Fue el principio del fin. Ni siquiera fue el fin del principio, que bien hubiese podido ser. A partir de un día como hoy, hace medio siglo, cuando el Senado de Estados Unidos decidió investigar el escándalo Watergate, el gobierno de Richard Nixon empezó a temblar, a padecer el rigor de una ley que había violado y a agrietarse hasta su destrucción, un año y medio después: Nixon renunció el 9 de agosto de 1974, fue el primer presidente de Estados Unidos, el único hasta hoy, en renunciar y en dejar al desnudo una trama de corrupción, de espionaje interno y de degradación del sistema democrático que el Senado se propuso salvar.
El 17 de mayo de 1973, una comisión especial de esa rama del poder legislativo inició las audiencias sobre Watergate, que fue el mayor escándalo en la historia política de Estados Unidos, hasta el 6 de enero de 2021, cuando las huestes de Donald Trump intentaron tomar por asalto el Capitolio para impedir que fuese consagrado presidente Joe Biden. Es cierto que, al lado de Trump, Nixon parece hoy Thomas Jefferson; pero hace medio siglo simbolizaba en parte lo peor de la política estadounidense. Era casi un autócrata, un tipo brillante. Inteligente, astuto, que había abierto los brazos a China, guiado por Henry Kissinger, para contrarrestar el poderío comercial y diplomático de la entonces Unión Soviética y había iniciado conversaciones de paz para una retirada honrosa de las tropas americanas en Vietnam. Al mismo tiempo era un tipo torpe, neurótico, extraño, inclinado al alcohol, a la violencia doméstica; decía luchar por la paz honrosa en Vietnam pero extendía los bombardeos americanos a Laos y a Camboya; su personalidad enfermiza era su peor enemigo: impulsó, cobijó y amparó el asalto a Watergate, luego lo encubrió, justo cuando las encuestas electorales para noviembre de 1972 lo favorecían y tenía la reelección asegurada.
Porque Watergate fue un invento de Nixon. Consistió en tomar por asalto el cuartel general del Partido Demócrata en Washington, instalado en el edificio Watergate, para pinchar sus teléfonos, colocar micrófonos en los principales despachos y vigilar así, minuto a minuto los pasos de sus adversarios. Para llevar adelante esa tares, empleó a un equipo de agentes de la CIA, mercenarios anticastristas y gangster de buen cuño, todos contratados por la Casa Blanca y por dos hombres de Nixon metidos en el riñón del gobierno americano: Howard Hunt y Gordon Liddy. Hunt era un oficial de la CIA y Liddy un ex agente del FBI metido a espía, anfitrión de programas de televisión y a showman de carnaval.
Liddy contrató a su vez a un equipo de cuatro personas destinado a evitar filtraciones, a la prensa, desde la sede del poder. Los contratados, uno de ellos, hizo el chiste: si los habían contratado para evitar filtraciones, es que todos ellos eran plomeros. Y así se llamaron, “The Plumbers”. Ese fue el equipo que invadió el edificio Watergate el 17 de junio de 1972: Frank Sturgis, un agente de la CIA vinculado a los movimientos contrarios a Fidel Castro en Cuba, fue el de la idea de llamarse plomeros, Bernard Baker, también de la CIA, Virgilio González, contratado por la CIA, Eugenio Martínez, alias “Musculito” un mercenario anticastrista que murió en Miami en 2021 a los noventa y ocho años y, el quinto miembro de la banda, James McCord, oficial de la CIA y en ese momento nada menos que jefe de seguridad de la campaña de reelección de Nixon.
Los apresaron a todos en plena tarea de pinchar teléfonos y colocar micrófonos y fueron a parar todos ante un juez en la sala de audiencias de la calle Quinta, en Washington, en la tarde del domingo 18. Hasta allí llegó un joven periodista del Washington Post, Bob Woodward. El asalto había puesto en alerta al diario. Lo que primero había sido tomado como un asalto a unas oficinas de los demócratas, en la mañana era un asalto al Comité Nacional del Partido. Antes de ir a la audiencia, Woodward, de veintinueve años y con sólo seis meses en el Post, pasó por el diario, supo el nombre de los detenidos y supo, también, que su colega, Carl Bernstein, de veintiocho años, también estaba en el caso. No se llevaban muy bien. Bernstein tenía fama de “topadora”, de abrirse camino a lo bestia entre las fuentes de información y quedarse después con la gloria de un gran reportaje. Bernstein pensaba que Woodward era un niño mimado, una vedette joven, ex oficial de la Armada y buen deportista, egresado de Yale que no dejaba de ser un novato.
