Las palabras, el pan nuestro de cada díaNo se sabe, hasta el momento, de alguien que sin comer nada en lo absoluto o sin tomar agua haya podido sobrevivir por mucho tiempo; ni siquiera el makech, ese como escarabajito que con la poquita madera húmeda que come (pareciera que la huele) estoico aguanta las piedritas brillantes de colores que le pegan en sus élitros.
Un señor contaba que con gran éxito estaba enseñando a su caballo a no comer pero que desafortunadamente este había muerto cuando apenas estaba aprendiendo.
Entre las personas que comen por , necesidad —comer para vivir—, las que comen por placer —vivir para comer— y quienes sabiamente combinan la necesidad con el placer —deben, quieren y además pueden comer—, hay una constante respecto a las palabras relacionadas con la comida y el acto de comer: el uso cotidiano de metáforas, sentencias, expresiones y dichos populares.
De una gran abundancia y variedad, anoto algunos ejemplos de estos últimos.
“Está para comérmelo a besos” decimos cuando alguien nos gusta mucho, o se “devora con los ojos” a quien no se le quita la mirada de encima; pero si alguien, en cambio, comete un desatino nos lo queremos “comer” y nos “cae gordo” todo aquel que nos resulta pesado.
Si una persona hace algo que no es visto bien por los demás se convierte en “la comidilla del pueblo”.
En un momento difícil se dice que “el horno no está para bollos”, y una situación irritante hace exclamar que, de tan caliente, el agua está para chocolate (aunque sobre todo a partir del libro de Laura Esquivel la expresión “como agua para chocolate” adquirió una connotación de carácter sexual).
Si alguien es “mala onda” y de repente aparece quien le responde de la misma manera, se dice del primero que “le dieron una probadita de su propio chocolate”.
De quien tiene grandes carencias económicas se dice que “está muerto de hambre”, y que “come hasta las piedras” quien puede comer de todo sin sufrir daño.
Cuando hemos comido casi sin parar decimos que “comimos como pelón de hospicio” y cuando estamos entre una y otra situación “quedamos como sándwich”.
De quien no hace alguna cosa y tampoco deja que otra persona la haga se dice que es como el perro del hortelano, “ni come ni deja comer al amo”.
Es “más buena que el pan” se dice de gente muy buena, y está “para chuparse los dedos” algo que gusta mucho.
Sobre la necesidad del alimento se suele escuchar “primero comer que ser cristiano”; me acabo de enterar de que “primero mi diente que mi pariente” dice quien piensa primero en él y no en el otro, y mucho más si ese otro es de la familia.
“No solo de pan vive el hombre” se comenta cuando las necesidades básicas están resueltas, pero que no es suficiente para vivir con plenitud.
“Panza llena, corazón contento” se dice cuando se está totalmente satisfecho de lo que se ha comido.
Hay gente que de tan dulce parece “perita en almíbar”, y “desabrida” o “insípida” si le falta gracia o simpatía.
De una persona apasionada por la lectura se dice o al menos ella dice —y acudimos a las etimologías— que es bibliófaga (por no mencionar aquí otras “fagias”, la controvertida antropofagia, por ejemplo, o el llamado fagocentrismo).
En una situación de engaño, en México se usa lo de “dar atole con el dedo”, o como repite una de las voces de La feria de Juan José Arreola, “dando atole con el dedito”, “dando atole con el dedote”.
“Aquí mis chicharrones truenan” dice quien anuncia que solo él o ella manda.
Oímos decir también que “la necesidad tiene cara de hereje” cuando por hambre una persona se expone a cualquier situación; para la misma circunstancia, en México se dice que “el hambre es canija” (que pasó a ser línea de una canción).
Y si la comida está servida, a alguien ya impaciente se le puede ocurrir eso de “a entrarle que no es mole de olla”.
