Estacionó su camioneta a la vera del río Braamfontein Spruit, no muy lejos de Johannesburgo y muy cerca del campo y del centro de estudios y deportes donde había estudiado y jugado cuando chico. Tal vez, como Jorge Luis Borges, pensaba que la patria de un hombre es el lugar donde pasó su infancia y adolescencia. Después, Kevin Carter, un fotógrafo sudafricano talentoso y de éxito, conectó una manguera al escape de su vehículo y metió el otro extremo en el interior de la cabina, cerró las ventanillas, trabó las puertas, encendió el motor y se quitó la vida a la mítica edad de treinta y tres años.
Dejó una carta con la fecha de su adiós, 27 de julio de 1994, en la que intentaba explicar su drama inexplicable. Poco más de un año antes había retratado con su cámara el drama del hambre en Sudán. La foto era excepcional: mostraba a una criatura desnutrida, famélica y vulnerable, en cuclillas sobre un páramo casi desierto: a sus espaldas un buitre parecía acechar, como un siniestro enviado de la muerte. El 26 de marzo de 1993, con fantástico olfato periodístico, el New York Times publicó en su primera plana la foto y Kevin Carter fue reconocido como lo que era, un reportero fantástico. Al año siguiente, en abril de 1994 ganó el premio Pulitzer de fotografía. Tres meses después, se suicidó a orillas del río de su infancia.
Otros buitres rondaban la gran foto de Carter, que vivía atormentado por sus propios fantasmas, por su adicción a las drogas y por los hechos que había vivido y fotografiado como miembro del “Bang Bang Club”, una sociedad de cuatro profesionales que habían retratado la guerra, la violencia, el hambre, la miseria y el desamparo de una extensa parte del mundo.
Una ola de críticas cayó sobre Carter desde la publicación de su foto por el New York Times y hasta que se quitó la vida. Después, no se habló más: ni de la foto, ni del hambre en Sudán que todavía persiste. La ola de protestas incluyó una especie de debate moral, vano y fatuo, sobre cuáles son los límites de un reportero gráfico; sobre Carter cayeron como una cruz las acusaciones por no haber ayudado a la criatura, de haberla utilizado para su fama, de haber explotado su sufrimiento para su vanidad personal; ¿debía intervenir un fotógrafo en hechos en los que puede ayudar a quienes están en peligro? ¿Debe evitar tomar fotos de hechos dramáticos? Pero, ¿no es acaso la responsabilidad de un fotógrafo o de un periodista mostrar la realidad, por cruda que sea, reflejar una crisis, ver y oír para contar?
Carter decía que lo torturaban siempre al preguntarle “¿Ayudaste a esa chica?” Y él explicaba que no era una chica, que era un chico, y que el buitre voló y el chico se alzó y dejó aquel páramo. Sirvió de nada. Críticas, sospechas, acusaciones, desconfianzas y recelos no sólo minaban la personalidad de Carter, también demolían el edificio ya enclenque del “Bang Bang Club”, que había nacido de la unión de cuatro reporteros: Carter, Greg Marinovich, Ken Oosterbroel y Joao Silva. Decidieron retratar la violencia extrema de los meses previos al final del apartheid en Sudáfrica; eran días de barbarie y de masacres constantes. El periodista británico John Carlin escribió: “Hacían fotos espeluznantes y se exponían a peligros extraordinarios. Porque en los sitios donde los negros se masacraban, animados por los blancos, podía pasar cualquier cosa en cualquier momento y en cualquier lugar, con un Kaláshnikov, una lanza, un machete o una pistola”. De esa madera estaba hecho el Bang Bang Club.
Trabajaron desde 1990 en adelante, incluso, ya diezmado el grupo, hasta antes de las primeras elecciones democráticas en ese país que llevaron a la presidencia a Nelson Mandela. En los años de ira, el Bang Bang Club reflejó en sus fotos la violencia ya no sólo entre fracciones negras del Congreso Nacional Africano y el Partido de la Libertad Inkhata, sino el accionar de los blancos cobijados por el Afrikaner Weerstandsbeweging. Allí están las fotos: sudafricanos negros a los que colocaban un neumático en el cuello y les daban fuego; otros quemados vivos con distintos procedimientos, torturados, acuchillados, hombres, mujeres, chicos. No se sale de allí indemne. Cada miembro del Bang Bang Club lo digirió como pudo, si pudo.
