo valió el aplauso sino también el comentario del señor: “Esta chica es una eximia cantante”. Pero, y de regreso al eje, fue en séptimo grado que Zenko reaccionó respecto de su don. “Algo pasaba con mi voz. Algo que tal vez venía conmigo casi sin saberlo y que se asociaba a la felicidad”. Y fue como salir del clóset. Hasta entonces, cantar solo había resultado un ejercicio íntimo frente a espejo de su cuarto con el adaptador central del Winco familiar (de tres posiciones) oficiando de micrófono. Pieza que, dicho sea de paso, vino consigo a nuestro encuentro. “Era un juego que me hacía muy bien. Cantando me sentía finalmente segura. Me gustaba lo que el espejo reflejaba, porque veía a una niña feliz”, explica. Otra que distaba kilómetros de esa que deambulaba silente en aquellas aulas. A propósito, y antes de continuar, Julia revela que durante los primeros años de su carrera llegó a dudar si ese camino había sido la resultante de su propio deseo o el de su madre. “Nunca me gustaron los sitios con mucha gente y jamás imaginé ese juego como una profesión”, comparte sin dejar de la lado la inmensa gratitud por sus mentores.

Volvemos a Juan Simón, porque según dice: “Mi hermano fue para mí un gran referente en todo sentido de la vida”. Ianquef Shime, así lo menciona Julia en Jaie Sure (Editorial Galerna), ha sido para esa niña un gran lector, eximio bailarín de rock, un crack del ping pong con medallas en su haber y nada más ni nada menos que alumno de Agustín Alezzo (1935-2020), maestro de un mundo que en casa maravillaba y que solo podía resultar cercano a través de las películas musicales que los reunía en el living. “Pero, por sobre todo, fue mentor de mi pasión por los discos y también por los libros con lo que intentó contarme todo eso que estaba pasando con la dictadura cívico militar”, recuerda. “Una situación que ponía muy nerviosa a mamá, quien lo retaba fuerte: ‘¡A ella no! ¡Con Julia no!’ Tanto es así que un día, muy harta de esa situación, le quemó todos los textos”.

“Obviamente, mi vieja estaba reaccionando con mucho miedo en un contexto familiar que sufría las atrocidades de la dictadura”, señala Julia. “Yo tengo un concuñado desaparecido en el 78”, dice respecto de Micky (por ese entonces de 23), hermano de Silvia, mujer de Juan Simón (hoy actor), “militantes activos en los años más cruentos”. Por aquel entonces, ella se recuerda “demasiado abocada a la música y tan insegura y acomplejada, que vivía pendiente de que algún chico me diese bolilla”, tal describe. “Justamente hace muy poco les dije a mi hermano y a mi cuñada: ‘¡Qué valientes han sido!’ A lo que él me respondió: ‘No, Julia. No fuimos valientes. Fuimos incrédulos’”, replica pensante.

Paulina era “amorosa”, pero podía ser “bravísima”. Zenko recuerda las caricias de mamá con el poder de dormirla sobre sus faldas pero también el pánico que helaba su espina cuando clavaba la miraba en vísperas de un reto. Pesale, como la cita en idish, no era “una mujer fácil” y antes del revelador relato que podría fundar ese carácter, evoca una escena que “me traumatizó bastante”, como dice. “Puertas afuera, mamá y papá eran un matrimonio feliz. La pareja perfecta que bailaba divino en cada fiesta. Pero en casa existía otra realidad. Cuando peleaban se gritaban de todo. Y, en una ocasión, llegaron casi a los golpes. Yo misma presencié una apretada de papá a mamá contra la pared después de una macana que ella se había mandado. Claro que nada justifica la violencia… ¡Jamás! Pero mi vieja lo toreaba permanentemente”, cuenta resumiendo el episodio del libro en el que describe una mano sobre el cuello, entre otros detalles.