Es costumbre que este guiso se sirva con ajonjolí, palabra que se usa cuando de una persona que está en todas partes se dice que es “ajonjolí de todos los moles”.
No falta la gracia en estos dichos mexicanos, como la consigna “quien nace para tamal del cielo le caen las hojas” y “quien nace barrigón ni que lo cinchen”, o la comparación; por ejemplo, cuando de una persona que come mucho se dice que (por mofletuda) parece gato bodeguero; o lo que rezaba aquel mosaico en una tienda de artesanías en Tonalá, Jalisco: “Gordo, cachetón y nalgón, güevón el cabrón”.
Hay dichos para todas las situaciones.
Son, como los tamales, de chile, de dulce y de manteca.
Tan ricos y sabrosos como contradictorios, el “deber ser” que sentencian algunos de estos dichos no corresponde, al menos en lo inmediato, al “ser” o al “estar” de quienes comen y beben en la viña del Señor; es decir, se dice una cosa y en la realidad esta es otra o no es exactamente lo que el dicho sentencia.
Pienso, por ejemplo, en aquella expresión utilizada para cierto tipo de excesos en la comida y la limpieza: “de limpios y de tragones están llenos los panteones”.
En cuanto a lo segundo, el dicho se refiere más a la cantidad que a la calidad de la comida; sin embargo, trátese de una o de otra, no es común ni frecuente, aunque puede suceder, que la gente muera (1) por haber comido demasiado o (2) por haber comido “porquería y media” en la calle.
No solo hay chatarra en la calleAunque delicia para muchos paladares, algo similar a la calidad o falta de calidad de lo que comemos en la calle puede haber también en la casa, y es tan antiguo como lo que se fríe con las mantecas o los aceites quemados de las cazuelas, lo que se embute en los pellejos de los animales o lo que se endulza con azúcares blancos.
O lo que es tan moderno que se conserva en estado perfecto a base de preservativos artificiales —benzoatos y demás— o no necesita de estos puesto que ha sufrido tal proceso de refinamiento que desafía el correr del tiempo y no le pasa absolutamente nada; es el caso de algunos panes que duran más de un año en la nevera y siguen tan “frescos” que solo hay que meterlos al horno y están listos para ser ingeridos.
Antes, las tienditas de las esquinas o la costumbre de ir diario al mercado aseguraba en parte la frescura de los alimentos; también, el que todos los días se cocinera en casa.
Como que las cosas eran más fáciles.
No solo se tenía listo el almuerzo temprano sino que a los empleados se les mandaba la comida al lugar donde trabajaban; se ponía en las loncheras que en aquella época (en Mérida) se llamaban cantinas: cazuelitas de zinc o de peltre que se iban acomodando unas dentro de otras: en una el caldo, en la otra el arroz, en otra el guisado, y así.
Mi primo y mis hermanos le llevaban el almuerzo a mi tío a Teléfonos de México, que era la Ericsson.
De allí pasaban a la casa verde con palmera al frente, en donde le tiraban piedritas a aquel cocodrilo que estaba en el patiecito delantero de la casa; cuando no lo veían era porque su dueña lo tenía debajo de la hamaca donde ella hacía la siesta.
Había otro cocodrilo en el Centenario, el zoológico de Mérida.
Allí, un amigo de mis hermanos se montaba encima de él como si fuera su caballo (tloc, tloc, tloc).
Creo que los pobres animales del zoológico estaban mal alimentados.
Tanto, que cuando se escapaba el león y pasaba junto a nosotros por la esquina de la casa decíamos “allá va el león del Centenario”.
En esa época nos daba tiempo para jugar y hacer la tarea y volver a jugar.
Cuando llegábamos de la escuela la comida ya estaba lista; se cocinaba a lo largo de toda la mañana.
Había comida del día y no era costumbre, por ejemplo, que en la despensa se guardara latería en cantidades industriales.
Se compraba lo que se consumía y se consumía de inmediato lo que se compraba (una cebolla, diez centavos de sal, una bolsita de pimienta en grano).