Juntos, Woodward y Bernstein iban a desentrañar la trama del Caso Watergate. Como oficial de la Armada americana, Woodward, que había servido de enlace entre el Pentágono y la Casa Blanca, había conocido en las largas antesalas oficiales, al número dos del FBI, Mark Felt, que sería la más importante y secreta fuente información del Caso Watergate. Pasó a la historia como “Garganta Profunda”, sólo cuatro personas conocían su identidad, aparte de Woodward y Bernstein, no la conocía la propietaria del Post, Katharine Graham, pero sí su editor general, Benjamin Bradlee. El compromiso de mantener su nombre en secreto se mantuvo, la mantuvieron los periodistas, por más de tres décadas, hasta que el 31 de mayo de 2005, la revista Vanity Fair publicó un artículo con un título sensacional junto a la foto de Felt: “Soy el tipo al que llamaban Garganta Profunda”. El apodo (creación de Woodward y de Bernstein) le venía a la fuente de una película porno de aquellos años, bastante chunga, con pretensiones de denuncia social, y con un argumento que está cifrado en el título y exime de mayores precisiones obvias y tediosas.
Woodward llegó a la audiencia de la calle Quinta un poco antes de las tres y media de la tarde y con una rara intuición que le daban los pocos datos que tenía sobre los detenidos: tres, Martínez, Baker y González habían llegado desde Miami, eran cubanos y miembros de entidades y grupos anticastristas, según los datos que había recogido Bernstein. El cuarto, Sturgis, era el único americano de los cuatro, había sido un soldado mercenario al que también vinculaban con la CIA. El quinto era un misterio. James McCord no era conocido por Woodward.
Los cinco presos se sintieron tan seguros con el respaldo de la Casa Blanca, que todos dijeron ser plomeros de profesión. Pero ni el fiscal del caso, Earl Silbert, ni el juez se lo creyeron. Silbert dio datos muy precisos. Pidió que no fuesen puestos en libertad bajo fianza porque habían dado apellidos falsos en el momento de ser detenidos, se habían negado a cooperar con la policía, tenían un total de dos mil trescientos dólares en efectivo y habían sido apresados durante una “incursión con violencia de morada y con intención clandestina”. Y subrayó lo de “intención clandestina”.
Lo de los dólares en efectivo llamó más la atención de Woodward sobre todo porque había un detalle singular: los billetes de cien dólares hallados en los bolsillos de los detenidos, tenían numeración correlativa. El periodista del Post buscó entonces un asiento más cercano al estrado del juez, que preguntó a cada uno cuál era su verdadera profesión. Uno de ellos dijo “Anticomunista”. Cuando llego el turno de McCord, Woodward prestó especial cuidado a sus palabras. Pero McCord farfulló algo ininteligible. El juez volvió a preguntarle por su profesión y le pidió que hablara más claro. “Consejero de Seguridad”, contestó McCord. Cuando el juez le preguntó en dónde era consejero de seguridad, McCord eludió la respuesta: “Hace poco me retiré del servicio en el gobierno”. Woodward entonces se inclinó hacia adelante para escuchar mejor cuando el juez pidió, impaciente: “¿En cuál servicio del gobierno?” Y McCord, casi en un susurro, contestó: “En la CIA”.
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“¡Mierda, la CIA!” pensó Woodward casi en un susurro, y salió disparado hacia el Post para informar sobre la declaración de McCord. Nadie sabía todavía que McCord también era el encargado de coordinar la seguridad del Comité de Reelección presidencial y que los billetes de cien dólares con numeración correlativa provenían de la recaudación diaria del Comité por la Reelección del Presidente. Lo que sí sospecharon de inmediato fue que la Casa Blanca estaba metida hasta el cuello en el asalto al Cuartel General de sus rivales demócratas.
A la mañana siguiente, en su edición del lunes, el Post, con un estilo seco, despojado e informativo, publicó la noticia que decía en su primer párrafo: “”Cinco hombres, uno de los cuales afirma ser ex miembro de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), fueron detenidos ayer a las 2,30 de la madrugada, cuando intentaban llevar a cabo lo que las autoridades han descrito como un plan bien elaborado para colocar aparatos de escucha en las Oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata en esta ciudad”.
Así empezó todo.