Roberto Trzenko, o Srulque (como lo menciona en sus textos), “era calmo y tolerante” aunque supo continuar el eterno legado de un hogar machista. Fue aparador de calzado, o sea, quien cose las piezas superiores de un zapato. “Sus martillazos, así como el sonido de la máquina, fueron componiendo la primera música que recuerdo”, evoca Julia sobre el oficio paterno que precedió al de carnicero. Hablará del recuerdo de sus manos lastimadas sumergida en Espadol tras la faena de las reses, pero mucho más de esos Cielito lindo que Roberto entonaba en honor a su lunar. “Y nada me gustaba más que pasarme las tardes a su lado, cuando me dejaba cobrarle a sus clientas… Creo que yo iba a la carnicería solo para estar con él”. Falleció en 2000, víctima de un cáncer de pulmón, resabio de aquel viejo vicio por el cigarrillo. “El nido vacío ya había acercado a mis viejos, pero la enfermedad de papá (que siguió a un infarto y que suele darle valor a la vida) finalmente los unió como nunca antes y pudieron reencontrarse en un vínculo amoroso”, aclama a la distancia. “Partió un doce de octubre. Desde entonces decreté que cada aniversario de su partida fuese la fecha para celebrarlo y que ‘el 12’ se convertiría en mi número de la suerte”, relata. “Y puedo jurarte que los días doce me suceden cosas mágicas, siempre lindas, como la propuesta de un trabajo o la puerta de un camarín. No sé, al menos eso quiero creer. Soy Escorpio (con ascendente en Capricornio, luna en Acuario y gallo en el horóscopo Chino) y ‘la cosa esotérica’ viene conmigo desde que nací”.

Julia ya era adolescente cuando comenzó a tirar el hilo de la insospechada trama genealógica digna de un film. Se entenderá entonces por qué enfatiza en su libro que ha crecido en “un familia con doble moral”. En principio hablará de Galo Vermelho, un cabaret brasileño en el que solía pasar tiempo vacacional de su infancia y pubertad, “donde veía a las chicas hacer lo suyo con los clientes del lugar”. Su dueño era Simón, “hasta entonces un tío lejano al que visitábamos cada tanto junto a mamá y a mi hermano”. Y aunque ya abriremos las puertas de ese secreto, lo menciona para contraponerlo a incongruentes episodios como aquel en el que, ya con dieciocho, Paulina la esperó con un cinturón colgado en su cuello. “Volvía de un inocentísimo cumpleaños a las ocho de la mañana y encontré a mi vieja muy dispuesta a castigarme por lo que podrían pensar los vecinos: ‘¡Qué dirían de una chica decente llegando a esas horas!’”, recuerda con ironía.

Con el tiempo descubrió que Simón, ese viejito que los recibía en compañía de su mujer, en largas sobremesas enmarcadas en ese antro, “no era mi tío sino mi abuelo biológico. El padre de mamá”. Así comenzó a desayunarse respecto de una ascendencia que involucra “polacos, rusos y temas que tienen que ver con la trata”, revela. “No sé si habrás leído La polaca (de Myrtha Schalom)”, dice respecto de la historia de Raquel Liberman, la prostituta judía que se atrevió a denunciar ante la justicia nacional a la poderosa red de proxenetas llamada Zwi Migdal. Organización que traía al país a jóvenes migrantes con falsas promesas de matrimonio para esclavizarlas en burdeles, también inspiración de Adrián Suar (57) para la creación de ATAV (Argentina, Tierra de amor y venganza / eltrece, 2019). “Esa es, más o menos, la historia de cierta rama de mi familia, y en especial, la de mi abuela materna”, anticipa.

Ana, a quien llamaremos Jane (como Julia en su libro), era “la abuela flaca”. Así la diferencia de Aída, “la abuela gorda” y paterna, esa “poco afectuosa” que vivía en un conventillo con letrina y tacho de agua para bañarse; Viuda de un actor aficionado y reconocido cantante de templos fallecido dudosas condiciones, cocinera principal de El ciervo de oro y quien tenía, como nadie, el perfecto punto del cogote de pollo relleno. En fin, Jane “vivía rodeada de lujos” a los ojos de esa niña. Detentora, esta señora que olía a Chanel Nro. 5, de un pasar demasiado acomodado para el matrimonio que mantuvo con David (Duved), “el abuelo del corazón al que siempre amaré con el alma, porque él ha sido lo mejor de mi infancia”, califica. No olvidará jamás “sus anteojos culo de botella, sus chicles Adams, su sonrisa y mucho menos, su mano siempre agarrando la mía. Casi muero de tristeza cuando me enteré de que se había ido”, comenta. Retomando: la abuela Jane, quien “tenía muchísima influencia en mi casa”, llevaba en sus espaldas “una historia muy cruel, muy dolorosa” que, sin dudas, “no sólo la hizo crecer de un tirón sino que, además, la convirtió en la mujer más dura”, define. Y es aquí cuando el relato del lector requiere de su mayor atención.