Había también más productos “de verdad”, aunque no fueran necesariamente sanos.
A nadie se le ocurría comprar margarina por mantequilla; se vendía leche y punto, no low fat, cosas light, ni nada por el estilo.
Ahora entre el menudo que ayuda para las desveladas y los refrescos (dos al menos pero de diet, eso sí) se le mete al estómago una carga que nos hace recordar aquellas líneas de Arreola: “Cuidado, cada hombre es una bomba a punto de explotar!”Pero el cuerpo extraordinariamente aguanta y tiene el don de la espera.
Noble y sufrido, se rinde al final ante el maltrato del que día con día es víctima por parte de su dueño.
A la larga, con el castigo viene la penitencia, pero lo bailado y lo comido —dicen quienes gustan de hincar el diente a los mondongos, los chorizos y las morcillas, por ejemplo— ¿quién te lo quita?La sal dulce de lo saladoNo estoy segura de que en la infancia (y por cuenta nuestra) hayamos comido de lo más sano, pero sí de lo más prohibitivo.
Y no me refiero solamente a lo dulce tan dulce de algunos dulces (que añicábamos con los dientes) o de los chicles de colores más que chillantes (por cierto, cuántas veces encontrábamos chicles duros por debajo del mesabanco; escondido para la maestra y olvidado por quien lo mascaba, de pronto —fo/fuchi/qué asco— se pegoteaba el chicle a nuestros dedos).
Más artificiales que naturales, había un gran surtido de sabores para todos los gustos.
Un amigo me cuenta que de chico se pasaba las tardes frente a la televisión con una caja de galletas saladitas y una botella familiar de Coca Cola solo para él.
Ahora es vegetariano impenitente: solo come arroz integral con verduras, arroz integral con frijoles, con ensalada, arroz integral con arroz integral.
Quienes pasamos la infancia en tierras muy calurosas tomábamos varias cocacolitas frappées a lo largo del día; una no era ninguna, pero parecía que muchas tampoco (no hay nada mejor en el mundo que una coca helada decía mi hermanita y lo creía fríamente).
Por suerte, seguimos con los dientes completos y no tenemos ninguna adicción (mucho menos al refresco de cola).
Algunas tardes, en el patio de la casa, comíamos naranjas agrias (mientras más agrias mejor) y tamarindos (a veces robados en la cocina) y mangos crudos (a lo agrio, sal con chile y a lo verde, limón, sal y chile; aún se me hace agua la boca).
En la cena nos delataba lo destemplado de nuestros dientes —zzzz, dolía el aire cuando entraba por la boca— pero generalmente no pasaba de allí.
Y en el recreo de la escuela no faltaba el chamoy, tan viejo como salado; tampoco los churritos y los charritos remojaditos en el jugo del chile jalapeño.
Dice el amigo de un amigo que tenemos dos estómagos: a veces uno nos pide algo dulce y a veces el otro nos pide algo salado (con dos estómagos o con uno, hay quienes sin probar la comida le vacían todo el salero y quienes toman azúcar con café).
Una vez comentábamos sobre las combinaciones sofisticadas de uno y otro sabor (salsas de ciruela, aderezos de mango, por ejemplo), y alguien habló del desayuno de huevos fritos servidos con mermelada.
A su comentario siguió otro: una persona del grupo preguntó que si alguna vez habíamos comido pan dulce con frijoles, que era buenísimo, que no nos lo perdiéramos.
A lo que uno de nosotros le contestó que eso sonaba más bien a hambre.
En fin…Respecto a los dos estómagos puede ser que el amigo de mi amigo tenga razón, pero el “estógamo” de los niños sigue siendo uno.
Para ellos —los niños—, la panza no es primero, pero qué dolores dan con sus dolores de panza, que lo mismo recibe una cosa salada como una dulce.