De nuevo John Carlin en una columna para el diario español “El País”: “Para poder hacer ese trabajo es necesario blindarse, armarse de una coraza emocional. No se puede responder a lo que uno ve como un ser humano normal. La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión. Carter y sus tres camaradas dormían poco, además, y consumían drogas de todo tipo. Pasaban sus días y sus noches en un acelere mental y en un estado de anestesia emocional casi permanentes. Si se hubiesen detenido un instante a reflexionar sobre lo que hacían, si hubiesen permitido que los sentimientos penetraran la epidermis, habrían sido incapaces de hacer su trabajo”.
Carter y Joao Silva viajaron el 11 de marzo de 1993 a Sudán, en un avión de Naciones Unidas que llevaba ayuda alimenticia. Aterrizaron en Ayod, en el sur del país. Los oficiales de la UN les dijeron que volverían a despegar en media hora, el tiempo que llevara desembarcar y repartir los alimentos. Según narró luego Silva, las mujeres del poblado salieron de sus chozas de madera hacia el avión para recibir sus raciones, él se fue “a buscar guerrilleros” y Carter deambuló bastante sorprendido porque era la primera vez que veía una hambruna semejante. Así fue cómo vio al chico de la foto y al buitre que se había posado detrás. Se acercó muy despacio para meterlos a los dos en cuadro y tomó la foto. Después, Carter le dijo a Silva que estaba muy tocado por lo que había fotografiado y que había ahuyentado al buitre hasta que se fue, que se había sentado luego bajo un árbol, había encendido un cigarrillo y llorado con desesperación.
La foto de primera plana del “New York Times llevaba un epígrafe descriptivo y sutil, con un yerro: hablaba de una niña. Decía: “Una niña pequeña, debilitada por el hambre, se derrumbó recientemente a lo largo del camino hacia un centro de alimentación en Ayod. Cerca, un buitre esperaba”. La foto ilustraba un artículo firmado por Donatella Lorch titulado “Sudan is Described as Trying to Placate The West” – “Se describe a Sudán como un país que intenta apaciguar a Occidente”, que narraba la guerra civil en ese país y la crisis que vivían los refugiados.
El diario neoyorquino recibió tal cantidad de llamados, todos interesados en saber qué había pasado con la niña, que era un niño, que el “New York Times” publicó días más tarde una aclaración editorial: “Una foto del viernes pasado con un artículo sobre Sudán, mostraba a una pequeña niña sudanesa que se había desplomado del hambre en el camino hacia un centro de alimentación en Ayod. Un buitre se escondía detrás de ella. Muchos lectores han preguntado sobre el destino de la niña. El fotógrafo informa que se recuperó lo suficiente como para reanudar su viaje después de que el buitre fue expulsado. No se sabe si ella llegó al centro”.
El drama que mostraba la foto de Carter era el de Sudán y no el del chico sudanés al que tomaban por una chica, que no estaba acechado por un buitre, aunque lo parecía, porque los buitres eran en ese páramo parte del paisaje. José María Arenzana y Luis Davilla, dos reporteros españoles que estuvieron en la misma zona, tomaron varias imágenes similares: chicos sudaneses junto a buitres, cercanos todos a un centro de alimentación y a los desperdicios de un estercolero. Arenzana diría en 2007: “El fotógrafo Luis Davilla y yo estuvimos en ese lugar meses después que Carter. Luis retrató una escena parecida y los dos sabemos que no sucedió lo que dijeron que sucedió. Quienes esparcen la patraña no saben de lo que hablan. O peor: mienten. (…) En un extremo de ese recinto, se encontraba un estercolero donde tiraban los desperdicios e iba la gente a defecar. Como estos niños están tan débiles y desnutridos, se les va la cabeza y dan la sensación de que están muertos. También hay buitres que van por esos restos. Si con un teleobjetivo, aplastas la perspectiva con el niño en primer plano y de fondo los buitres, parece que se lo van a comer, pero eso es una absoluta patraña, quizá el animal esté a veinte metros.”
Arenzana se encargó, con éxito parcial, de desmentir que Carter hubiese especulado con la imagen que había tomado y que se hubiese suicidado por remordimiento. “Carter se vio herido con dilemas y acusaciones obtusas, cuando no estúpidas, de quienes jamás han pisado un escenario semejante, incapaces de imaginarse una realidad tan atroz como la del sur de Sudán, pero que parecían hacerse cargo del vértigo terrible que expresaba su foto. Un insensato llegó a escribir: ‘El hombre que ha ajustado su lente para captar esa foto es otro predador, otro buitre en la escena’. Y yo afirmo: difícil ser más imbécil”.