Paulina, bisabuela de Julia, fue una prostituta polaca rescatada de un red de trata por Simón. Sí, aquel que ya conocemos. Tal vez ex cliente, tal vez “parte activa” de la siniestra organización. Ella tenía una hija: la pequeña Jane. Él, una pasión que no contuvo. Se enamoraron tanto como para dejar las Europas muy detrás. Con los años, Paulina enfermó. Su muerte afloró una idea que hoy podría resultar hasta perversa. “Ciertos amigos turbios de Simón, le aconsejaron que al haber quedado viudo debía tomar como esposa a Jane, su hijastra de por entonces trece o catorce años”, cuenta Zenko. Entonces, embarazada y en un alto de su camino en barco hacia la Argentina, Jane da a luz en Montevideo, Uruguay, el 10 de marzo de 1929. “Esa bebé fue mi mamá, a la que bautizaron Paulina en honor a su abuela”, relata acerca de una nueva familia que echaría raíces en el barrio de Avellaneda.

Que aquel tío de Brasil en realidad era su abuelo no fue lo único que Julia descubriría al crecer. También corrió el velo a ese “lujo” del que Jane había sabido rodearse. La peluquería casi diaria, los camisones de seda, los muebles de estilo, la ropa de moda y hasta las cerezas que tanto le gustaba, provenían de “un amante que pagaba todo”. Es que, como Julia asegura: “Mi abuela nunca pudo salir de ese círculo al que había sido arrastrada por Simón, hombre al que no amó ni amaría jamás”, y de quien se divorció tras ser arrojada por él desde una escalera, “¡y embarazada!”. Entre muchos otros detalles contados en Jaie Sure, Zenko da cuenta de que su madre (Paulina hija), también padeció los coletazos de ese estilo de vida. “Mi abuela y mi abuelo biológico se separaron cuando ella tenía cuatro años. Y, tan chiquita, se mudó a casa de un amiga que no siempre le daba de comer y jamás brindaba amor”, relata. “Pasarían más de diez años para que volviese a casa de su mamá. Aunque no tanto mejoraría para ella”. Se refiere a las oportunidades en las que la, por entonces adolescente, debió presenciar situaciones difíciles de asimilar. “Mi vieja me contó que muchas veces tenía que taparse los oídos para no escuchar cuando mi abuela tenía relaciones con esos hombres que la visitaban”.

En íntima revisión, Julia sabe que “el remedio es cantar”, parafraseando al título de aquel inolvidable espectáculo que en 1989 presentó para honrar la obra de María Elena Walsh (1930-2011). A colación de ese concepto habla de su “curiosidad espiritual” en términos de métodos y técnicas que la ayudasen a mantener conexión consigo misma y con el Universo. “Nunca llegué a ser devota de Sathya Sai Baba (1926-2011), porque para eso debía dejar de comer carne y no estaba dispuesta a tanto”, dispara con gracia. “Pero él pregonaba el poder curativo del canto. Y yo encontré en ese canal mucho más que la necesidad o el beneficio de vender discos. Cantar, antes de convertirse en una profesión, me resultó la terapia más afectiva”, reflexiona. Y ya que trajo a este guía espiritual a la conversación, indagaremos por qué hoy parece haber tomado cierta distancia de ese camino.