Lo dulce nunca deja de renovarse, de endulzar las horas de cada día: sigue habiendo —y pienso en Mérida— caramelos de miel; siempre hubo garapiñados y también algodones, rascacielos de colores de los domingos y días de fiesta; ahora hay marquesitas, barquillos (dulces) que mientras se hacen sobre una pequeña parrilla se convierten en envolturas de los pedacitos de queso (salado) espolvoreados en la mezcla de harina, azúcar y huevo.
El cliente, derretido frente al noble proceso de hechura, se lleva la marquesita “de mentiras” al paladar.
Antes de estas novedades (y mentiritas), recuerdo cuando salieron otras, la de los gansitos: dulce sobre dulce que identificó a muchas generaciones que se reconocían entre sí no solo por lo que comían sino por las estampitas que recopilaban.
En los sobrecitos venían, entre otras (y una por una), las maravillas del mundo; fácilmente se juntaban seis pero faltaba una, la más codiciada por todos (“te doy cuatro por la que me falta”, proponíamos y se nos proponía en el trueque infantil).
Y había que seguir comprando porque el álbum debía llenarse, que los coleccionistas más persistentes e inagotables del mundo —no así el bolsillo de sus padres— eran los niños.
Tarde o temprano se cerraban los álbumes pero seguíamos abriendo gansitos.
Alguna vez, cuando de pronto aparecen en una tienda, invaden la nostalgia y son de nuevo un gancho, ahora para volver a la niñez.
De allí, a la infancia de la infancia, cuando jugábamos a las comiditas y sacábamos de su caja el juego de té aunque no fueran las cinco de la tarde.
Comida a pie y en bicicletaYa que menciono la tradicional hora del té (no para nosotros que no tomamos ni té ni mate), cabe mencionar algunos alimentos relacionados con las horas del día.
Y no me refiero a la hora en que en las casas se pone la mesa, que por cierto también ha cambiado.
Antes en Yucatán se desayunaba —chocolate en agua y pan dulce— entre las cuatro y las seis de la mañana (no olvido cuando mi tío Mundo, al tomar chocolate en casa de mi mamá, comentó que hacía mucho tiempo que no tomaba chocolate hecho con agua de lluvia); se almorzaba entre las once y las doce del día (después, la siesta en la hamaca, que a las cuatro de la tarde empezaba un nuevo día; dos en uno); y se comía (se cenaba, pues, pero a la cena le decíamos comida) entre las seis y las siete de la noche, cuando mucho a las ocho (guiso recalentado del mediodía con olor de tortillas en el comal).
Los domingos era algo diferente: tamales por la mañana, puchero o chuletas a mediodía, el naach del puchero por la noche (que era más bueno a lo largo de los días).
Sin embargo, también han cambiado los horarios los fines de semana, e incluso los hábitos alimenticios.
Pero, decía, no voy a hablar de la mesa familiar sino de algunos productos que según las horas del día se ofrecían en las puertas de las casas.
Estos alimentos llegaban en ruedas.
El coche de caballito (ahora turístico) iba del mercado a la casa.
La leche, también en un cochecito de caballo manejado por aquel lechero de ojos tan sonrientes como recién llegado en la nao de China; el carbón se repartía en carretas.
Pero el vehículo de ruedas más común era la bicicleta; el ciclista traía todo tipo de antojitos, vaporcitos, empanadas (aunque las mejores se hacían los miércoles en casa de mi tía; esa tarde se planchaba, y cenábamos empanaditas de cazón, de carne molida, con cebolla morada en vinagre).
También en bicicleta pasaban a vender pozole (pozole con coco) que se tomaba a media mañana.
A primera hora de los domingos, se oía el pregonar de quien anunciaba los tamales colados: gorditos (los tamales), envueltos en hojas de plátano y amarraditos, se hacían con masa que se colaba en una tela de gasa, en una criba que los dejaba suavecitos como seda, acolchonaditos; era masa mezclada con manteca (seguramente de puerco), tomate, cebolla, epazote, sal; se les ponía carne de puerco y de pollo.
