El 17 de octubre de 2018, Grace Spence Green, de 22 años, estudiante de medicina de cuarto año, caminaba por el hall del centro comercial Westfield en el este de Londres hacia la estación de subte. Un día más en su vida londinense. La chica seguro pensaba en lo que haría el fin de semana, mientras tomaba de su vaso de café. En ese momento, un extraño saltó de cabeza desde el balcón del último piso e impactó en el cuello de la chica.
Grace amortiguó la caída del hombre y, por lo tanto, le salvó la vida. Pero la caída le rompió la médula espinal. Quedó paralizada de por vida, del pecho para abajo. Green recuerda una vibración en la atmósfera y un golpe que no alcanzó a anticipar.
La joven fue trasladada a un hospital con la médula espinal destrozada. Los médicos hablaban en frases técnicas. Ella sentía el crujido del pánico en su pecho, mientras no sentía las piernas.
—¿Por qué yo? —alcanzó a preguntar alguna vez a una enfermera, mientras el dolor se abría paso más allá de los términos clínicos.
La respuesta —si la hubo— nunca la consoló. Desde entonces, la existencia de Grace Spence Green se instauró en una tensión constante entre un pasado intacto y un presente trazado por el límite de su movilidad.
En los días siguientes al accidente de Grace en 2018, los titulares se sucedieron con su historia. The Guardian relató la extrañeza: una mujer joven, estudiante de medicina, paralizada no por un accidente planeado ni un descuido temerario, sino por un azar retorcido: el cuerpo de un extraño cayó y la aplastó.
—¿Sientes rabia hacia él? —le preguntaban muchas veces, periodistas y amigos, con una curiosidad casi infantil.
—No —respondió ella, la voz paciente—, porque no creo que ese hombre quisiera arruinar mi vida. Lo suyo fue una desesperación. Yo terminé envuelta en ella, pero no puedo transformar eso en ira.
Nunca conoció a ese hombre —su nombre permanece fuera de su biografía que acaba de ser publicada en Reino Unido. En el hospital, mientras la realidad se precipitaba como sal sobre heridas recién abiertas, los médicos dibujaron el nuevo mapa de su cuerpo. La médula completamente seccionada, la imposibilidad de volver a caminar, la vida atada a una silla de ruedas, el pronóstico irreversible.
“Yo era médica en formación, y de pronto me convertí en paciente para siempre”, diría años después, cuando aprendió a narrar el dolor con una honestidad quirúrgica.
Grace nació y creció en Londres. Cursó la universidad con la decisión de quien ve en el cuerpo humano un enigma fascinante. La medicina la seducía como ciencia y también como la posibilidad de servir, de comprender cuerpos ajenos y de habitar la fragilidad de los pacientes. El accidente trastocó brutalmente su físico y la relación con la vocación.
En los primeros meses posteriores, Grace atravesó etapas de rehabilitación, ejercicios infinitos y conversaciones que parecían girar en bucle alrededor del concepto de normalidad. Le preguntaban si luchaba contra el resentimiento. Le aconsejaban paciencia y optimismo, como si estos fueran escudos impermeables.
“La gente te dice que soy valiente e inspiradora, pero no quieren mirar de cerca el dolor o la imposibilidad cotidiana -confesó en una entrevista-. El verdadero desafío está en las pequeñas batallas diarias. Atarse los zapatos, subir a un colectivo y enfrentar miradas que se quedan estancadas en la lástima o en la incomodidad”.
—No me ignore, pero tampoco me compadezca —escribió en uno de los textos que luego poblaron columnas y plataformas dedicadas a la discapacidad.
En un café de Camden, Grace se enfrentó al primero de los muchos obstáculos burocráticos. Completar permisos, formularios para adaptar una vivienda y los exámenes médicos que ahora eran parte inseparable de su agenda. El mundo, advierte, rara vez está construido para quienes se desplazan en silla de ruedas.
La historia de Grace Spence Green se volvió, sin proponérselo, una serie de preguntas incómodas. “¿Podés tener hijos?”, “¿Sentís algo en las piernas?”, “¿Te duele estar así?”. A veces las preguntas sonaban a lástima. Otras, a una inquietud morbosa escondida tras la cortesía.