Cómo desentraño el Post la trama de Watergate, cuál fue la sensacional, y peligrosa, investigación llevada adelante por Woodward y Bernstein, las amenazas que sacudieron a la publicación y que llegaron incluso a su propietaria, Katharine Graham, la decisiva participación de Felt como fuente secreta de Woodward, es otra tela a cortar. Incluso, el falso secretismo de la fuente secreta: Nixon y sus hombres supieron siempre que “Garganta Profunda” era Mark Felt. Al presidente se lo reveló su serpenteante jefe de gabinete, H.R. Haldeman. Le dijo a Nixon, además, que Felt quería ser el director del FBI, pero Nixon dijo que no iba a nombrarlo porque era judío: “Cristo, –le dijo a Haldeman– poner a un judío allí…” Y tampoco encaró a Felt, o hizo algo para echarlo del FBI, porque: “Renunciará, va a ir a la televisión y va a contar todo lo que sabe. Y lo sabe todo”.
La investigación periodística sobre el asalto al edificio Watergate y al cuartel general de los demócratas, llevó a la sospecha de un encubrimiento del caso por parte de la Casa Blanca y del propio presidente Nixon. A lo largo de 1972, cuando fue reelegido, y hasta principios de 1973, Nixon se deshizo de sus principales colaboradores, entre ellos Haldeman, uno de los hombres poderosos de la Casa Blanca, John Ehrlichman, consejero de Nixon en asuntos internos y de John Dean, abogado del presidente que se convertiría en testigo estrella del caso para lograr una condena a prisión más leve. Los tres integraban el equipo de “protección” de Nixon conocido como “Muro de Berlín”.
No sólo existía una sospecha de encubrimiento del caso por parte del presidente, la investigación periodística del Post y los testimonios de algunos funcionarios interrogados por la Justicia sugerían lo que todos sabían que existía: un sistema de grabación instalado en la Casa Blanca que registraba paso a paso los dichos de Nixon y de quienes hablaban con él. ¿Había cintas grabadas sobre el caso Watergate? ¿Era cierto que, como sostenían los testimonios, Nixon había propuesto ordenar al FBI que no avanzara en la investigación? Si así era, Nixon había incurrido en el delito de a obstruir la Justicia.
El 7 de febrero de 1973, por unanimidad, setenta y siete votos a favor y ninguno en contra, el Senado de Estados Unidos votó establecer un comité selecto para investigar el asalto al edificio Watergate y sus consecuencias. La primera sesión del comité, el 17 de mayo de ese año, hace cincuenta años fue televisada por la cadena ABC, la primera de las tres grandes cadenas, NBC y CBS, que se turnarían para llevar en vivo la actividad de la comisión especial. Los cálculos dicen que el ochenta y cinco por ciento de los estadounidenses con televisores sintonizaron en algún momento las audiencias del Senado
El 13 de julio, durante una sesión preliminar, Donald Sanders, un abogado adjunto de la minoría demócrata en el Senado, preguntó al consejero de la Casa Blanca Alexander Butterfield, si existía algún sistema de grabación en la Casa Blanca. Butterfield que dijo primero que prefería no contestar, terminó luego por admitir que sí había un nuevo sistema que lo registraba todo en el famoso Salón Oval, en la Sala del Gabinete, en la oficina privada de Nixon y en el Old Executive Office Building, el edificio de oficinas que había sido del entonces presidente Dwight Eisenhower. Sanders había dado un paso fundamental en la investigación: La Casa Blanca de Nixon lo grababa todo.
El lunes 16 de julio de 1973, ya frente a una audiencia televisada en vivo, el consejero de la minoría, Fred Thompson, le preguntó a Butterfield si estaba “enterado de la instalación de cualquier dispositivo de escucha en el Despacho Oval del presidente. Butterfield no pudo sino revelar la verdad. La investigación sobre Watergate, no ya sólo la periodística, sino la del Senado, cambió para siempre. Si había cintas grabadas y una investigación del Senado, la Casa Blanca debía entregar esas cintas al Congreso.
Eso fue lo que pidió Archibald Cox, fiscal general nombrado especialmente para atender el caso Watergate. Nixon se negó a entregarlas y pidió a Cox que retirara su exigencia. Cox era un muy prestigioso abogado, jurista y profesor, que había trabajado en las administraciones de John Kennedy y de su sucesor, Lyndon Johnson que no parecía dispuesto a jugar su prestigio en favor de una trampa de Nixon. Se negó a retirar su pedido: quería las cintas.
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El sábado 20 de octubre, luego de la negativa de Cox, Nixon ordenó al fiscal general de Estados Unidos, Eliot Richardson que echara a Cox. Richardson era un flamante fiscal general: había sido nombrado en mayo, en pleno auge del Caso Watergate y después de que el anterior fiscal general hubiese renunciado junto a los hombres del “Muro de Berlín” que protegían a Nixon: Haldeman, Ehrlichmann y Dean. En una tensa conversación en el Salón Oval, que incluso hasta pudo ser grabada por el sistema implantado por Nixon, Richardson se negó a echar a Cox, que había sido incluso su maestro. Nixon entonces echó a Richardson y nombró fiscal general a su segundo William Ruckelhaus a quien también ordenó echar a Cox. Pero Ruckelhaus también dijo no y renunció en solidaridad incluso con Richardson. El Presidente entonces despidió también a Ruckelhaus y nombró fiscal general interino a Robert Bork, que sí se animó a echar a Cox: sus oficinas fueron cerradas y selladas. La fiscalía especial del caso Watergate ya no existía más. Todo aquel aquelarre de nombramientos y renuncias se conoció como lo que era: “La masacre del sábado a la noche”.