Los pasaba a vender un señor, y nunca supimos dónde se hacían; un trabajo más de carácter invisible, pero que debía su fama al resultado metido en grandes ollas calientes, transportadas en bicicleta.
También en bicicleta, y a veces en triciclo, con un gran globo de hojalata el panadero y sus palmadas anunciaban por la calle el riquísimo pan caliente.
El globo se ponía en la cabeza del panadero (una rosquita de tela la protegía) o se acomodaba en el triciclo.
Aparecía muy temprano por la mañana o muy temprano por la tarde.
Se abría el globo y con el olor y el calor se asomaba el amarillo de los cocotazos (hechos con huevo), la suavidad de las hogazas, el pan francés con su tirita de hoja verde tomada de la mata de palma; tutis, hojaldres de jamón y de queso, patas (aunque nunca como las de la panadería “La Vieja”), panetelas, biscotelas y panes que se hacían también en los pueblos y, que al parecer, han ido desapareciendo.
Escogíamos las piezas, el panadero las contaba, las envolvía en papel de estraza y nos cobraba para seguir atendiendo a las otras personas que ya habían escogido lo suyo.
Mi hermana Teté habla de un pan de salvado, de ese sí no me acuerdo, aunque ella lo describa verde, amarillo, azul; sí de los bizcochitos de manteca que se vendían en bolsitas, lo mismo que los de sagú y también las galletas marinas.
Ollitas de dulces y otras maravillasUna de aquellas maravillas, y también relacionada con la comida, era preciosa: las ollitas de dulce de doña Porfiria.
En una había dulce de tejocote, en la otra de ciricote y en otra de cocoyol, de papaya, de nancen, de grosella.
Más de una ollita en cada dedo, dedos de novia, dedos de la dulcera más dulce —chiquita, flaquita— de la infancia.
Hacía también atropellado, un dulce de coco y de camote que alucinaba a quienes lo comíamos (solo el de mi tía Tanchi se le podía igualar).
Las ollitas de doña Porfiria no tenían fondo; su dueña sacaba dulces y más dulces, y nunca se acababan.
Para todos había, y sabíamos distinguir bien cada sabor.
Yo creo que la dadivosidad de doña Porfiria, porque también nos regalaba dulces, era correspondida por aquellas ollitas que, en las calles donde ella menudita caminaba, escurrían sus jugos, y éstos siguen remojando nuestros recuerdos.
Después de doña Porfiria, pasaba el señor de los granizados; tenía jarabes de todos los colores, amarillo, anaranjado, rojos inimaginables.
Más tarde pasaba el sorbetero: sorbetes de vainilla, de crema morisca, de mantecado, que los de guanábana y mamey los pedíamos en la Dulcería Colón, lo mismo que las champolas de coco.
Polito, en Santiago, también tenía lo suyo.
Volviendo a las calles, relaciono el sonido de la campana de los sorbetes con las tardes de los viernes; unas de las tardes que más me gustaban en mi infancia.
El domingo nos daban nuestra “gastada”, pero gracias a los pequeños ahorros de mi abuelita durante la semana podíamos comer y tomar todo lo que pasaba por nuestra calle (en la casa del pueblo donde vivía mi mamá por las tardes pasaban a vender merengues, arepas, todo en canastas tapadas con servilletas bordadas a mano, almidonadas, eternas, punto de cruz de todos los tiempos).
Y en las mañanas, las frutas en las esquinas y en el mercado: papayas, sandías, melones, pitayas, mameyes, saramuyos, anonas, guayabas, mangos —manila, manguitas, mangos petacones (en las calles de Hunucmá se caían de mangos los árboles)—; todo tipo de ciruelas, moradas, verdes, amarillas, rojas, carnosas; zapotes blancos, cafés, negros, el famoso taúch, que saboreábamos con china (naranja dulce), azúcar y hielo.