“Solía llevar conmigo una medallita de Sai Baba. Por entonces quedé embarazada de mi segunda hija que nació sietemesina por algunas complicaciones”, recuerda Julia. “Y me enojé. Me enojé mucho: ‘Ey, Sai Baba… ¡¿Qué pasó con esto?!’, pensé. Pero, bueno, luego entendés que son cuestiones de la vida… Así y todo aún conservo alguna imagen de él en mi monedero”, cuenta. Zenko evoca, entonces, la génesis de la búsqueda. “Cuando me separé de Marcelo San Juan (73), papá de mi hija mayor, entré en un bajón tremendo. Porque realmente estuve muy mal. Así fue que, por recomendación de mis amigos, llegué a un lugar con la idea de practicar yoga. Y al entrar a ese sitio, vi la foto de una persona que para mí era Pablo Milanés (1943-2022) o tal vez el Negro Rada (81)”, suelta tentada. “¡Qué se yo! Se ve que me resultó tan familiar que dije: ‘¡Ay, qué lindo!’ Y sí, se trataba de un templo dedicado a Sai Baba. Desde ese entonces, comencé a asistir, a tomarlo como un ámbito de bienestar. La gente me recomendó bibliografía, empecé a leer y me enganché con su filosofía”, relata. “Más allá de la terapia formal, que mantengo desde los veintisiete años, yo estaba necesitando otro contexto que me ayudase a tranquilizarme y a fortalecerme ante la difícil realidad de ser mamá sola de una nena de poco más de un año”.

Dice que con igual eclecticismo con el que ha serpenteado entre la balada, el tango, los ritmos brasileños, el folclore y el rock a lo largo de su trayecto musical, también ha sabido mirar y recorrer las cuestiones de miradas, lecturas y creencias. Julia es adepta a la apertura de los Registros Akáhicos, a la Biodecodificación y a la meditación, entre otros métodos con los que, procura “investigar la vida”. Y por sobre todo, “vivir el presente con más conciencia”. Entonces se hace buen lugar para abrir paréntesis respecto del hoy y de su futuro más cercano. Luego de la presentación de Jaie Sure e invitada por La Bomba de Tiempo, el próximo lunes 12 de mayo Julia inaugurará el ciclo Mujeres Argentinas, cruce de voces femeninas de distintas generaciones, sobre el escenario de Ciudad Cultural Konex. El miércoles 14 dará inicio al ciclo de encuentros en el Palacio Paz (Av. Santa Fe 750) acompañada por su cuarteto y el sábado 6 de septiembre participará de la 47 edición del Festival Sabandeño en Canarias, España, junto a Gustavo Popi Spatocco, Nahuel Pennisi y el grupo canario Los Sabandeños.

Entradas sus hijas a escena, no serán obviadas de la gran lección de una madre “más que compañera”. Laura González, de su matrimonio con el cantante Marcelo San Juan (Gerardo Mario González Lobato, 73), es compositora, cantautora, docente de canto y coach vocal. Elis García, su segunda heredera junto al músico Daniel García (68), corre la misma suerte artística que su hermana y, además, es cronista de Implacables (Canal 9), parte de la banda Humana y del musical El loco de Asís a estrenarse en breve con dirección de Manuel González Gil. “Las tres somos muy cómplices. Ellas me contienen. Me bancan. Nos peleamos, discutimos, debatimos pensamientos, nos reímos… Nos amamos. Y siempre celebramos el hecho de haber encontrado nuestros propios caminos y, por supuesto, defenderlos con cuerpo y alma en estos tiempos tan adversos”, dice Julia.
“Ellas no conocían muchas de las memorias que expongo en el libro, por eso se los dedico”, cuenta Julia fiel a su máxima. “Finalmente la historia que reamente importa no es que nos fue contada sino la que elegimos escribir”, sostiene. Y es entonces que la decisión de imprimirla suma otro valor al del “no callar”. Al de “echar luz sobre tantas sombras”. Al de “hablar para sanar”. Al de “abrazar a esa niña que fui y decirle en voz alta: ‘Cuánto te quiero’; ‘Yo te acompaño’”. Porque la gran lección aquí es el poder de la “autoestima”, señala de su “legado con menos carga”. Es que “se trata de contarles acerca de mi fuerza interior. De esa que me trajo hasta aquí. De desmalezar la genealogía de miedos y de desconfianzas. De estar de pie, teniendo esta charla, una profesión, un trayecto hermoso de aplausos, viajes, cariño popular y de tantos discos que me trascenderán para siempre”. Al cerrar Jaie Sure, Julia admite que no ha agotado aún la intención de seguir escribiendo. “No sé qué, ni acerca de qué. ¿Tal vez alguna canción? ¿Otro libro, quizás? Solo sé que hoy me sale inspirar bien profundo y decir: ‘¡Gracias a la vida, una vez más!’”.
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