Cuatrocientos cincuenta mil telegramas de protesta llegaron al día siguiente a la Casa Blanca y los decanos de las diecisiete facultades de Derecho más importantes de Estados Unidos firmaron un pedido de destitución del presidente Nixon. Por fin, el fiscal interino Bork nombró como fiscal especial del caso Watergate a León Jaworski, que de inmediato pidió el envío de sesenta y cuatro cintas que contenían conversaciones grabadas por Nixon, que volvió a no cumplir con la orden del fiscal. La Casa Blanca adujo que la oficina del fiscal especial no tenía derecho a demandar a la oficina del presidente y, segundo, que lo que Jaworski pedía eran conversaciones presidenciales privilegiadas. Por fin, Jaworski pidió a la Corte Suprema que tomara el caso en sus manos, sin que la demanda pasara por alguna corte de apelaciones.
Los investigadores buscaban el fragmento de grabación en la que Nixon pedía usar la CIA para neutralizar o paralizar la investigación del FBI sobre el asalto al edificio Watergate y al cuartel general de los demócratas. Era una prueba tan importante que, como a todas de tal envergadura, la llamaron “la pistola humeante”, la prueba de cargo.
Empezó entonces una batalla de casi un año hasta que el 24 de julio de 1974, en el caso “Estados Unidos contra Nixon”, la Corte Suprema dictaminó por unanimidad que la categoría de “privilegio ejecutivo” que Nixon había dado a las cintas era nula y que debía entregarlas al fiscal especial del caso Watergate. Para Nixon y sus principales asesores, que habían negado hasta conocer los entretelones del caso Watergate, las cintas eran su condena. Revelaban varias conversaciones vitales, como una del 21 de marzo de 1973, en plena investigación del Washington Post, en la que John Dean, el abogado de Nixon, describía el encubrimiento de Watergate como “un cáncer en la presidencia (…) Bob Haldeman está involucrado en eso, John (por Ehrlichmann) está involucrado en eso, yo estoy involucrado en eso, Mitchell (por John Mitchell, jefe de campaña de Nixon) está involucrado en eso… Y eso es una obstrucción a la Justicia”.
Los investigadores encontraron una cinta de la que habían sido borrados dieciocho minutos y medio muy valiosos. La secretaria de Nixon, Rose Marie Woods, cargó con la culpa y dijo, mientras atendía el teléfono, ella misma los había borrado en forma accidental, al empujar sin querer el pedal equivocado de su reproductor de cintas Dictabel. Pero cuando reprodujeron la supuesta escena, la posición que debió haber adoptado Woods para hablar por teléfono y empujar por accidente el pedal de su Dictabel eran tan era tan improbable y sobrehumana que todo pasó a ser conocido como “Rose Mary Stretch – El estiramiento de Mary Woods o Mary Woods, la estirada”.
En febrero de 1974 la Cámara de Representantes aprobó darle a su Comité Judicial autoridad para investigar la eventual destitución de Nixon. En julio, el Comité Judicial de la Cámara de Representantes recomendó, veintisiete votos a favor y once en contra, acusar al presidente por obstruir a la Justicia. El 29 de julio la Cámara recomendó acusarlo por otro cargo: abuso de poder. Al día siguiente la Cámara aprobó una tercera acusación: desprecio al Congreso.
Nixon renunció como presidente de Estados Unidos el 9 de agosto. La noche anterior, deprimido, sollozante y alcoholizado, sorprendió a Henry Kissinger, tal vez su más fiel consejero, con un pedido especial: “Henry, vos no sos un judío ortodoxo y yo no soy un cuáquero ortodoxo. Necesitamos rezar”. Ambos se arrodillaron en la alfombra azul de la Casa Blanca y Nixon entre lágrimas preguntó a nadie: “¿Qué he hecho? ¿Qué es lo que pasó?” Después, antes de volver al whisky, pidió a su secretario de Estado: “Henry, no le digas a nadie que lloré y no fui fuerte”.
Nixon murió el 22 de abril de 1994 en Nueva york, a los ochenta y un años.
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