A cambio de manzanas, peras, uvas, nueces, que llegaban en diciembre a Mérida y que solo comíamos en la Noche Buena (cena de pavo, del pavo de doble pechuga que apenas ayer andaba por el patio), siempre teníamos a la mano frutas tropicales (metidas en las piñatas de las posadas) y los cítricos más variados del mundo: chinas (peladas a mano o en maquinita; con sal y chile, vendidas en bicicletas, a pie, en la plaza grande), naranjas agrias, lima agria (para la sopa), lima dulce, cajera, mandarina, limón dulce, limón real, tanjarina, toronjas, a las que le decíamos grape fruit (Oxkutzcab era y sigue siendo paraíso de la fruta; los cientos que no caben en los costales ruedan por el mercado, por las calles, en la plaza).
Comer caimitos era una aventura, que no terminaba sino hasta que podíamos quitarnos todo lo que se nos pegaba —negro, morado— alrededor de la boca, que era como chicloso.
También era una aventura abrir un coco, tomar el agua y comer su carne blandita o dura.
Eso lo dejábamos para las temporadas en Progreso (julio y agosto), donde comíamos pescado todos los días (mak kuum de pescado, cazón entomatado, pan de cazón, pescado frito o asado en achiote, caldo de pescado, pulpo en su tinta).
El resto de la tarde frente al mar era jugar lotería, comprar helados, tomar sodas, sidras, como les decíamos a los refrescos de botella, que además los tomábamos durante todo el año, lo mismo que los refrescos de frutas servidos en los “picheles” de las mesas.
De todas las sidras, nos encantaba la Sidra Pino, anunciada como el champán de Yucatán: Pino negra, de cebada, de jamaica, de limón, Soldado de Chocolate.
Recuerdos del paladar y de la palabraHabía y sigue habiendo tacos y antojitos en los mercados, en los puestos y loncherías de mi ciudad.
Recuerdo que en estas había mucho papel en el piso, pedazos de papel de estraza que la gente tiraba después de comer.
Nunca vi nada así en el resto de México, pero sí en España y me llamó mucho la atención.
Como en Mérida en los lugares de los antojitos, en los de las tapas en Madrid, la gente también tira el papel, servilletas, en el piso.
O sea, no somos los únicos, aunque cada día esta costumbre ha ido desapareciendo.
Pues bien, las loncherías o puestos de antojitos en Mérida están por todas partes.
Solo mencionaré algunos de estos lugares, sobre todo los que están abiertos de noche: los puestos en los parques tradicionales de la ciudad, donde se puede comer caldo de pavo y tomar horchata: Mejorada (histórica, entrada de la ciudad; en uno de sus puestos de comida, un día pedimos un café y nos lo trajeron en una gran taza de caldo; era tan grande que casi pedimos toda una orden de pan bueno —dulce, pues— para acompañarlo); Santa Ana (con sus ricos panuchos frente al parque que da la espalda al Paseo Montejo y la cara a la calle sesenta, la que nos lleva y nos trae a la plaza grande); San Cristóbal (donde se celebra cada 12 de diciembre a la Virgen de Guadalupe y van quienes ese año no pudieron ir a visitar a la Virgen al cerro del Tepeyac); San Juan (famoso por su historia de los sanjuanistas.
Por cierto un día, después de una entrevista en que se dijo que yo era —gracias— sorjuanista, un señor me comentó en el aeropuerto: así que usted es sanjuanista.
No, le contesté, pero me gustaría serlo; San Sebastián (siempre fueron famosos sus panuchos y salbutes; hay que comerlos a la ida o al regreso de la ermita de Santa Isabel); Santa Lucía (un rincón franciscano, jesuita también); Santiago (un barrio popular de Mérida, de allí somos; “venimos de una familia muy corriente”, me decía mi mamá cuando me molestaba que en la familia no se practicaran los buenos modales de [nuestra] mesa).