A todas respondió con la misma franqueza: —Sí, puedo sentir con el cuerpo, pero no como antes. Sí, puedo tener relaciones sexuales. Y sí, a veces todo esto me resulta insoportable, pero vivo. No, no estoy ‘rota’.
Sus redes sociales, lejos de convertirse en templos de autoayuda, se transformaron en espacios de denuncia y pedagogía: “La discapacidad no es una tragedia. La tragedia es una sociedad que nos coloca en los márgenes”.
Grace decidió no retirarse de la medicina. Tras años de reconstrucción física y emocional, regresó a las prácticas hospitalarias. Examinó, diagnosticó, tocó cuerpos ajenos sin que los pacientes supieran, de inmediato, la historia detrás de la mujer en la silla de ruedas.
—Al principio, los colegas me miraban como si debieran protegerme. Pero yo necesitaba seguir con mi vida —relata.
“Me preguntan si hubiera preferido que no ocurriera el accidente. Por supuesto. Pero eso no significa que hoy no pueda encontrarle sentido a mi existencia”, resume, con una voz que oscila entre la serenidad y la obstinación.
Londres persiste como escenario y antagonista. Cada calle, cada estación, cada tienda, recuerda a Grace la arquitectura hostil que enfrenta. Las rampas de acceso que son meras insinuaciones, los ascensores perpetuamente descompuestos, los baños públicos diseñados con desprecio. “La ciudad sólo es hospitalaria hasta cierto punto. Después, sobrevives por la terquedad”, apunta.
En 2019, decidió escribir para responder a la invasión de preguntas. No sólo por catarsis, sino para relatar el modo en que el dolor puede transformarse en fuerza. Surgió así su primer libro, “To Exist: Don’t Ignore Me, But Don’t Pity Me Either”, un título que exige a la vez visibilidad y dignidad, rechazo del victimización y del olvido.
Su escritura —precisa, casi quirúrgica en las observaciones— desmonta los lugares comunes sobre la resiliencia. No se presenta como heroína, sino como ciudadana exigente: “No soy inspiradora por sobrevivir. La inspiración, si la hay, debería dirigirse a quienes luchan para cambiar un sistema hostil, no a quienes se adaptan individualmente”.
Grace suele recordar dos escenas. Una, en la sala de fisioterapia, cuando una voluntaria de mirada compungida dejó caer la pregunta clave:
—¿No te gustaría poder levantarte y caminar una vez más?
La respuesta llegó, firme:
—Por supuesto. Pero lo que más querría es que la pregunta no fuera necesaria, que mi vida no se definiera por lo que no puedo hacer.
La otra escena, en el hospital, la protagonizó un cirujano anciano, escéptico ante su regreso a la práctica médica:
—¿Podrás manejar situaciones de emergencia? Pensá en los partos, en los procedimientos complicados.
—Puedo hacerlo —replicó ella—. Y si no, encontraré la forma.
El presente de Grace Spence Green es, en palabras de la propia autora, una estación de paso, no un destino. “No busco una redención ni que me consideren un caso de éxito. Lo que pretendo es vivir plenamente y contribuir a que otros lo hagan sin que su diferencia se les vuelva una condena”.
En los años posteriores al accidente, participó en campañas por la accesibilidad, dio charlas en universidades y asumió la incomodidad de quienes la miran como si su vida fuera un espejo de sus temores. En cada gesto, desmonta el binomio de la lástima y la admiración gratuita.
“No me superé. Simplemente sigo aquí”, repite cuando la interrogan en público.
Los médicos hablaron de un milagro —sobrevivir a la caída de un cuerpo en tránsito—. Pero Grace Spence Green desconfía de los milagros, como desconfía de las moralejas.
En el vagón de un tren de Londres, entre anuncios sobre tarifas y la cadencia eterna del tráfico, una mujer joven revisa su agenda médica y sueña, con la terquedad del que se niega a aceptar la exclusión, con una sociedad donde nadie la mire ni con compasión ni con asombro por el simple hecho de existir.
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