Todo sirvió de nada. La fotografía fue elegida en 1994 como la mejor del año, Carter, junto al “New York Times” ganaron el premio Pulitzer y todo se desbarrancó en pocos meses. La personalidad de Carter se deterioró al mismo tiempo que se intensificaban las acusaciones en su contra. Arenzana recordó un anterior intento de suicidio de Carter, una relación cada vez más dependiente con las drogas, dijo que fumaba una mezcla de marihuana, metacualona, cocaína y otros barbitúricos, que padecía problemas familiares, tenía un hijo con su novia, y que su conducta era cada vez más desordenada.
El 18 de abril de 1994, la tragedia se abatió sobre Carter y sobre el Bang Bang Club. Mientras cubrían un tiroteo entre miembros de la Fuerza Nacional de Mantenimiento de la paz y simpatizantes del Congreso Nacional Africano, Ken Oosterbroel, el íntimo amigo de Carter, fue asesinado por un tirador y Greg Marinovich quedó herido de gravedad. La noticia devastó a Carter. Su vida fue entonces una antología de yerros y dramas que perjudicaron aún más su salud mental: chocó con su camioneta, la policía lo detuvo unos días por posesión de drogas, su novia lo dejó y su adicción a las drogas se descontroló.
Un hecho pareció decidirlo todo. Se lo contó a su amigo Reedwaan Vally: había viajado a Mozambique por encargo de la revista “Time” y cuando regresó a Johannesburgo descubrió, espantado, que había olvidado todas el material en el avión. Dijo a Vally que todo había terminado, que no podía seguir viviendo así y mintió a “Time” sobre el destino de los rollos fotográficos. Dos días después, estaba muerto.
A dieciocho años de la muerte de Carter, el diario español “El Mundo” investigó la verdadera historia detrás de aquella foto. Sus periodistas descubrieron que nadie vio morir a la criatura que tenía al buitre a sus espaldas y que no era una niña sino un chico llamado Kong Nyong. Parte de la historia nunca revelada estaba fijada en la misma famosa fotografía. En la imagen, el chico lleva en su mano derecha una pulsera de plástico del dispensario de comida de la UN, que estaba a metros de donde Carter tomó su foto. Ampliada y en alta resolución, la pulsera muestra una especie de código “T3”. Quien entonces coordinaba los trabajos en aquel campamento, Florence Mourin, explicó qué significaba “T3”. “Usábamos dos letras para guiarnos. La “T” para la malnutrición severa y la “S” para los chicos que sólo necesitaban alimentación suplementaria. El número indicaba el orden de llegada a campamento”.
Eso quería decir que el chico fotografiado por Carter padecía una malnutrición severa y había llegado en tercer lugar al centro de reparto de alimentos. La investigación también descubrió, además del nombre del chico, cuál había sido su destino: había muerto en 2008, a los diecinueve años, a causa de “fiebres”, según confirmó su padre.
Lo que quedaba del “Bang Bang Club” se disolvió en la tragedia. A la muerte de Ken Oosterbroel y al suicidio de Carter, le siguió el drama de Joao Silva, que había acompañado a Carter a Sudán en 1993. El 23 de octubre de 2010, mientras marchaba junto a soldados estadounidenses, Silva pisó una mina terrestre en Kandahar, Afganistán, y perdió las dos piernas por debajo de las rodillas.
Aquel edificio de reporteros valientes había empezado a resquebrajarse con el suicidio de Carter. Devastado por la muerte de su amigo Oosterbroel y antes de estacionar su camioneta a la orilla del río de su infancia, Carter escribió una carta de despedida. Decía: “Realmente lo siento. El dolor de la vida anula la alegría hasta el punto en que esta no existe. Deprimido, sin teléfono, sin dinero para la renta, para la manutención de mi hijo, para las deudas. Dinero. Estoy atormentado por los vívidos recuerdos de los asesinatos, cadáveres, enojo e ira. De los niños hambrientos o heridos. De los locos que sonríen cuando disparan, la policía, los verdugos. Me voy para reunirme con Ken, si tengo suerte”.
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