En Santiago, además del puesto donde de día preparan minúsculos taquitos de mariscos (camarón empanizado, camarón al mojo de ajo, cherna), de noche hay panuchos, salbutes y tamales.
Y no solo eso, Santiago es el lugar donde no hay tiempo o están todos los tiempos: el pasado, el presente y el futuro.
Si alguien prefiere ir de día, puede (podía) entrar a “La Flor de Santiago”; allí se reunían los carniceros y lecheros del barrio, también los antropólogos, y podíamos comer sándwiches de pan francés con huevo.
Estos lugares han ido cambiando: el Louvre ha cerrado sus puertas, pero antes no las tenía y se podía comer un club sándwich a cualquier hora del día y de la noche.
Afortunadamente aún existe el Impala, y antes o después de caminar por el Paseo Montejo podemos pedir un sándwich caliente con sabor del día y recuerdos de los otros días.
Y también de otros lugares: en Mérida un amigo argentino sintió que estaba en Buenos Aires cuando en una lonchería cerca del Parque de las Américas pudo ordenar un sandwichito con pan de miga, sin orillas; se comió como cinco.
De esos sándwiches, con olor a caja, a servilleta, a cebolla curtida, comíamos en las madrugadas en las fiestas de los gremios, a donde cada año íbamos con mi tía y mi tío.
Con aquella modernidad de sándwiches (después llegaron las tortas mexicanas) y de pastas (galletas de soda, galletas dulces de industria yucateca, latas de galletas importadas, pan de escotafí) y de productos que entraban por el Caribe (contrabando y comida, sugiere Oscar Sauri), coexistían los tacos y los antojitos yucatecos.
Más sabrosos que saludables, eran y siguen siendo parte de nuestra identidad culinaria.
Los domingos, los tacos de cochinita pibil eran casi un rito donde todos participaban religiosamente.
A veces eran tan pequeños que una persona podía comer muchísimos; podía comerlos también porque sus precios eran accesibles y la dieta no existía.
No teníamos la costumbre de los tacos en las esquinas, esos de lengua, de sesos y de cabeza que se venden en otras partes (en la taquería que está en la esquina del Hospital de Cardiología en la Ciudad de México, por ejemplo, llamada “Taquicardia”), tampoco de los tacos al pastor.
Ahora los hay en todas partes —y de día y en bicicleta—, en el centro, en el norte y en el sur de México, y fuera de México.
Los tacos de mariscos alternan con copas de camarones y de ostiones, porque es necesario “volver a la vida” antes de que llegue la tarde (en Mérida, los mediodías y su Sol se meten a los salones familiares, donde se encuentran todas las botanas que puedan caber en las mesas, árabes, mexicanas, mayas y yucatecas).
Se come en la casa, en la calle, en todo lugar.
Recuerdo a un médico de Guadalajara que por las mañanas daba pláticas sobre la salud y aconsejaba no comer nada en la calle; por las noches —puntualito— estaba en el puesto de tacos de la esquina de la casa.
Nunca nos vio porque la taquiza lo transportaba a otro mundo.
En esa esquina el médico era taquero frecuente (así hay una taquería en México; sus clientes tienen sus tarjetas y acumulan puntos).
La mejor de las anécdotas con estos tacos en las esquinas fue cuando mi sobrina estaba en segundo año de primaria.
Una noche, recién llegada de Yucatán a Jalisco, fuimos a la taquería de la esquina del cine.
Todo era nuevo para la niña.
Cuando le preguntamos qué tacos quería, dijo que de lengua nacional.
Ya intuía que la comida y la palabra si no lo mismo son casi lo mismo.
Porque la palabra pasa por el paladar.
Una y otro van cambiando pero no el lugar donde se juntan, relleno de memoria de lo que hemos probado y donde la vida nos ha probado.
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